miércoles, 20 de enero de 2010

EL APOCALIPSIS PUDO ESPERAR


Por Ricardo Forster


El año 2009 se ha retirado sin cumplir las promesas apocalípticas que, según los diferentes augures y profetas que pululan en ciertos ámbitos de la oposición política, entre los economistas de las principales consultoras y en algunos medios de comunicación, debían derramarse sobre el cuerpo y el alma de los argentinos. Los vaticinios eran tremendistas y anunciaban, entre otras cosas, un dólar altísimo, una economía atacada irreversiblemente por el virus de la recesión, aislamiento internacional, default, cosechas paupérrimas, importación de carne, colapso de la industria lechera, desaparición del trigo, desocupación masiva, protestas sociales transformadas en polvorines prontos a estallar ante la menor señal, violencia urbana capaz de convertir las calles de las grandes ciudades en lo más parecido al infierno de Dante que se pueda reconstruir en estas geografías sureñas. Imágenes de la bancarrota y de la catástrofe que se encargaron de repetir infinidad de veces muchos de los más preclaros e independientes periodistas que suelen copiarse los unos a los otros en el afán de transformar sus vaticinios en el pan cotidiano de la mesa de los argentinos. Si viviésemos nuestras vidas de acuerdo con el relato de los augures de la catástrofe y no como expresión de lo realmente vivido, hace tiempo que el país se hubiera convertido en un gigantesco campo de batalla repleto de cadáveres y asolado por todas las pestes imaginables. Hacer el ejercicio de mirar alrededor, de recobrar, aunque sea por un instante, la cordura que nace del vínculo entre lo que decimos que nos pasa y lo que efectivamente nos acontece, nos restituiría una dimensión completamente distinta del país en el que habitamos, un país que poco o nada tiene que ver con el gran relato que se vierte día tras día desde la corporación mediática y que se fabrica en el interior de las usinas del establishment económico y político.


Transcurrido el año del Armagedón, sorteados los ríos de lava que descenderían sobre la Sodoma y la Gomorra kirchnerista, acontecido el cruce del Rubicón que significaba el recambio parlamentario del 10 de diciembre, todo estaría disponible para la decadencia irremediable de aquello que se inauguró en el 2003 y se revalidó a finales del 2007. Argentina, así lo anunciaban, estaba preparándose para abandonar la lógica de la confrontación, el clientelismo populista sostenido sobre los choripanes, el revanchismo de los setentistas, sus escandalosas e impresentables “formas” políticas alejadas de las genuinas “maneras republicanas” y el uso discrecional de la chequera oficialista. Claro que antes de alcanzar la orilla republicana, esa que tanto añoran nuestros defensores del establishment, seríamos lamentables testigos de la furia desatada sobre nuestras calles, furia que nos retrotraería, así lo decían sin sonrojarse, a diciembre de 2001. Anunciaban y esperaban la catástrofe; se frotaban las manos y se relamían en sus reuniones de conspiradores ante las señales del fin de los tiempos. Imaginaban entrar en el año del Bicentenario en condiciones de mirarse en el espejo de esa otra Argentina del primer centenario, la del país agroexportador, granero del mundo y rectamente gobernado por los preclaros representantes del poder económico.


Y sin embargo nada de eso sucedió. No habitamos el mejor de los mundos, no hemos resuelto algunos de los problemas más graves y acuciantes que atribulan a las mayorías (en especial seguimos prisioneros de un orden económico que profundiza la desigualdad social), pero estamos lejos de ese escenario de locura infernal que proyectaban los apasionados defensores de la restauración conservadora. Hubo, en el medio, una dura derrota electoral que presagiaba el derrumbe del gobierno y que se transformó, para sorpresa y horror de los críticos termidorianos, en un nuevo punto de partida, en una suerte de relanzamiento de lo más interesante y significativo que trajo al escenario argentino la presidencia de Cristina Fernández. Junio no fue, como parecía, el principio del fin, sino la búsqueda de otros horizontes, esos que se reencontraron con algunas de las decisiones más significativas y revulsivas del 2008 (por ejemplo, las medidas que nacieron después del voto no positivo de Cobos y que, entre otras cosas, alumbraron la reestatización de las AFJP, la movilidad jubilatoria y la nacionalización de Aerolíneas Argentinas). Una derrota que conmovió al kirchnerismo y que le hizo recobrar su capacidad de respuesta ante las coyunturas difíciles.


Algunas de esas respuestas constituyen, por sí solas, acontecimientos mayúsculos para el derrotero de la democracia. El principal de ellos fue la aprobación de la ley de servicios audiovisuales, después de uno de los debates más intensos, interesantes y plurales que recuerda la Argentina en relación con un proyecto de ley. Una victoria doble: contra la herencia nefasta de la dictadura y contra las “mejoras” realizadas durante los noventa por el menemismo en beneficio de las grandes corporaciones mediáticas que condujeron hacia la más colosal estructura monopólica del espacio comunicacional. Otra de las respuestas material y simbólicamente claves, de esas que marcan un rumbo y señalan un itinerario claramente diferenciado de la lógica desplegada entre nosotros por la cultura neoliberal, fue la decisión presidencial de implementar la asignación universal para todos los niños de padres desocupados o con trabajos informales, medida que ataca directamente el núcleo duro de la pobreza y constituye una acción justa, reparadora e históricamente relevante, al menos en parte, para los sectores más postergados y sufridos.


La derrota electoral en la provincia de Buenos Aires puede ser interpretada como una oportunidad para revisar críticamente los motivos y los errores que llevaron a que un personaje como De Narváez se alzara con el triunfo, no sólo conquistando ampliamente a los sectores altos y medios, sino, más grave y preocupante, penetrando con su discurso pergeñado por publicistas y potenciado por la estética tinellista, en los sectores populares. Quedó claro que la pejotización terminó por perjudicar a Kirchner, que pagó el precio de abandonar una de sus ideas constitutivas, aquella de la transversalidad y de los frentes capaces de incluir a diversos actores del campo popular. Quedó claro que no alcanza con llevar a los intendentes a la cabeza de las listas, que las candidaturas testimoniales horadaron prestigio y proyecto mientras quedó diluido el núcleo fundamental de lo que debería ser un proyecto de genuina profundización de los cambios. Quedó claro que en los territorios calientes del Gran Buenos Aires, allí donde se sigue amasando la pobreza y la miseria, el kirchnerismo no supo o no quiso encontrar los modos directos de la interpelación que se correspondiesen con acciones reparadoras visibles, como si no hubiera sido capaz de abandonar la forma superestructural y aparatista de la política para reconstruir base de sustentación popular de un gobierno que la necesita y mucho si quiere enfrentar con alguna posibilidad el avance de la derecha restauracionista. Junio sirvió para no cometer los mismos errores, para aprender de una derrota que, leída desde esta perspectiva, incluso puede acabar convirtiéndose en una oportunidad de cara a los desafíos que se abren de ahora en más y teniendo como horizonte la puja electoral del 2011. Entre otras cosas no menores, los resultados electorales de Junio ponen en evidencia que al kirchnerismo sólo le puede quedar bien el traje de aquello que por no encontrar una definición más atinada denominamos el centroizquierda; un traje que exige generosidad política y garantías de estar siguiendo un rumbo que vaya en dirección a la profundización de aquellas medidas capaces de reducir la brecha de la desigualdad, de abrir los canales de participación popular, de democratizar más y mejor la gestión de gobierno, de ofrecer claras señales respecto al cuidado del medio ambiente y a la efectiva puesta de límites a los diversos tipos de explotación de las riquezas naturales del país, de cambiar, como se hizo con la ley de medios, la legislación que mantiene el privilegio, donado por la dictadura, de los grandes negocios financieros, unido esto a una indispensable reforma impositiva. Acciones, todas, destinadas, insisto, a marcar un rumbo, a darle visibilidad a un proyecto de país capaz de recrear una cierta mística política de clara matriz democrática y popular. Reconquistar apoyo social, incluyendo la indispensable interpelación de ciertos sectores medios que hoy rechazan al Gobierno, supone un esfuerzo de renovación de prácticas y de lenguajes políticos, del mismo modo que también exige posicionamientos claros y directos contra las formas visibles de corrupción estatal, tanto la heredada como la que se desplegó en los últimos años. Sin querer transformar la cuestión de la corrupción en un eje central (lo que suele hacer el discurso del establishment y de las políticas restauradoras de matriz neoliberal), sí es necesario dar señales contundentes de saneamiento de las prácticas públicas y estatales. No se trata, por supuesto, de lavarle la cara al kirchnerismo y volverlo “presentable” para la buena sociedad, que ya no quiere conflictos ni crispaciones; su lugar original en el presente argentino es haber logrado reintroducir la política y, en no menor medida, haber logrado escandalizar a aquellos poderes que creían ser los dueños definitivos del pasado, del presente y del futuro.


El 2009 también puso en evidencia, por si alguien no lo supiera o se hiciera el distraído, qué tipo de gestión puede llevar adelante la derecha. El macrismo en la ciudad de Buenos Aires ofreció toda una batería de brutalidades, ineficiencias y decisiones desatinadas que tuvieron sus dos puntos culminantes en, primero, el bochorno del Fino Palacios como el primer jefe de una policía que antes siquiera de ser puesta en funciones termina con su cuerpo entre las cuatro paredes de una celda, a la que probablemente le siga el segundo jefe nombrado por Macri al que tuvo que destituir por las escuchas ilegales; para luego rematar su “audaz” gestión con el fallido nombramiento de Abel Posse al frente del Ministerio de Educación, convirtiéndolo en el ministro que menos tiempo estuvo en el cargo y que tuvo que abandonarlo después de lanzar una serie de ideas de un reaccionarismo ultramontano. Lo que se cayó fue la máscara de una derecha light, signada por las estéticas posmodernas y las retóricas políticamente correctas. Lo que se puso en evidencia es, por un lado, sus límites y su incapacidad, y, por el otro lado, la matriz reaccionaria que se guarda en su interior, esa que asumió los rostros impresentables del comisario preso y del escritor ultraautoritario. El macrismo anticipó, lo haya querido o no, lo que puede llegar a ser un gobierno de la derecha, ese escenario posible si en el 2011 las fuerzas democráticas, populares y progresistas no logran comprender lo que verdaderamente está en juego en la Argentina de hoy.


Muchas otras cosas sucedieron en el 2009, pero lo que quedó definitivamente claro es que los augures y profetas, los anunciadores berretas del apocalipsis, fracasaron en todos sus pronósticos. El Gobierno tiene grandes desafíos por delante y será permanentemente puesto a prueba allí donde no logre dar señales claras de hacia dónde y con quiénes intenta ir. En este sentido, el 2010 puede ser un año más que significativo para ir delineando hacia dónde rumbeará el país en los próximos tiempos. Aprender del 2009 significa, entre otras cosas, abrirse con generosidad hacia nuevas formas de construcción política, esas que sean capaces de salir a pelearle a la derecha apelando a lo mejor de las tradiciones populares y progresistas. Veremos, entonces, qué se aprendió de un año tan decisivo, complejo e intenso como lo fue el que acabamos de abandonar.

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