La restauraron y adaptaron alumnos de una escuela de Olavarría para que los chicos en sillas de ruedas disfruten de la magia de ese juego inolvidable.
Quién no ha sentido la emoción de atrapar la sortija alguna vez? Al igual que espectáculos callejeros, árboles y plazas, las calesitas ocupan un lugar ineludible del espacio público y de la infancia. Lograron sobrevivir a los embates del sedentarismo, la privatización de lo cotidiano y la sensación de inseguridad, con sus caballos, barcos y aviones que suben y bajan, una y otra vez. Las historias que dan vueltas a su alrededor se corresponden con las veces que, de chicos, anhelamos ganar la sortija, un invento argentino, para otra vuelta más.
Como en Olavarría, donde alumnos de la Escuela de Educación Técnica Nº 2 restauraron una vieja calesita donada a una organización local, dedicada a personas con capacidades diferentes. Este tiovivo, que recibió el Premio Presidencial “Escuelas Solidarias”, funciona hoy en el Parque Zoológico Municipal “La Máxima” de Olavarría y es el primero del país para niños que se movilizan en sillas de ruedas. Según la perspectiva de los docentes que diseñaron el proyecto, “la sociedad necesita que se revitalicen las acciones solidarias, más cuando involucran a adolescentes, etapa vital para el desarrollo de estas actitudes”. La escuela jugó un rol central en la articulación con las instituciones de la comunidad local y “en concientizar a las nuevas generaciones de la importancia que tiene la interacción con personas que no tienen las mismas capacidades”. El proyecto olavarriense “La calesita de ilusiones, una calesita para todos”, también contempló la creación de una biblioteca infantil, con libros de cuentos tradicionales y en sistema Braille, gracias a la colaboración del Jardín de Infantes “Rotary Club Pueblo Nuevo”.
En la ciudad de Buenos Aires, para mediados del siglo XX, existían unas 100 calesitas en casi todos los barrios porteños. José Sciarrota, que en 1944 instaló la suya en Aristóbulo del Valle y Herrera, Barracas, animó la tarde de muchos niños al compás de Pipo Pescador y Gaby, Fofó y Miliki: “Yo siempre abro la calesita aunque sea por un solo chico. Un niño en la calesita es uno que no está en la calle”, contaba el ya fallecido Don Pepe, como le decían, en un libro editado por la Dirección General Patrimonial del gobierno porteño denominado Calesitas de Valor Patrimonial de Buenos Aires. Repleta de anécdotas, esta publicación muestra cómo la ciudad fue una de las primeras que se acopló a la magia de este entretenimiento infantil que se solía ubicar en terrenos aledaños a las estaciones de tren –como la de Colegiales, Villa Luro, Floresta o Villa Urquiza– y en las plazas y parques.
En la actualidad y por distintas razones, quedan poco más de la mitad de aquella cifra, cincuenta y cuatro, con mayor concentración en el barrio de Palermo, que cuenta con seis. Le sigue Caballito, con cuatro, mientras que en Villa Urquiza dejó de funcionar la única que había. Villa Crespo y Boedo no tienen ninguna. En 2008, unas veintiséis calesitas fueron declaradas patrimonio cultural para evitar que fueran retiradas de las plazas, asegurándoles a sus dueños la renovación automática de la concesión anual.
Los carruseles tuvieron un gran auge en el país a mediados del siglo pasado, cuando uno de los miembros de la primera fábrica nacional, CUMA (Carruseles Ultramodernos Argentinos La Salvia), entregaba una calesita en cuotas a los inmigrantes españoles recién llegados a la Argentina para que contaran con una fuente de trabajo inmediata. Uno de esos pioneros es Ricardo Borrajo, el viejo calesitero de Parque Lezama, que asoma desde la boletería con una sonrisa cansada pero que le alumbra el rostro al relatar su historia: “Es un negocio redondo pero tiene muchas vueltas”, dice entre risas. En octubre se cumplirán 50 años del día en que montó su calesita en el tradicional parque de San Telmo. Y aunque no sea lo mismo que antes “porque los pibes se quedan en su casa jugando con la computadora”, Ricardo volvería a elegir este trabajo si tuviera que volver a empezar.
Es verdad que los niños de hoy disponen de menos tiempo para el juego, con jornadas escolares extendidas y actividades extraescolares, entre otras, que compiten por ocupar su atención. Los padres, además, tienden a pensar en el esparcimiento como una instancia educativa. Pero, como señala Gabriela Fairstein, licenciada en Educación y vicepresidenta en la Argentina de la Organización Mundial para la Educación Preescolar, “no se trata de computadora versus calesita, sino de combinar diferentes actividades y juegos que permitan ampliar, y con ello enriquecer, el espectro de experiencias culturales”. Para la especialista, jugar en la calesita “representa una oportunidad de aprendizaje muy valiosa, al proporcionar vivencias subjetivas particulares”, y recuerda lo que Daniel Calmels –experto en juegos de crianza– teoriza sobre el efecto de este juego: “Subraya la posibilidad de separarse y reencontrarse del adulto, posibilita el encuentro y la pérdida visual y al mismo tiempo se da un alejamiento y un encuentro espacial”. Esta suerte de “separación temporaria” tiene su revés cuando en la calesita el adulto accede con el niño en brazos, dejando de ser un espectador para convertirse en participante.
Las calesitas cobijan, indudablemente, el recuerdo de una de las etapas de la vida más importante, la niñez. Presentes en historias de inmigrantes, de artistas y tangueros, y en las anécdotas de todo el mundo, forman parte de las vivencias que el autor desconocido del poema “Instantes”, que se le atribuye a Borges, manifiesta que, de volver a vivir, disfrutaría mucho más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario