Fernando Peirone aporta su mirada sobre los cambios en el lenguaje como resultado de los nuevos procesos comunicativos y afirma que el pasaje de un lenguaje logocéntrico a uno transmediático y las transformaciones permanentes del sujeto tienen connotaciones políticas considerables.
Por Fernando Peirone *
Por Fernando Peirone *
Somos testigos y protagonistas de un cambio de época que se produce sobre una mutación que por cotidiana y propia puede parecer extraña, pero no lo es: la que experimentaron el pensamiento y el lenguaje –anche la comunicación– en los últimos veinte años.
El pensamiento abandonó el canon de profundidad, inmersión y gravedad, para refrescarse en la extensión, el surfeo y el juego. El nuevo mundo asume que pensar –como tempranamente lo fue para Vigotsky– es acción, es experiencia, es interacción comunicativa. De este modo, el pensamiento se desprende de la lógica racional para volverse acción sistémica, relativa a un recorrido y a una secuencia aleatoria de relaciones no jerárquicas. El diálogo entre pensamiento y conocimiento también ha cambiado. El conocimiento ha perdido su lugar a manos de un saber vivo, lábil, mutable, extenso, con valor circunstancial. Lo que hoy ayuda se utiliza y comparte; mañana, cuando ya no sirva, se desechará y se compartirán otras cosas.
Bajo esa concepción, la gente (fundamentalmente los jóvenes) ponen a disposición del mundo material bibliográfico, cinematográfico, discográfico, artístico, técnico, científico, y de la más variada índole, incluso aquel que ni la escuela ni la ciencia han sistematizado aún. Esto demuestra no sólo la extensión de un espíritu cooperativo pocas veces visto, sino también el asombroso desarrollo de una expertiz plebeya. Es decir, se genera saber con un alto contenido social para diferentes niveles de demanda, pero por afuera de las estructuras reconocidas porque no existe una institucionalidad acorde.
La implicación colaborativa de los jóvenes en los asuntos públicos, desde lo político-social hasta el medio ambiente, da cuenta de esta impronta epocal.
El lenguaje, que hasta ayer era la morada del Ser y la estructura que sostenía la lógica del sentido, ya no puede ocultar las fisuras de un logocentrismo que, en su declinación, arrastra consigo una cosmovisión y toda la gama de dispositivos subsidiarios que conformaban la cultura occidental hegemónica. Esta defección y el desarrollo de la tecnología digital habilitaron la multiplicación de recursos comunicativos que no precisan, en términos estrictos, de la palabra.
El lenguaje del nuevo mundo es ligero. Sus texturas son abiertas y, aunque no abandonan totalmente el estatuto de la palabra, lo reformulan y lo satelizan como una prótesis opcional, muy lejos del rectorado de otros tiempos. Frente a esto, se suele decir que el lenguaje ha perdido capacidad reflexiva y potencia expresiva, como heideggerianamente sostiene Juan Pablo Ringelheim en “La ventana” (Página/12, 20/07/2011). Nada más lejos. Apartarse del logos es la condición para pensar críticamente.
El pasaje de un lenguaje logocéntrico a uno transmediático, tanto como la expansión de un sujeto que se ve permanentemente transformado por lo que conoce, tiene connotaciones políticas considerables. Entre otras cosas, porque el nuevo lenguaje desafía el alcance y el sentido de la cultura política. Las nuevas generaciones viven una atmósfera instituyente que rescata y pone en escena una idea divergente del mundo que la osificación del lenguaje había proscripto, pero que persistía como saber histórico. Hablamos de un sujeto político que ha abandonado la postergación personal, la preclaridad y la conducción programática para entregarse a una interpretación colectiva permanente, a un juego semántico cosmopolita que empatiza objetivos desde lo general a lo particular (ver http://playingforchange.org/).
Estas prácticas convierten a la corteza terrestre en una trama neuronal en la que se produce una suerte de sinapsis permanente. Acontece un terremoto en Japón y el mundo entra en estado de alerta colaborativa. Las revueltas de Medio Oriente dialogan con “los indignados” de Europa. Estas experiencias colectivas están generando condiciones macropolíticas que se despliegan en una dimensión temporo-espacial nueva, muy lejos del registro en que todavía lo leen los medios tradicionales y –por el momento– las ciencias sociales. Como dice Manuel Castells, “somos redes conectadas a un mundo de redes” que están construyendo otras narraciones políticas, en las antípodas de la gravedad, la desconfianza, la tristeza y el pesimismo centroeuropeo. Es una idea del mundo que busca su mejor expresión y transita hacia lo “realmente posible”, en el sentido que Pancho Aricó recuperaba a Ernst Bloch: como aquellas condiciones que no están todavía todas reunidas pero que sin embargo ejercen una mediación creciente hacia la posibilidad.
El pensamiento abandonó el canon de profundidad, inmersión y gravedad, para refrescarse en la extensión, el surfeo y el juego. El nuevo mundo asume que pensar –como tempranamente lo fue para Vigotsky– es acción, es experiencia, es interacción comunicativa. De este modo, el pensamiento se desprende de la lógica racional para volverse acción sistémica, relativa a un recorrido y a una secuencia aleatoria de relaciones no jerárquicas. El diálogo entre pensamiento y conocimiento también ha cambiado. El conocimiento ha perdido su lugar a manos de un saber vivo, lábil, mutable, extenso, con valor circunstancial. Lo que hoy ayuda se utiliza y comparte; mañana, cuando ya no sirva, se desechará y se compartirán otras cosas.
Bajo esa concepción, la gente (fundamentalmente los jóvenes) ponen a disposición del mundo material bibliográfico, cinematográfico, discográfico, artístico, técnico, científico, y de la más variada índole, incluso aquel que ni la escuela ni la ciencia han sistematizado aún. Esto demuestra no sólo la extensión de un espíritu cooperativo pocas veces visto, sino también el asombroso desarrollo de una expertiz plebeya. Es decir, se genera saber con un alto contenido social para diferentes niveles de demanda, pero por afuera de las estructuras reconocidas porque no existe una institucionalidad acorde.
La implicación colaborativa de los jóvenes en los asuntos públicos, desde lo político-social hasta el medio ambiente, da cuenta de esta impronta epocal.
El lenguaje, que hasta ayer era la morada del Ser y la estructura que sostenía la lógica del sentido, ya no puede ocultar las fisuras de un logocentrismo que, en su declinación, arrastra consigo una cosmovisión y toda la gama de dispositivos subsidiarios que conformaban la cultura occidental hegemónica. Esta defección y el desarrollo de la tecnología digital habilitaron la multiplicación de recursos comunicativos que no precisan, en términos estrictos, de la palabra.
El lenguaje del nuevo mundo es ligero. Sus texturas son abiertas y, aunque no abandonan totalmente el estatuto de la palabra, lo reformulan y lo satelizan como una prótesis opcional, muy lejos del rectorado de otros tiempos. Frente a esto, se suele decir que el lenguaje ha perdido capacidad reflexiva y potencia expresiva, como heideggerianamente sostiene Juan Pablo Ringelheim en “La ventana” (Página/12, 20/07/2011). Nada más lejos. Apartarse del logos es la condición para pensar críticamente.
El pasaje de un lenguaje logocéntrico a uno transmediático, tanto como la expansión de un sujeto que se ve permanentemente transformado por lo que conoce, tiene connotaciones políticas considerables. Entre otras cosas, porque el nuevo lenguaje desafía el alcance y el sentido de la cultura política. Las nuevas generaciones viven una atmósfera instituyente que rescata y pone en escena una idea divergente del mundo que la osificación del lenguaje había proscripto, pero que persistía como saber histórico. Hablamos de un sujeto político que ha abandonado la postergación personal, la preclaridad y la conducción programática para entregarse a una interpretación colectiva permanente, a un juego semántico cosmopolita que empatiza objetivos desde lo general a lo particular (ver http://playingforchange.org/).
Estas prácticas convierten a la corteza terrestre en una trama neuronal en la que se produce una suerte de sinapsis permanente. Acontece un terremoto en Japón y el mundo entra en estado de alerta colaborativa. Las revueltas de Medio Oriente dialogan con “los indignados” de Europa. Estas experiencias colectivas están generando condiciones macropolíticas que se despliegan en una dimensión temporo-espacial nueva, muy lejos del registro en que todavía lo leen los medios tradicionales y –por el momento– las ciencias sociales. Como dice Manuel Castells, “somos redes conectadas a un mundo de redes” que están construyendo otras narraciones políticas, en las antípodas de la gravedad, la desconfianza, la tristeza y el pesimismo centroeuropeo. Es una idea del mundo que busca su mejor expresión y transita hacia lo “realmente posible”, en el sentido que Pancho Aricó recuperaba a Ernst Bloch: como aquellas condiciones que no están todavía todas reunidas pero que sin embargo ejercen una mediación creciente hacia la posibilidad.
* Director académico de Lectura Mundi (Unsam). Director de la Facultad Libre de Rosario. Docente de Pensamiento Contemporáneo. Blog: http://jengibre.tumblr.com/
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