Luis Alfredo Quispe tiene 32 años y es Aymara. Su ma-dre nació en Patacamaya y su padre en Achacachi, el pueblo más indígena y rebelde de Bolivia. De grande, Luis se casó con Daisy, y juntos se mudaron a El Alto, la ciudad que está pegaba a La Paz. Un año atrás, cuando su primer hija cumplió dos, le ofrecieron venir a trabajar a la Argentina. “Yo te haré el contacto –le dijo la dueña del lugar que alquilaban–. Ganarás 200 dólares al mes.” La oferta era tentadora: una pariente de ella tenía un taller de costura en Buenos Aires.
Les ofrecían pasaje, casa, comida y un sueldo. Queremos progresar, pensaron Luis y Daisy. Hay que esforzarse.
Una vez aquí, las cosas resultaron distintas a lo prometido. “Del sueldo –recuerda Luis– solo me pagaban 50 dólares, pero trabajaba desde las 7 de la mañana hasta las 11 de la noche. Casi no nos daban de comer y durante el día cortaban el agua. Para darle de tomar a mi hija, sacaba del depósito del inodoro.
La nena tenía prohibido entrar al taller, así que la encerraban en la pieza.” La situación tocó fondo cuando Luis pidió permiso para acompañar a Daisy al médico y le dijeron que no podía. La mujer estaba embarazada y a punto de parir, pero no hubo caso.
Ese día decidieron irse. El patrón les había dicho que si la policía los agarraba en la calle con documentos bolivianos, los deportarían. El argumento, típico de los tratantes de personas para asustar a sus víctimas, fue desmentido enseguida.
Cuando lo dejaron salir por primera vez –un sábado a comprar pan– el propio Luis se acercó a un patrullero a preguntar si estaba bien su documento. Así aprendió que nadie lo echaría de aquí.
El patrón, entonces, le propuso un acuerdo: si querían renunciar e irse, se iban a encontrar en la terminal de micros, y él les pagaría el pasaje de vuelta a Bolivia, además de todos los sueldos adeudados.
Un día entero pasó la familia Quispe en las calles de Liniers, pero el dinero prometido nunca llegó.
Al anochecer, un paisano les dio casa y comida. Fue uno de esos gestos de solidaridad que nunca se olvidan.
Después, Luis pasó por otra empresa clandestina en la que pagaban 0,50 centavos por prenda.
Allí nació su segundo hijo, al que bautizaron con el nombre del padre.
Días más tarde, Luis conoció a Zacarías Estrada Umiri, dueño de un taller de costura con 11 máquinas de costura.
Ya estaba curado de espanto, pero ese hombre regordete y tan joven como él le prometió un trato digno. “Conmigo es todo chalita, hermano”, le dijo.Y Luis le creyó. Se mudó junto a sus dos hijos y Daisy a la planta alta del taller de Lacarra al 900. En el lugar había cinco habitaciones.
En una de las piezas dormía la hermana del dueño junto a sus cuatro hijos y los abuelos de los niños. Entre ellos, había una niña que estaba a punto de cumplir los 14 años.
Zacarías Estrada fabricaba sacos para las firmas Kill y Suzane L, dos marcas de empresarios coreanos.
A los costureros les pagaban entre 3 y 5 pesos por prenda, aunque el precio final de cada una es de 300 pesos. Nada de ese dinero se volcaba al bienestar de los trabajadores.
“La comida –cuenta Luis– era muy poca. Puro caldo con algunas verduras flotando. A veces, la sopa venía con cucarachas cocidas. A las 7 te obligaban a ir a trabajar, y terminábamos a las 11 de la noche.” El quiebre llegó hace dos meses.
Era de madrugaba y Luis estaba en la mesa de corte para terminar unas prendas. La sobrina del patrón se acercó para hablare. La niña, al igual que todos los que vivían ahí, trabajaba en el taller.
“Don Luis –le dijo– usted es un hombre de bien. Tengo que contarle algo: mi tío abusó de mí.” Al principio, él no pudo creerlo.
“¿Cómo te has entregado a él?”, le preguntó. Pero la niña insistía.“Me golpea –dijo entre lágrimas– me muerde y luego abusa de mí.
Cuando me lleva a lo del coreano para entregar las prendas, a la vuelta me obliga a ir a un hotel.” Una noche, uno de los costureros dormía en un catre en un rincón del taller y fue testigo de los abusos. Otra tarde, Luis presenció una escena similar. “El hombre –contaría luego– la arrinconó contra la escalera. La golpeó y le dijo ‘te he dicho que debes que ser sólo mía. No quiero que hables con nadie’. Después la besó. La niña no paraba llorar y pedirle que la soltara.” Desde donde estaba, Luis pegó un grito que frenó la situación.
“A partir de ese día –recuerda– me hicieron la vida imposible.
Hasta me dejaron de dar comida.” Otra vez era tiempo de marcharse.
Luis le avisó a Zacarías que ya no quería trabajar más.Acordaron que la familia se quedaría una semana más en el taller, y que antes de irse le pagarían el salario. “En esos días –recuerda Luis– tenía miedo hasta de ir al baño.”Cuando se cumplió la semana, Zacarías le pidió que esperase un poco más, y le entregó 20 pesos. La noche siguiente llegó borracho, y intentó sacarlo a la calle, pero al otro día pareció olvidarlo todo. “Ahora –le dijo al costurero– tienes que ayudarme a terminar unas prendas.
Luego te podrás ir.” Luis entendió el mensaje. La puerta estaba cerrada con candado y Daisy, su compañera, tenía un ataque de asma. Luis pidió permiso para ir a comprarle algún remedio para calmarla. Logró salir a la calle y ni bien lo hizo corrió hasta La Alameda, a tres cuadras del taller.Allí, todos los días reciben denuncias sobre trabajo esclavo. Luis contó la situación y le prometieron presentar la denuncia y tratar de rescatarlos en esa misma semana.
La inspección de la secretaría de trabajo porteña llegó al taller el viernes a las 19 hs. Un grupo de gente de La Alameda acompañó a los inspectores para garantizar que Luis y Daisy pudieran salir a la calle. Zacarías Estrada no estaba en su lugar, así que atendió Juana, su señora. Antes de abrir la puerta, la mujer intentó esconder a la familia Quispe.“Les pido de rodillas –dijo– que no salgan.” Sus ruegos fueron en vano.
Ni bien aparecieron los inspectores, Daisy se avalanzó sobre ellos. “Por favor –les dijo– quiero salir de aquí.” Juana intentó frenarla, pero la mujer cargó a sus dos hijos en brazos y se escabulló hacia la calle.
Dos testigos c onvo c a d o s por los inspectores le ayudaron a sacar sus cosas. Luis, mientras tanto, había quedado encerrado en el piso de arriba.
En la calle, entre los curiosos pareció Alfredo Ayala, uno de los referentes de los dueños de talleres clandestinos.
Primero observó la situación y enseguida se comunicó por handy con otros talleristas. “Los de La Alameda –mintió– se quieren llevar las máquinas.” La noticia se reprodujo en algunas radios de la comunidad boliviana, y varios dueños de talleres se convocaron en la puerta del lugar.
A las 21 hs. había 100 personas del lado de los talleristas y 30 que esperaban a que Luis saliera.
A esa hora, los medios de comunicación levantaron los móviles y enseguida la policía de la comisaría 40 hizo lo mismo. La tensión fue en aumento.
Gustavo Vera, el presidente de La Alameda, vio que en la esquina del estaba el subcomisario Daniel Lopez. Se acercó a él para explicarle la situación.
“Todavía queda un costurero adentro –le dijo– no se pueden ir así.” El subcomisario le aseguró que él mismo iría a sacarlo, y le pidió a Vera que lo acompañase.
Los dos caminaron juntos hasta la puerta del taller. Allí solo quedaban manifestantes a favor de los dueños del taller: el resto había sido corrido a golpes y palazos.
El subcomisario tocó timbre, pero la puerta no se abrió. Lo que se abrió, en cambio, fue la cabeza de Vera, que recibió una trompada y luego decenas de golpes más. “Me pegaron –contaría después– durante media cuadra.Dejaron de hacerlo porque empecé a sangrar demasiado y se asustaron.” El subcomisario nunca se movió de su lado, pero resultó ileso.
Luis, mientras tanto, seguía encerrado.
Después de la golpiza a Vera, Alfredo Ayala entró al taller.
“Ahora –increpó al costurero– vas a salir y decir que todo es falso.” Luis ni lo pensó. Salió a la calle y, una vez allí, dijo que no pensaba mentir. Dos policías de civil lo rescataron del linchamiento y se lo llevaron junto a su familia. Cuando lograron calmarse, Daisy le confesó a Luis que patrón también había querido abusar de ella.
La jornada terminó con cinco hospitalizados, todos de La Alameda.
Esa misma noche intervino la Defensoría del Pueblo de la Ciudad. Ya declararon 17 testigos y la semana próxima se presentará una denuncia penal en la justicia.
Para este domingo, mientras tanto, Luis y Daisy organizaron una Rotucha para su hijo menor.
Se trata de una vieja tradición Aymara y Quechua, un ritual que coincide con el primer corte del pelo del niño, y que los Quispe harán en libertad.
La niña, entre lágrimas, dijo: “Me golpea, me muerde y luego abusa de mí.Me obliga a ir a un hotel”.
La jornada terminó con cinco hospitalizados, todos de La Alameda.
Esa noche intervino la Defensoría.
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