Manuel Barrientos incursiona en otro aspecto de la comunicación: las estrategias de encerramiento y aislamiento que convocan permanentemente a desconfiar y a evitar la interacción con los semejantes.
Por Manuel Barrientos *
Caminamos por las calles con el ceño fruncido y la mirada atenta, con los sentidos en estado de alerta, ante un peligro desconocido pero siempre acechante. Los espacios de comunicación e interacción hoy parecen ser zonas de frontera, en las que el otro se nos aparece como alguien lejano, de quien debemos desconfiar.
No hay que hablar con extraños. Hay que avanzar y avanzar. Detenerse en el otro implica el riesgo de exponerse a ser asaltado. O, peor aún, de encontrar una mirada que nos devuelva, en esos otros ojos, aquello que no queremos ver y que nos hace temer.
Aislados, los individuos colocan rejas y alarmas con el objetivo de controlar su incertidumbre. Son voluntades atomizadas, portadoras de miedos incomunicados entre sí, cuyo horizonte se disuelve donde terminan sus propiedades.
Estamos regidos bajo una estrategia de encerramiento con dos polos. Prolifera la construcción de condominios y countries, donde las clases medias y altas se amparan de los crecientes “peligros externos”. Al mismo tiempo, con un reclamo de esos mismos sectores que se produce por oleadas, aumenta el número de detenidos en las cárceles.
El sistema penal parece apuntar con claridad a un determinado sector de la población. Según un informe de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense elaborado en 2005, el 61 por ciento de las personas detenidas en esa provincia tiene entre 18 y 30 años. Y el 67,84 por ciento se encuentra detenido por los delitos de robo, hurto y sus tentativas.
Y, sin embargo, el mutuo encerramiento provoca mayor sensación de inseguridad.
La estigmatización del otro se traslada a la geografía urbana. Hay lugares que –desde la mirada de las clases medias y altas– se declaran no sólo inhabitables sino también decididamente intransitables, en los que es mejor “no meternos”, de los que tenemos que huir.
Las zonas intermedias entre el trabajo y la casa son espacios que hay que recorrer con apuro y ligereza. Los autos se vuelven cada vez más rápidos y los vidrios se tornan cada vez más oscuros. El miedo impulsa la velocidad.
La esfera del mercado también tiende al encierro a través de los shopping center. El poder de policía se refeudaliza: el Estado cede el ejercicio de la vigilancia y el control a los agentes privados contratados por los propietarios de countries y centros comerciales.
Crece la tendencia a refugiarnos en lo uniforme, en lo homogéneo. La educación también sufre la avanzada privatizadora. Los institutos de formación pública pierden espacio como herramienta potencialmente igualadora y los estudiantes se distribuyen en parcelas infranqueables de acuerdo con su poder adquisitivo.
Las nuevas tecnologías contribuyen, muchas veces, al refugio en la mismidad. Mientras transitamos por los espacios públicos, con nuestros celulares nos comunicamos con “los nuestros” y eludimos la mirada de “los otros”.
Ese aislamiento aumenta el desconocimiento de lo que está afuera, de lo que no es igual a nosotros. Y esa incomunicación creciente genera más miedos y actúa como un círculo perverso que –en la medida en que los puentes con lo distinto se desploman– se torna cada vez más frenético, porque tiende a retroalimentarse. Vivimos paralizados por la sospecha permanente, temiendo a algo que no sabemos muy bien qué es.
“Cuidate.” Con esa frase nos despedimos de amigos y familiares. Ya no hay más “buena suerte” o “abrazo o besos a los tuyos” o la promesa de un “nos vemos” como saludo de despedida. Simplemente, “cuidate”.
Los muros, el aislamiento del otro y el encerramiento propio, la opacidad de los vidrios, permite al “nosotros construido” no ver el sometimiento que sufre el extraño. Es necesario estigmatizar al otro, aislarlo y encerrarlo (en villas periféricas o en cárceles), para perpetuar la asimetría y, al mismo tiempo, restaurar la comunidad del “nosotros” en base a esa diferencia con el otro.
Esa desigualdad también genera miedo a que los demás nos perciban como diferentes y nos expulsen como nosotros expulsamos al diferente. Sentirse parte de una comunidad que expulsa y aglutina las identidades, como señala Alicia Entel en su libro La ciudad y los miedos. La solidaridad comunitaria se recupera a través de la elección de un enemigo común. La condena del otro permite sentirse parte de una comunidad: ponerle nombre y rostro a la inseguridad atenúa la angustia.
Tal vez es el momento de preguntarnos qué posibilidades cotidianas generamos para la comunicación con los demás. Es decir, qué estrategias colectivas podemos darnos como sociedad para romper ese círculo perverso que se alimenta del desconocimiento y la incomunicación.
* Licenciado en comunicación UBA.
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