jueves, 11 de agosto de 2011

"YO SÉ QUE GOLPEÉ A MI MUJER"



La experiencia en uno de los centros terapéuticos que, en Francia, trabajan con hombres condenados penalmente por violencia conyugal: intervienen sobre “los procesos psicológicos que engendran la violencia, para evitar recidivas y repeticiones de generación en generación. La terapia a los responsables de violencia conyugal se considera indispensable para proteger a las víctimas”.

Por Andrea Pellegrini *


El número de mujeres muertas como consecuencia de la violencia de género en manos de su compañero o ex compañero sigue siendo muy elevado. Las cifras son escalofriantes. En Francia, cada tres días una mujer muere golpeada por su cónyuge en su propia casa. Las víctimas mortales muestran únicamente la punta del iceberg de la violencia y discriminación que sufren. Sólo el 9 por ciento de ellas se atreve a franquear la esfera privada y a denunciar la situación. El problema de la agresión de géneros no puede entenderse solamente como un problema personal. El comportamiento del hombre violento puede inscribirse en un tipo de personalidad determinada, pero esto no basta para explicarlo. La violencia se entiende en un contexto sociocultural, en un proceso de construcción social de los géneros y en particular de la construcción de la identidad masculina. De esto, ellos, los protagonistas de la violencia conyugal, hablan mejor que nadie. En Francia existen siete centros que atienden a estos hombres. Estas asociaciones les proponen un espacio de palabra donde se pueda decir algo sobre la violencia, y desde hace unos años estas mediaciones son un complemento indispensable para la protección de las víctimas. No bastan los límites impuestos por la ley: una intervención terapéutica es indispensable si se pretende rever los procesos psicológicos que engendran la violencia y así evitar las recidivas y repeticiones de generación en generación.
Durante un año concurro, en calidad de observadora, al proyecto piloto de una asociación afiliada a la Fnacav (Federación Nacional de Asociaciones y Centros para Autores de Violencia Conyugales y Familiares), que trabaja en estrecha colaboración con el Servicio Penitenciario de Inserción. Los hombres allí reunidos lo están por obligación, por una decisión de la Justicia. Algunos, para asistir, salen de la cárcel donde están detenidos; otros están bajo libertad condicional; otros, presos domiciliarios, llevan pulsera electrónica. Todos están condenados por violencia conyugal en todas sus formas: física, verbal y sexual. El grupo es representativo de la realidad. El infierno conyugal existe en todos los medios sociales y culturales. Están reunidos bajo la misma consigna un jardinero, un investigador, un albañil, un funcionario de Tribunales, un barman, un comerciante, un electricista. De la banalización a la toma de conciencia, del enojo a la aceptación, de lo factual a lo íntimo, el camino es largo y sinuoso.
Todos empiezan por defenderse, por hablar de la violencia desencadenada por el otro: la mujer. La versión más común es la del accidente. Son incapaces de reconocerse como hombres violentos y tratan de justificar sus conductas como respuestas a un contexto particular. El pasaje al acto se cuenta como un desborde en una situación excepcional. Mohamed es un hombre de treinta años con aspecto de gordo bonachón, de esos que tienen aspecto de no matar a una mosca. Está condenado a diez meses de cárcel porque su mujer lo denunció, luego de un altercado: “Ella insultó a mi madre y yo le di una patada en la pierna y me fui, me fui a dar una vuelta porque me sacó... Los vecinos la llevaron al hospital y con un certificado del médico le hicieron firmar la denuncia... Yo no sabía nada de todo esto, salí a tomar aire... Es cualquier cosa... ¡Soy un tipo calmo!”.
Remi, funcionario, veinte años, banaliza y evoca lo pasado como un percance. Al escucharlo, parece estar hablando de un accidente en la ruta: “En el medio de la discusión se me cruzó y me topé con ella, la choqué, chocamos, pero fue excepcional... La decisión de la Justicia es exagerada. ¡Ni siquiera tenía un moretón!”.
Los demás asienten con la cabeza. Es la primera impresión compartida: la de injusticia. Todos coinciden en que las medidas legales son desmedidas, todos afirman haberse sentido desbordados en el medio de una pelea, pero minimizan los hechos, los golpes, las marcas sobre el cuerpo: “Fue sólo una pelea”; “La empujé y se cayó mal”; “Ella se hace moretones fácilmente”; “Le di un par de bofetadas, es todo, ¡ya es historia!”. Los golpes son para ellos insignificantes. Lo que los afecta efectivamente es la decisión judicial, porque a partir de ahí la violencia se hace palpable y la visibilidad de sus actos los empieza a incomodar. La sentencia es en un primer momento más traumática que lo sucedido en la esfera íntima.
“Lo que más me aterrorizó fue ir al tribunal. Me vinieron a buscar a casa a las diez de la mañana”, dice Alex, un chico de veinticuatro años que trabaja en unos de los bares más top de la ciudad. “Lo más duro de toda esta historia es tener que llevar una pulsera eléctrica, saber que la tenés todo el tiempo para dormir, para bañarte...”
La medida de la Justicia marca el principio de una toma de conciencia de la gravedad de los hechos cometidos; por eso, una de las prioridades del gobierno francés y de la Federación es articular la ley con la toma de conciencia. Este es un momento crucial en la vida de estos hombres: la articulación entre lo público y lo íntimo, entre lo social y lo personal. Hablar es para ellos difícil, pero lograr que se expresen es una manera de empezar a proteger a las mujeres. La mayoría son hombres de “acción” y tienen una real dificultad de elaboración y simbolización.
Representaciones mentales insuficientes hacen que durante muchas sesiones su discurso se organice en torno de la realidad concreta y lo más trivial: hablan de sus oficios, de lo cotidiano, de mecánica, con lujo de detalles. La resistencia a abordar el mundo interno e íntimo es un denominador común. Aquel día Alex, bajo libertad condicional, estaba angustiado porque su nueva compañera se instalaba en su casa y no estaba al tanto del infierno vivido con su pareja anterior, pero habló casi toda la sesión de los problemas que le daba la instalación eléctrica que estaba colocando en una casa. Diez minutos antes de terminar la sesión, Anthony dice: “¿Pero de qué diablos estamos hablando?! ¡Estamos siempre meando fuera del tarro!”.
Todos los sujetos del grupo tienen esquemas bien aferrados sobre la relación entre hombres y mujeres, justificados por un discurso social dominante muy marcado. Durante las sesiones se conversa mucho de mujeres: de la propia y de todas las otras, porque “son un género aparte”; “son todas iguales”; “cuando no querés que se vaya tu hombre tenés que hacer un mínimo, ¿no?”; “te confunden todas y te enroscan con sus bobadas”; “y sí, muchachos, tenemos todos el mismo modelo” (hablando de sus mujeres).
Entre ellos se enfurecen contra “ellas” y coinciden en casi todo. En esos momentos nadie parece tener conciencia del carácter sexuado de sus palabras y aun menos del de sus actos: “¡Y qué, ella también un día me dio una bofetada y no por eso llamé a la policía!”.
Ese día estamos sólo dos mujeres en el grupo, la terapeuta y yo, pero nuestra presencia real ha sido momentáneamente olvidada y uno de ellos protesta: “¿Por qué no hay nunca mujeres en el grupo, eh?... ¿Por qué?... ¿Dónde están las mujeres?... ¿No podríamos invitarlas ya que tienen tanto que decir?”. La sesión finaliza con una suerte de conclusión: “Mi jefa, mi vieja, mi tía, mi mujer, son todas iguales, me tratan todas de la misma manera: me comen el coco”. Y todos asienten.
Estos hombres dicen mucho a pesar de ellos, de los lugares asignados e inamovibles que ocupan y que explican la complejidad de la violencia entre hombres y mujeres, que se engendra siempre en la conjunción de representaciones rígidas de la diferencia de géneros, en la reproducción de los modelos familiares, en una incapacidad o falta de elaboración y simbolización de los acontecimientos de la vida.
El grupo funciona como una contención para estos hombres: favorece la expresión de los conflictos personales. Las historias de unos resuenan y hacen eco en los otros: “Si fuese el único en el mundo, estaría en un psiquiátrico –dice Anthony–. Al menos sé que no soy el único idiota sobre esta tierra”. Constituyen un grupo de pertenencia desde el cual cada uno va separándose y definiéndose a partir de su propia historia: “Tu historia me hace pensar en la mía, pero cada historia es distinta, ¿no?”, le dice Alex a Anthony. “Sí, parecida, salvo que yo esperé trece años antes de separarme.”
Desde sus lugares rígidos y a pesar de sus palabras recurrentes, estos hombres nos enseñan mucho sobre la complejidad de la violencia entre hombres y mujeres. En esa zona oscura de convergencia de historias de vida, de modelos familiares, de representaciones rígidas sobre la diferencia de sexos y de la incapacidad para elaborar todo esto, allí se dilucida de a poco el surgimiento de la violencia. La palabra va reemplazando paulatinamente los efectos de separación que representan, para estos sujetos, los golpes. Transformar el pasaje al acto en acto de pasaje es el trabajo al cual nos abocamos en cada sesión. Y la palabra se vuelve cada vez más significativa.
El año se termina y mi misión llega a término. Alex deja el grupo porque se va a vivir a otra ciudad: “Hace más de un año que asisto al grupo y hoy me voy... Yo tenía muchos prejuicios, el grupo me daba miedo. No quería hablar de lo sucedido con todo el mundo, pero hoy me siento bien en el grupo, aunque haya cosas de las cuales todavía me da vergüenza hablar... Es bueno poder analizar para no repetir... Lo que pasó es un punto negro en mi currículum, una mancha en mi vida... No quiero reproducir el esquema de mi padre, que es para mí como una ruta trazada de antemano, y hacer daño a la gente que quiero... Viéndonos a todos aquí reunidos, empiezo a decirme que, si bien no es un acto lo que resume al hombre que uno tiene enfrente, incluso si ustedes no me conocieran, yo sé que golpeé a mi mujer, y vuelvo a ver la escena una y otra vez y sé cómo puedo ser a veces, cómo soy en definitiva. Es una mancha en mí, visible y resistente. Aquí pude hablar del problema que me habita: la violencia”.
Esa fue también mi última sesión. Día de despedidas. Una vez más, cuestión de separaciones.




* Licenciada en Lingüística y Psicoanálisis, Universidad de Paul Valéry. Montpellier, France. El texto se publicará este año en el sitio de la Fédération Nationale des Associations et des Centres de Prise en Charge d’Auteurs de Violences Conjugales et Familiaires (Fcanav).
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