Por Daniel Cecchini
1. La versión de Holofernes. He callado durante siglos y sobre mi silencio han edificado una historia. Sé de la existencia de quienes no creen en ella, pero eso no me basta. Ha llegado la hora de que yo, Holofernes, comandante en jefe de los ejércitos del gran Nabucodonosor, Señor de toda la tierra, hable. No trato de defender mi memoria –ningún valor tiene aquí, donde ahora y desde entonces estoy– sino de decir la verdad de los hechos de aquella noche, la última que deseé vivir porque ya nada merecía ser vivido, frente a los muros de Betulia.
He leído la fábula del libro infame. Cobarde es el pueblo que se enorgullece de la temeridad de una mujer. Pero esto tampoco es verdad, malditos escribas de leyendas, sus historias son estiércol de mosca bajo las plantas de mis pies. Cobardes son los hombres, no los pueblos. Aquel pueblo era valiente y la mujer cuyo nombre se atrevieron a escribir sin haberla conocido jamás no era temeraria sino verdadera mujer.
He visto por última vez ocultarse el sol detrás de la ciudad asediada cuando me anunciaron su presencia y he decidido no verla hasta más tarde, a la hora de la luna, porque luna debía ser para iluminar mi última noche.
He dudado –yo, Holofernes, el guerrero implacable– infinitas horas con los ojos clavados en los muros de Betulia. Y allí, en la oscuridad, he sabido que podía derribarlos con el aliento de un solo grito. Pero he dudado y no he querido soplar ese grito de batalla que mis hombres esperaban con sus lanzas alzadas, hambrientas de sangre y de victoria.
He podido gritar y vencer, sabiendo que también en la victoria podría tomar a esa mujer, y he callado porque he sabido que aun tomándola no sería mía, que mi victoria sólo podría nacer de una definitiva derrota, del final.
He presentido entonces la muerte y no he temido, dispuesto a pagar el precio de la victoria más sublime. He sabido que hay sueños que un hombre –aunque ese hombre se llamara Holofernes, el general invencible– puede cumplir una sola vez.
Silencioso, lejos de las fogatas del campamento, he revivido frente a los muros de Betulia todas mis batallas y cada una de mis victorias, todas mis mujeres y cada uno de sus gestos, por última vez. No encontré regocijo ni consuelo en ellas.
Cuando debí gritar para seguir siendo Holofernes, el señor de la guerra, no pronuncié palabra. Elegí ser un hombre.
He regresado a mi tienda y he esbozado un gesto a los sirvientes para que la trajeran a mi presencia.
He adivinado sus formas debajo de la túnica blanca, he mirado su piel de olivo y me he hundido en la profundidad de su mirada negra.
No he dicho una palabra ni le he permitido hablar.
Callaré para siempre las horas que siguieron, la única verdad.
Sentí un terremoto conmover su cuerpo, estallé bajo sus ancas en un vacío infinito, vi brillar en sus ojos el filo de la daga y cerré los míos para siempre.
2. Bailar con Juana. Estoy caliente, me dice Juana.
Andá a saber, dudo aunque su pezón izquierdo se sienta enhiesto al tacto mientras baila y me lleva con sus manos y sus pasos.
No bailo.
Dejo que baile y me dejo bailar.
Juana sí baila.
Tenés que venir un sábado, me dice húmeda la boca en la oreja, no sabés qué lindo se pone los sábados.
Es martes y el local está casi vacío. Apenas cuatro: Juana, yo, otra copera que tal vez se llame Marta y un hombre de rostro desfigurado que ha pedido una cerveza.
Viene siempre, dice Juana, es buen tipo: paga las copas, paga la rocola, nunca molesta.
Tomá, le digo a Juana y le doy una moneda de un peso, pero cambiá la música, poné otra cosa.
A vos la cumbia no te va nada, (me) dice y mira mis ojos buscando una respuesta, lo tuyo es otra cosa.
Qué cosa, le pregunto.
Me parece que lo tuyo es rocanrol, responde segura.
Hay de cridens en la máquina, dice improvisando sobre mi silencio, conocedora, tal vez sabia.
Afuera: Almirante Brown está vacía y el Riachuelo huele también al vacío que deja la muerte, a podredumbre, a Buenos Aires.
Llueve y los olores viven en la lluvia. No siento asco: es una pregunta.
Juana vuelve. Suena Lodi, de (sí) Credence Clearwater Revival, lenta, por un peso.
Ésta se puede bailar, es un lento, dice Juana y me pone las manos detrás del cuello y empieza a moverse.
Yo también me muevo: me mueve con sus brazos, con su mirada, con sus caderas.
Juana baila porque es su trabajo.
Juana tiene 38, es bajita y tiene problemas de peso.
Juana tiene un culo excesivo y una panza que se le hace montes y valles al tacto del baile; pero sus tetas se palpan todavía duras, buenas.
Juana es copera de copas a trece pesos.
Cocacola con el brebaje de los criadores de vacas para los clientes.
Cocacola sola para ella, aunque mienta que la mezcla.
Juana, además, tiene otras horas en el día: cría sola a dos hijos, estudia trabajo social en la Universidad de las Madres y tiene una madre que no le habla porque la vive puta.
Eso me ha contado Juana antes de bailar, y yo no sé si le creo.
A Juana no le importa que yo le crea.
Juana baila y me hace bailar cerca del Riachuelo.
Juana tiene un pezón enhiesto bajo mi tacto y yo no sé si le creo.
A Juana no le importa que le crean, y tampoco si yo le creo.
Juana quiere creer en Juana, si puede.
Quiere creerse (indispensablemente, aunque jamás se lo confiese) en los otros.
Me llamo Juana, de verdad, dice al final, mirándome y mirándose en mi mirada.
Y yo le creo, pero no importa.
Nada, para ella, puede cambiar.
Para mí tampoco, a no ser unas líneas más, por el precio acordado.
Dejó de llover.
La luna riela, sucia, en el Riachuelo.
En un rato será de día.
Para quién.
Para qué.
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