La entidad se llama Proyecto Cambio y funciona a puertas abiertas: no hay encierro, ni el duro régimen disciplinario propio de otras comunidades. Apuestan a la reconstrucción de los lazos familiares. Y por eso es fundamental la presencia de padres, hermanos y amigos.
Por Carlos Rodríguez
Por Carlos Rodríguez
La sede de Proyecto Cambio funciona, desde hace 21 años, en una vieja casona de Palermo, con sus dos plantas, su galería y el parque al fondo. En ese lugar acogedor, el psiquiatra Gastón Mazieres y la licenciada en psicología Susana Barilari vienen desarrollando, con éxito, un tratamiento para jóvenes y adultos que han caído en la adicción a las drogas que está alejado de las recetas habituales. “Nada de psicología clásica con medicación e internaciones”, aclara Mazieres. La fórmula se asienta en un tratamiento ambulatorio con reuniones semanales que tienen “una diferencia fundamental” con ese esquema clásico y que “parten de propiciar, desde el inicio, la convivencia cotidiana con el grupo familiar y su red social sana, estimulándose la participación laboral o educativa obligatoria. La idea es recomponer ese vínculo familiar que estaba roto y empezar de nuevo”.
Tanto Barilari como Mazieres afirman que la mayoría de los que llegan son “chicos de 20 a 26 años que nunca trabajaron y que duermen hasta las cinco de la tarde”. Luego de un mes de adaptación, se les exige como condición determinante que se consigan un empleo o que retomen los estudios –casi siempre abandonados por la dependencia de la droga–. “Con las recetas tradicionales, lo que hace la familia es depositar al chico en un lugar, como si llevara el coche al taller mecánico y se dicen ‘lo paso a buscar dentro de siete meses’, y cuando el chico vuelve, vuelve a la misma estructura.” Entonces “se repite el mismo nivel de recaídas enorme que existe, mientras que nosotros tenemos entre un 80 u 82 por ciento de casos que jamás volvieron a caer”. En la actualidad, son cincuenta los pacientes que concurren al tratamiento de Proyecto Cambio.
Susana Barilari destaca que no usan la palabra “adicto” porque es un término que “estigmatiza”. Ellos prefieren hablar de “gente que consume sustancias”. Los responsables de Proyecto Cambio vienen trabajando desde mediados de los ochenta, cuando realizaron la residencia en el Hospital Borda, en el área de familias en los consultorios externos. En esos años viajaron a Estados Unidos para aprender “terapia familiar, desde una lectura sistémica. Estudiamos lo relacional, los vínculos, y cuando volvimos a la Argentina, que en los ochenta era un país de tránsito de la droga, empezamos a trabajar con nuestro tratamiento en 1988/89. Desde los noventa somos un país de consumo y la situación se agravó”.
“Siempre estuvimos apoyados en tres pilares. Uno es la inclusión de la familia en la red social. Esa es la condición básica. El segundo es el trabajo con grupos de pares, de padres por un lado, de hermanos por otro, y de grupos de amigos.” Cuando alguien ingresa al tratamiento “en poco tiempo está rodeado de padres, hermanos y amigos que lo quieren, y con los que habían quebrado virtualmente el vínculo por el consumo de sustancias”. En el primer mes se hacen tres o cuatro reuniones semanales, en las que tienen un rol muy importante, para convencer al recién llegado, “los chicos o adultos que se han recuperado y que con su experiencia tienen mucho que transmitir a los que están pasando por la peor etapa”.
Al cabo de ese primer mes “de admisión”, el que quiera quedarse para seguir el tratamiento “tiene que cumplir la tercera condición, una de las normas básicas del programa, y la más importante de todas: tiene que trabajar o estudiar. Acá no hay nadie que no trabaje o estudie. Y eso lo controlamos. Es obligatorio levantarse todos los días a las ocho y acostarse a las doce de la noche”. El trabajo cotidiano tiene que tener una exigencia de por lo menos “seis horas diarias” para que el paciente “no se quede solo en su casa cuando su familia sale a trabajar, porque esas horas son las que se usan para llamar al ‘dealer’”.
Mazieres afirma que “la gran diferencia con las internaciones es que nosotros mantenemos el contacto con la familia, el contacto cotidiano”. Sostiene que han tenido casos “de personas que pudieron recuperar su trabajo en bancos o en empresas importantes, o en sus propios estudios”, a medida que va avanzando el tratamiento ambulatorio, que puede durar hasta dos años y medio o tres. En algunos casos, el que convence al paciente para que inicie el tratamiento “es un hermano o un amigo, ni siquiera los padres, pero después nosotros hacemos un esfuerzo para acercar a toda la familia”. Para los padres, una vez que pasó el período de adaptación, “es obligatorio que vengan a las reuniones”. Mientras los chicos hacen terapia grupal, en grupos de hasta veinte personas, los padres dialogan entre ellos en el parque que tiene la institución o en alguna dependencia de la casa. Los sábados hay reuniones para “hacer música, jugar al fútbol o realizar actividades recreativas entre todos, pacientes, hermanos, padres, amigos, novias, tíos y hasta algunos patrones de los chicos, que en algunos casos son los que los trajeron porque estaban encariñados con ellos y no podía tolerar verlos de la manera en que estaban”.
Susana Barilari sostiene que “en los primeros tiempos hay que trabajar con la familia, porque a veces son los padres los que vienen primero, a fin de darles mecanismos para que puedan convencer a sus hijos de que tienen que empezar el tratamiento. Siempre se busca, en cada familia, al referente importante para que cumpla esa labor de convencimiento”. Mazieres subraya que no se detienen tanto “en qué consume y cuánto consume. Lo que vemos son las conductas del pibe en la casa, si es agresivo, si es violento, si tiene maltrato. Lo que hay que recomponer, como base esencial, es la relación con su familia y con su grupo de amigos sanos”.
El problema más reiterado es que, por lo general “la familia está como bloqueada, no sabe cómo ponerle límites. Acepta todo este maltrato, está como anestesiada y se crea un circuito de maltrato y de tolerancia”. El trabajo se hace “sobre los dos polos y al mismo tiempo; eso es clave, eso es lo importante y no el dosaje de orina. Hay que romper con el circuito viejo que permitía el mantenimiento del consumo”.
–Los chicos empiezan a venir y cuando retornan a sus hogares ¿siguen consumiendo?
–Aprenden acá que, sin acompañamiento, cualquier movimiento es de riesgo, porque no tienen ningún impedimento para volver a drogarse. Se empieza a desarrollar un plan de cura y los chicos ya no salen solos de la casa. Una de las normas es que no vuelvan a ver a los amigos con los que consumían. Cuando llegamos a este punto, el chico ya aceptó este proceso, aunque le cueste, aunque rezongue, porque está poniendo parte de sí y tiene que hacerlo. Lo hacen por lo general por los padres, no por ellos. Los que vienen consumen cocaína y el 90 por ciento de los que llegan acepta quedarse. Eso pasa con los chicos, con los adultos es diferente. El adulto llega sólo porque la esposa le puso un límite. Cuando llega es porque está muy mal y quiere evitar que se le destruya toda la estructura familiar.
Todos los pacientes que han tenido alguna experiencia en otro centro de rehabilitación concuerdan en que la diferencia con Proyecto Cambio es que “acá no hay represión”.
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Tanto Barilari como Mazieres afirman que la mayoría de los que llegan son “chicos de 20 a 26 años que nunca trabajaron y que duermen hasta las cinco de la tarde”. Luego de un mes de adaptación, se les exige como condición determinante que se consigan un empleo o que retomen los estudios –casi siempre abandonados por la dependencia de la droga–. “Con las recetas tradicionales, lo que hace la familia es depositar al chico en un lugar, como si llevara el coche al taller mecánico y se dicen ‘lo paso a buscar dentro de siete meses’, y cuando el chico vuelve, vuelve a la misma estructura.” Entonces “se repite el mismo nivel de recaídas enorme que existe, mientras que nosotros tenemos entre un 80 u 82 por ciento de casos que jamás volvieron a caer”. En la actualidad, son cincuenta los pacientes que concurren al tratamiento de Proyecto Cambio.
Susana Barilari destaca que no usan la palabra “adicto” porque es un término que “estigmatiza”. Ellos prefieren hablar de “gente que consume sustancias”. Los responsables de Proyecto Cambio vienen trabajando desde mediados de los ochenta, cuando realizaron la residencia en el Hospital Borda, en el área de familias en los consultorios externos. En esos años viajaron a Estados Unidos para aprender “terapia familiar, desde una lectura sistémica. Estudiamos lo relacional, los vínculos, y cuando volvimos a la Argentina, que en los ochenta era un país de tránsito de la droga, empezamos a trabajar con nuestro tratamiento en 1988/89. Desde los noventa somos un país de consumo y la situación se agravó”.
“Siempre estuvimos apoyados en tres pilares. Uno es la inclusión de la familia en la red social. Esa es la condición básica. El segundo es el trabajo con grupos de pares, de padres por un lado, de hermanos por otro, y de grupos de amigos.” Cuando alguien ingresa al tratamiento “en poco tiempo está rodeado de padres, hermanos y amigos que lo quieren, y con los que habían quebrado virtualmente el vínculo por el consumo de sustancias”. En el primer mes se hacen tres o cuatro reuniones semanales, en las que tienen un rol muy importante, para convencer al recién llegado, “los chicos o adultos que se han recuperado y que con su experiencia tienen mucho que transmitir a los que están pasando por la peor etapa”.
Al cabo de ese primer mes “de admisión”, el que quiera quedarse para seguir el tratamiento “tiene que cumplir la tercera condición, una de las normas básicas del programa, y la más importante de todas: tiene que trabajar o estudiar. Acá no hay nadie que no trabaje o estudie. Y eso lo controlamos. Es obligatorio levantarse todos los días a las ocho y acostarse a las doce de la noche”. El trabajo cotidiano tiene que tener una exigencia de por lo menos “seis horas diarias” para que el paciente “no se quede solo en su casa cuando su familia sale a trabajar, porque esas horas son las que se usan para llamar al ‘dealer’”.
Mazieres afirma que “la gran diferencia con las internaciones es que nosotros mantenemos el contacto con la familia, el contacto cotidiano”. Sostiene que han tenido casos “de personas que pudieron recuperar su trabajo en bancos o en empresas importantes, o en sus propios estudios”, a medida que va avanzando el tratamiento ambulatorio, que puede durar hasta dos años y medio o tres. En algunos casos, el que convence al paciente para que inicie el tratamiento “es un hermano o un amigo, ni siquiera los padres, pero después nosotros hacemos un esfuerzo para acercar a toda la familia”. Para los padres, una vez que pasó el período de adaptación, “es obligatorio que vengan a las reuniones”. Mientras los chicos hacen terapia grupal, en grupos de hasta veinte personas, los padres dialogan entre ellos en el parque que tiene la institución o en alguna dependencia de la casa. Los sábados hay reuniones para “hacer música, jugar al fútbol o realizar actividades recreativas entre todos, pacientes, hermanos, padres, amigos, novias, tíos y hasta algunos patrones de los chicos, que en algunos casos son los que los trajeron porque estaban encariñados con ellos y no podía tolerar verlos de la manera en que estaban”.
Susana Barilari sostiene que “en los primeros tiempos hay que trabajar con la familia, porque a veces son los padres los que vienen primero, a fin de darles mecanismos para que puedan convencer a sus hijos de que tienen que empezar el tratamiento. Siempre se busca, en cada familia, al referente importante para que cumpla esa labor de convencimiento”. Mazieres subraya que no se detienen tanto “en qué consume y cuánto consume. Lo que vemos son las conductas del pibe en la casa, si es agresivo, si es violento, si tiene maltrato. Lo que hay que recomponer, como base esencial, es la relación con su familia y con su grupo de amigos sanos”.
El problema más reiterado es que, por lo general “la familia está como bloqueada, no sabe cómo ponerle límites. Acepta todo este maltrato, está como anestesiada y se crea un circuito de maltrato y de tolerancia”. El trabajo se hace “sobre los dos polos y al mismo tiempo; eso es clave, eso es lo importante y no el dosaje de orina. Hay que romper con el circuito viejo que permitía el mantenimiento del consumo”.
–Los chicos empiezan a venir y cuando retornan a sus hogares ¿siguen consumiendo?
–Aprenden acá que, sin acompañamiento, cualquier movimiento es de riesgo, porque no tienen ningún impedimento para volver a drogarse. Se empieza a desarrollar un plan de cura y los chicos ya no salen solos de la casa. Una de las normas es que no vuelvan a ver a los amigos con los que consumían. Cuando llegamos a este punto, el chico ya aceptó este proceso, aunque le cueste, aunque rezongue, porque está poniendo parte de sí y tiene que hacerlo. Lo hacen por lo general por los padres, no por ellos. Los que vienen consumen cocaína y el 90 por ciento de los que llegan acepta quedarse. Eso pasa con los chicos, con los adultos es diferente. El adulto llega sólo porque la esposa le puso un límite. Cuando llega es porque está muy mal y quiere evitar que se le destruya toda la estructura familiar.
Todos los pacientes que han tenido alguna experiencia en otro centro de rehabilitación concuerdan en que la diferencia con Proyecto Cambio es que “acá no hay represión”.
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