El autor de Historia de los Estados Unidos, Una nación entre naciones. Thomas Bender subraya que “el mayor problema con nuestro excepcionalismo es que al pensar que nuestros actos están motivados por causas nobles, no nos entra en la cabeza que alguien nos perciba como su enemigo”.
Por Facundo García
Por Facundo García
En Historia de los Estados Unidos. Una nación entre naciones (Siglo XXI), Thomas Bender encara la titánica tarea de demostrar a sus compatriotas que no son el pueblo elegido por Dios. Para ello examina los intercambios que el gigante del norte ha mantenido con el exterior, así como las influencias comerciales e intelectuales que atravesaron sus fronteras. “Muchos creen que ampliar la perspectiva del análisis histórico diluye la propia identidad, cuando en verdad es al revés. Ser ciudadano del mundo y patriota son actitudes que se perciben como opuestas, pero en el fondo son complementarias”, lanza el académico al principio de la conversación con Página/12.
En la actualidad –vía Afganistán, Irak, Yemen, Libia, Pakistán y ese conflicto difuso que los guionistas de la muerte dieron en llamar “Guerra contra el terror”– Estados Unidos tiene asegurada la demanda de armas por lo menos para los próximos diez años. Llegar a ese punto no fue cuestión de azar. Hizo falta un dispositivo simbólico elaborado con paciencia, a lo largo de generaciones, para que la agresión a “los otros” se impregnara en el sentido común. Según Bender, ese comodín es la noción de excepcionalidad. “Allá la historia mundial se enseñó sin mencionar demasiado a los Estados Unidos. E inversamente, la historia estadounidense se ha estudiado sin hablar del contexto mundial. A esto me refiero cuando hablo de excepcionalidad. Desde esta postura, no compartimos el universo con el resto. Somos ‘un fenómeno aparte’.”
–¿Cómo se relaciona esta estructura de pensamiento con el imperialismo?
–Nosotros aceptamos nuestras actividades imperialistas justamente porque nos consideramos “aparte”. Creemos que estamos ayudando a la gente que invadimos. Este excepcionalismo es intrínsecamente contradictorio: no compartimos la historia mundial, pero cualquier historia nacional extranjera nos parece una emulación de la nuestra, como si los demás debieran ir en la misma dirección. Y cuando no lo hacen, nos confundimos. Entonces nuestras intervenciones quedan justificadas porque “los vamos a hacer avanzar” como avanzamos nosotros. El objetivo final sería nuestro modo de vida, o sea “el máximo de evolución.”
Historia de los Estados Unidos aborda los procesos sociopolíticos con un enfoque amplio. En consecuencia, el rumbo de la Guerra de la Independencia se comprende a partir de la enemistad que existía entre las potencias del siglo XVIII, los pensadores “patrióticos” se revelan como lectores atentos a las corrientes teóricas foráneas y la Red Mundial –eso que muchos asocian solamente a Internet– termina siendo la derivación lógica de un extenso proceso de intercomunicación que se inició hace mucho. Nada más alejado del relato simplista que se multiplica en las pantallas.
Y no sólo en las pantallas. Sin desmerecer a los genios que nacieron en la tierra del fast food, la literatura, el cine y las artes en general han estimulado la tergiversación. Bender aclara: “El mayor problema con nuestro excepcionalismo es que al pensar que nuestros actos están motivados exclusivamente por causas nobles, no nos entra en la cabeza que alguien nos perciba como su enemigo”.
Llevando la mirada a un plano más micro, se percibe que el sueño americano se asienta sobre la enclenque silla del heroísmo individual. Al extremo de la zoncera, Estados Unidos sería al planeta lo que John Wayne al desierto de Arizona: solo, grande y pésimo para actuar en las escenas de diálogo. Contra eso lucha Bender. “Tenemos la inclinación, como muchas otras naciones, a celebrar a los héroes en reemplazo de los procesos complejos. Encima nuestros héroes contemporáneos han dejado de ser hombres de estado para convertirse en millonarios, al estilo de Donald Trump”, se lamenta. En la misma tendencia entra la figura del tipo común que avanza por su esfuerzo, un clásico al que siempre se puede echar mano. “Esta celebración del ciudadano promedio ha sido fundamental, aunque cada vez sea menos cierto que en EE.UU. hay más posibilidades de éxito que en otros sitios.”
Planteado el panorama, la propuesta de Bender se acerca al “cosmopolitismo enraizado” que defiende el filósofo ghanés Anthony Appiah. Appiah dice que la ignorancia de los intereses ajenos es un “lujo” de los que tienen suficiente poder y egoísmo como para apalear a los que se opongan a su capricho. Por otro lado, ¿quién podría analizar a un país con semejante gravitación global remitiéndose únicamente a lo que ocurra dentro de sus supuestos límites? “La ideología nacionalista del siglo XIX –agrega el autor– se incorporó desde los albores de la historia como disciplina, pero oscurece la experiencia real de las sociedades e impone una visión parroquial en una época en la que necesitamos adoptar un espíritu mucho más abierto.”
–¿Qué efectos tuvo esta tradición historiográfica en las relaciones internacionales?
–Nos cuesta posicionarnos como uno más entre otros. Estamos convencidos de que nuestra revolución fue singular, y no simplemente una de las tantas que se dieron entre 1776 y 1825. Los norteamericanos se sienten incómodos con la idea de que sus experiencias son meros episodios en procesos globales más grandes, en los que otras naciones tienen su rol.
En la actualidad –vía Afganistán, Irak, Yemen, Libia, Pakistán y ese conflicto difuso que los guionistas de la muerte dieron en llamar “Guerra contra el terror”– Estados Unidos tiene asegurada la demanda de armas por lo menos para los próximos diez años. Llegar a ese punto no fue cuestión de azar. Hizo falta un dispositivo simbólico elaborado con paciencia, a lo largo de generaciones, para que la agresión a “los otros” se impregnara en el sentido común. Según Bender, ese comodín es la noción de excepcionalidad. “Allá la historia mundial se enseñó sin mencionar demasiado a los Estados Unidos. E inversamente, la historia estadounidense se ha estudiado sin hablar del contexto mundial. A esto me refiero cuando hablo de excepcionalidad. Desde esta postura, no compartimos el universo con el resto. Somos ‘un fenómeno aparte’.”
–¿Cómo se relaciona esta estructura de pensamiento con el imperialismo?
–Nosotros aceptamos nuestras actividades imperialistas justamente porque nos consideramos “aparte”. Creemos que estamos ayudando a la gente que invadimos. Este excepcionalismo es intrínsecamente contradictorio: no compartimos la historia mundial, pero cualquier historia nacional extranjera nos parece una emulación de la nuestra, como si los demás debieran ir en la misma dirección. Y cuando no lo hacen, nos confundimos. Entonces nuestras intervenciones quedan justificadas porque “los vamos a hacer avanzar” como avanzamos nosotros. El objetivo final sería nuestro modo de vida, o sea “el máximo de evolución.”
Historia de los Estados Unidos aborda los procesos sociopolíticos con un enfoque amplio. En consecuencia, el rumbo de la Guerra de la Independencia se comprende a partir de la enemistad que existía entre las potencias del siglo XVIII, los pensadores “patrióticos” se revelan como lectores atentos a las corrientes teóricas foráneas y la Red Mundial –eso que muchos asocian solamente a Internet– termina siendo la derivación lógica de un extenso proceso de intercomunicación que se inició hace mucho. Nada más alejado del relato simplista que se multiplica en las pantallas.
Y no sólo en las pantallas. Sin desmerecer a los genios que nacieron en la tierra del fast food, la literatura, el cine y las artes en general han estimulado la tergiversación. Bender aclara: “El mayor problema con nuestro excepcionalismo es que al pensar que nuestros actos están motivados exclusivamente por causas nobles, no nos entra en la cabeza que alguien nos perciba como su enemigo”.
Llevando la mirada a un plano más micro, se percibe que el sueño americano se asienta sobre la enclenque silla del heroísmo individual. Al extremo de la zoncera, Estados Unidos sería al planeta lo que John Wayne al desierto de Arizona: solo, grande y pésimo para actuar en las escenas de diálogo. Contra eso lucha Bender. “Tenemos la inclinación, como muchas otras naciones, a celebrar a los héroes en reemplazo de los procesos complejos. Encima nuestros héroes contemporáneos han dejado de ser hombres de estado para convertirse en millonarios, al estilo de Donald Trump”, se lamenta. En la misma tendencia entra la figura del tipo común que avanza por su esfuerzo, un clásico al que siempre se puede echar mano. “Esta celebración del ciudadano promedio ha sido fundamental, aunque cada vez sea menos cierto que en EE.UU. hay más posibilidades de éxito que en otros sitios.”
Planteado el panorama, la propuesta de Bender se acerca al “cosmopolitismo enraizado” que defiende el filósofo ghanés Anthony Appiah. Appiah dice que la ignorancia de los intereses ajenos es un “lujo” de los que tienen suficiente poder y egoísmo como para apalear a los que se opongan a su capricho. Por otro lado, ¿quién podría analizar a un país con semejante gravitación global remitiéndose únicamente a lo que ocurra dentro de sus supuestos límites? “La ideología nacionalista del siglo XIX –agrega el autor– se incorporó desde los albores de la historia como disciplina, pero oscurece la experiencia real de las sociedades e impone una visión parroquial en una época en la que necesitamos adoptar un espíritu mucho más abierto.”
–¿Qué efectos tuvo esta tradición historiográfica en las relaciones internacionales?
–Nos cuesta posicionarnos como uno más entre otros. Estamos convencidos de que nuestra revolución fue singular, y no simplemente una de las tantas que se dieron entre 1776 y 1825. Los norteamericanos se sienten incómodos con la idea de que sus experiencias son meros episodios en procesos globales más grandes, en los que otras naciones tienen su rol.
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