Por Andrea Homene *
Jonathan fue abatido por la policía “en un enfrentamiento”, aunque luego la autopsia reveló que presentaba tres orificios de bala con entrada por su espalda. Jonathan no fue noticia en los periódicos. Como no lo son muchos de los jóvenes que aparecen muertos en los pasillos de los barrios carenciados.
La condición de ser humilde y morocho define un sector de la población adolescente con mayores probabilidades de ser víctimas de excesos en la represión. O de la discriminación, como “El Salteño”, brillante estudiante del colegio Carlos Pellegrini a quien, por ser “negro”, nunca dejaban entrar a las fiestas de egresados en los boliches de la ciudad de Buenos Aires, aun cuando exhibía su carnet de alumno del colegio universitario. Hasta llegaban a decirle que lo iban a denunciar por haberle robado el carnet a algún otro chico.
Pero Jonathan, a quien traté, es un caso testigo del fracaso de las instituciones: desnutrición en su infancia, con la consecuencia de déficit intelectual; abandono temprano de la escolaridad, sin que se hayan tomado medidas desde la escuela para que el chico retomara los estudios cuando dejó de asistir a clases a los 8 años; consumo de drogas, y a su madre le fue imposible lograr que su hijo fuera internado en algún centro de rehabilitación del sistema público; en cambio, alojamiento durante un año en un “centro de recepción” de régimen cerrado; muerte en la calle con tres impactos de bala en su espalda, por la policía. Todo en 16 años.
Cuando entrevisto a muchos de estos jóvenes en conflicto con la ley, se reitera un factor: la expectativa de vida que tienen para ellos mismos rara vez supera los 25 años. Me pregunto entonces qué ha pasado con ellos, cómo ha sido su vida hasta ese momento (ninguno supera los 17 años), para que su existencia transcurra en una inmediatez que resulta dramática: carecen de la posibilidad de proyectarse en un futuro que contemple alguna ilusión; están habituados a la muerte de sus pares, de modo tal que no los inquieta demasiado la posibilidad de morirse o de ser muertos por la policía; han padecido en su mayoría la pérdida de padres o hermanos de manera trágica y temprana. Atravesados por el discurso capitalista, anhelan “tener para ser”, del mismo modo que muchos otros jóvenes, con la diferencia de que ellos no cuentan con la posibilidad de pensar que algo de aquello que quieren pueda ser alcanzado a mediano o largo plazo, y muchas veces esta imposibilidad dispara conductas delictivas que acortan la distancia entre lo anhelado y su obtención: “Quería las zapatillas buenas y no me las iba a poder comprar nunca”, es fórmula reiterada. La impotencia los lleva al acto.
Se sabe que la castración inaugura el campo del deseo, que “eso que falta” constituye el motor que impulsa la búsqueda de ese encuentro siempre fallido, pero que a la vez justamente por eso es incesante. Pero para que esta operación castración, fundante del sujeto en tanto deseante, se lleve acabo más o menos eficazmente, es condición previa la existencia de un Otro que aloje y haga objeto de su propio deseo a ese sujeto en constitución. Cuando el Otro se ve imposibilitado de constituir como objeto de su deseo a ese niño, el proceso de libidinización se ve seriamente afectado. Y un niño escasamente libidinizado dispondrá de escasa libido para poder sostenerse en el aprendizaje y en la actividad cotidiana.
La falla en la función materna puede detectarse en muchos casos de menores en conflicto con la ley. Un error frecuente es suponer que la instancia que falló es la paterna, normativizante, y promover supuestas soluciones tendientes a instalar o reforzar esa función: esto favorece un deslizamiento hacia lo punitivo que difícilmente modifique la posición del sujeto.
En el abordaje de los jóvenes en conflicto con la ley se pone en evidencia que ciertos movimientos en la posición subjetiva sólo son posibles en la medida en que el joven encuentra un Otro capaz de alojarlo en el campo del deseo, reduciendo la exposición al goce del Otro; esto promueve la asunción de la responsabilidad subjetiva.
El recurso del castigo o la punición acentúa, por el contrario, dicha exposición al goce; refuerza un circuito de goces en los que tanto el sujeto como el otro son tratados como objetos para la satisfacción pulsional no mediatizada por el deseo.
Si el tratamiento que se aplica a quien ha transgredido la ley consiste en la exhibición de un poder que humilla al sujeto, objetalizándolo, y mostrándole cómo resulta posible gozar al otro impunemente, no será extraño que, al salir en libertad, ese sujeto reincida en conductas transgresoras aún más crueles que las que causaron su detención.
La condición de ser humilde y morocho define un sector de la población adolescente con mayores probabilidades de ser víctimas de excesos en la represión. O de la discriminación, como “El Salteño”, brillante estudiante del colegio Carlos Pellegrini a quien, por ser “negro”, nunca dejaban entrar a las fiestas de egresados en los boliches de la ciudad de Buenos Aires, aun cuando exhibía su carnet de alumno del colegio universitario. Hasta llegaban a decirle que lo iban a denunciar por haberle robado el carnet a algún otro chico.
Pero Jonathan, a quien traté, es un caso testigo del fracaso de las instituciones: desnutrición en su infancia, con la consecuencia de déficit intelectual; abandono temprano de la escolaridad, sin que se hayan tomado medidas desde la escuela para que el chico retomara los estudios cuando dejó de asistir a clases a los 8 años; consumo de drogas, y a su madre le fue imposible lograr que su hijo fuera internado en algún centro de rehabilitación del sistema público; en cambio, alojamiento durante un año en un “centro de recepción” de régimen cerrado; muerte en la calle con tres impactos de bala en su espalda, por la policía. Todo en 16 años.
Cuando entrevisto a muchos de estos jóvenes en conflicto con la ley, se reitera un factor: la expectativa de vida que tienen para ellos mismos rara vez supera los 25 años. Me pregunto entonces qué ha pasado con ellos, cómo ha sido su vida hasta ese momento (ninguno supera los 17 años), para que su existencia transcurra en una inmediatez que resulta dramática: carecen de la posibilidad de proyectarse en un futuro que contemple alguna ilusión; están habituados a la muerte de sus pares, de modo tal que no los inquieta demasiado la posibilidad de morirse o de ser muertos por la policía; han padecido en su mayoría la pérdida de padres o hermanos de manera trágica y temprana. Atravesados por el discurso capitalista, anhelan “tener para ser”, del mismo modo que muchos otros jóvenes, con la diferencia de que ellos no cuentan con la posibilidad de pensar que algo de aquello que quieren pueda ser alcanzado a mediano o largo plazo, y muchas veces esta imposibilidad dispara conductas delictivas que acortan la distancia entre lo anhelado y su obtención: “Quería las zapatillas buenas y no me las iba a poder comprar nunca”, es fórmula reiterada. La impotencia los lleva al acto.
Se sabe que la castración inaugura el campo del deseo, que “eso que falta” constituye el motor que impulsa la búsqueda de ese encuentro siempre fallido, pero que a la vez justamente por eso es incesante. Pero para que esta operación castración, fundante del sujeto en tanto deseante, se lleve acabo más o menos eficazmente, es condición previa la existencia de un Otro que aloje y haga objeto de su propio deseo a ese sujeto en constitución. Cuando el Otro se ve imposibilitado de constituir como objeto de su deseo a ese niño, el proceso de libidinización se ve seriamente afectado. Y un niño escasamente libidinizado dispondrá de escasa libido para poder sostenerse en el aprendizaje y en la actividad cotidiana.
La falla en la función materna puede detectarse en muchos casos de menores en conflicto con la ley. Un error frecuente es suponer que la instancia que falló es la paterna, normativizante, y promover supuestas soluciones tendientes a instalar o reforzar esa función: esto favorece un deslizamiento hacia lo punitivo que difícilmente modifique la posición del sujeto.
En el abordaje de los jóvenes en conflicto con la ley se pone en evidencia que ciertos movimientos en la posición subjetiva sólo son posibles en la medida en que el joven encuentra un Otro capaz de alojarlo en el campo del deseo, reduciendo la exposición al goce del Otro; esto promueve la asunción de la responsabilidad subjetiva.
El recurso del castigo o la punición acentúa, por el contrario, dicha exposición al goce; refuerza un circuito de goces en los que tanto el sujeto como el otro son tratados como objetos para la satisfacción pulsional no mediatizada por el deseo.
Si el tratamiento que se aplica a quien ha transgredido la ley consiste en la exhibición de un poder que humilla al sujeto, objetalizándolo, y mostrándole cómo resulta posible gozar al otro impunemente, no será extraño que, al salir en libertad, ese sujeto reincida en conductas transgresoras aún más crueles que las que causaron su detención.
* Psicoanalista. Perito psicóloga en la Defensoría General de Morón
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