Por José Pablo Feinmann
A Domingo Bresci, sacerdote del Tercer Mundo,
pastor luminoso.
Empecemos por aquí: en 1932, a sólo dos años del golpe ultramontano del general Uriburu, Carlos Ibarguren publica una biografía de Juan Manuel de Rosas. Ibarguren era un nacionalista católico que en su libro La inquietud de esta hora, 1934, daría pruebas de su fogosa admiración por Mussolini, por Hitler. El primer capítulo narra, coherentemente, el nacimiento del Gaucho de los Cerrillos. Nada más previsible para una biografía que empezar con el nacimiento del biografiado. Ibarguren nos cuenta que el padre de don Juan Manuel, no bien el niño rompiera a llorar desaforadamente, “púsose calzón azul y casaca con botones blancos, vuelta y collarín encarnados, y vestido así con el uniforme de infantería fuese al cuartel en busca del capellán de su batallón para que bautizara al recién nacido”. Pero el capellán no está y nadie sabe de su paradero. Esto no amilana al padre del futuro Restaurador de las Leyes y busca otro capellán. Porque (concluye Ibarguren) “el vástago de un Ortiz de Rozas debía, el primer día de su vida, ser ungido a la vez católico y militar, y por ello empeñóse en que fuera castrense el sacerdote que pusiera óleo y crisma a la criatura”. Las palabras suenan cercanas y algo estremecedoras. Católico y militar. Sacerdote castrense. Capellán. Batallón. “No te atormentes, hijo mío. Has cumplido con un mandato divino”, susurraban los capellanes castrenses en los oídos de quienes arrojaban seres humanos al río más ancho del mundo, que era así, ancho, para recoger todos los despojos humanos que los justicieros militares decidieran tirar. Si el concepto de obediencia debida no había alcanzado para sosegar la conciencia criminal del ejecutor, el capellán apelaba a lo definitivo para lograrlo. La obediencia debida decía al ejecutor que cumplía órdenes. Ergo, lo limpiaba de culpas. Si uno obedece no es uno. Es alguien que hace lo que otro (un superior) le ordena. Goering, a las SA que peleaban en las calles berlinesas de la agonizante República de Weimar contra los bolcheviques, les decía: “No se atormenten por matar. Cuando maten a un enemigo no sientan culpa. No lo mataron ustedes. Lo maté yo. Yo me hago cargo de todos los enemigos que ustedes maten. Ustedes son inocentes”. Pero, por si la obediencia debida a sus superiores no era suficiente para limpiar la culpa de los ejecutores, o por, digamos, las dudas, estaba la poderosa figura del capellán militar. Estos capellanes susurraban a los verdugos otra obediencia debida, irrefutable. Habían actuado por mandato divino. No sólo eran inocentes porque obedecían a sus superiores, sino porque obedecían al superior de todos los superiores: Dios. Habían ejecutado una obra de bien. Otra vez capellanes y militares. “Ellos debían morir porque son todo lo que nosotros no somos. Son el Mal.”
Los curas palotinos
No todos los curas son así. No todos los curas traman sus existencias con el poder militar. En 1976, en la Iglesia de San Patricio había unos curas palotinos que exudaban bondad, amor al prójimo. Fueron, todos ellos, asesinados en la noche del 4 de julio de 1976. Un Peugeot negro llevaba un par de horas estacionado frente a la iglesia. Luego se le acerca un patrullero de la comisaría de la zona, la 37. Cruzan unas palabras y el patrullero se va. Los del Peugeot eran los asesinos. Años después, un fiscal federal pide el procesamiento de quienes estaban en el patrullero de la 37. Cómplices o, sin duda, permisivos que dejaron libre el camino para el crimen. El pedido de procesamiento ocurre el 20 de agosto de 1986, a sólo dos años de instalada la democracia. Los procesados fueron el ex comisario Romano y el ex comisario Fensore. El joven fiscal federal fue Aníbal Ibarra.
Iglesia y dictadura
¿Qué hizo la Iglesia durante la dictadura? “Sólo cuatro prelados adoptaron una línea de denuncia abierta de las violaciones de los derechos humanos: Enrique Angelelli, de La Rioja, que fue asesinado por las Fuerzas Armadas simulando un accidente de tránsito el 4 de agosto de 1976; Jaime de Nevares, de Neuquén, y Miguel Hesayne, de Viedma, que se incorporaron a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y Jorge Novak, de Quilmes”. (Emilio F. Mignone, Iglesia y dictadura). ¿Qué hicieron los otros? ¿Qué hizo, por ejemplo, el cardenal Juan Carlos Aramburu? En 1982, en un reportaje, dijo: “¿Desaparecidos? No hay que confundir las cosas. Hay desaparecidos que hoy viven tranquilamente en Europa”. Mignone distingue dos tendencias (que son, sin más, una sola, así de unidas e identificadas están) en el Episcopado argentino: “El integrismo y la ideología del nacional-catolicismo”. (Digámoslo ya: el libro de Mignone, que es un auténtico y dolorido católico y no un medio judío “de mierda” como yo, es el de un patriota y su lectura debe propagarse.) Entre nosotros, el nacional-catolicismo se tornó muy fuerte y condujo al cristianismo –rebajándolo– a la condición de ideología. El siguiente texto de Mignone es de electrizante claridad: “Ese sustrato intelectual condicionó la reacción del Episcopado frente a la dictadura militar. ¿Cómo iban a enfrentar a un régimen que aparecía ante sus ojos como un Estado católico, protector de la Iglesia y dispuesto a eliminar a los herejes y enemigos de la fe?”. Las FF.AA. son naturalmente católicas. El Trono y el Altar marchan juntos. Los militares (que venían a salvar la nación) siempre confiaron en la fe católica como elemento de control social. Así, como los curas, se oponen al pluralismo, a la democracia, o conviven mal con ellos. La democracia termina siempre por abrir las puertas a las más temidas encarnaciones del Infierno: “Libertinaje, pornografía, divorcio, drogadicción, aborto y delincuencia de los marginados” (Mignone, p. 143).
El nacional-catolicismo, hoy
¿Qué torna tan belicosos a los pastores? ¿Dónde se fundamentan esos tonos, esas advertencias, esos sermones incesantes? Están, ya, lejos de Charles Maurras y el viejo nacionalismo católico. Hoy (como bien les ha señalado un político muy cercano al Estado, ya que lo preside) se han corporizado como un partido político. No necesitan a Maurras, lo tienen a Benedicto VI, a quien le dicen el PanzerPapa por haber pertenecido a las Juventudes Hitlerianas. ¿Era muy joven, estaba equivocado? También se suele decir de Heidegger que estaba distraído o que apenas se trató, como decía él, de una “gran tontería”. Pero Heidegger sólo fue Rektor de la Universidad de Friburgo, ¡nunca se propuso representar a Dios en la Tierra! Así estamos: Benedicto XVI baja la doctrina y la doctrina viene con mano dura, tan dura que hasta tiene resonancias medievales y, sobre todo, castrenses. Veamos.
A Domingo Bresci, sacerdote del Tercer Mundo,
pastor luminoso.
Empecemos por aquí: en 1932, a sólo dos años del golpe ultramontano del general Uriburu, Carlos Ibarguren publica una biografía de Juan Manuel de Rosas. Ibarguren era un nacionalista católico que en su libro La inquietud de esta hora, 1934, daría pruebas de su fogosa admiración por Mussolini, por Hitler. El primer capítulo narra, coherentemente, el nacimiento del Gaucho de los Cerrillos. Nada más previsible para una biografía que empezar con el nacimiento del biografiado. Ibarguren nos cuenta que el padre de don Juan Manuel, no bien el niño rompiera a llorar desaforadamente, “púsose calzón azul y casaca con botones blancos, vuelta y collarín encarnados, y vestido así con el uniforme de infantería fuese al cuartel en busca del capellán de su batallón para que bautizara al recién nacido”. Pero el capellán no está y nadie sabe de su paradero. Esto no amilana al padre del futuro Restaurador de las Leyes y busca otro capellán. Porque (concluye Ibarguren) “el vástago de un Ortiz de Rozas debía, el primer día de su vida, ser ungido a la vez católico y militar, y por ello empeñóse en que fuera castrense el sacerdote que pusiera óleo y crisma a la criatura”. Las palabras suenan cercanas y algo estremecedoras. Católico y militar. Sacerdote castrense. Capellán. Batallón. “No te atormentes, hijo mío. Has cumplido con un mandato divino”, susurraban los capellanes castrenses en los oídos de quienes arrojaban seres humanos al río más ancho del mundo, que era así, ancho, para recoger todos los despojos humanos que los justicieros militares decidieran tirar. Si el concepto de obediencia debida no había alcanzado para sosegar la conciencia criminal del ejecutor, el capellán apelaba a lo definitivo para lograrlo. La obediencia debida decía al ejecutor que cumplía órdenes. Ergo, lo limpiaba de culpas. Si uno obedece no es uno. Es alguien que hace lo que otro (un superior) le ordena. Goering, a las SA que peleaban en las calles berlinesas de la agonizante República de Weimar contra los bolcheviques, les decía: “No se atormenten por matar. Cuando maten a un enemigo no sientan culpa. No lo mataron ustedes. Lo maté yo. Yo me hago cargo de todos los enemigos que ustedes maten. Ustedes son inocentes”. Pero, por si la obediencia debida a sus superiores no era suficiente para limpiar la culpa de los ejecutores, o por, digamos, las dudas, estaba la poderosa figura del capellán militar. Estos capellanes susurraban a los verdugos otra obediencia debida, irrefutable. Habían actuado por mandato divino. No sólo eran inocentes porque obedecían a sus superiores, sino porque obedecían al superior de todos los superiores: Dios. Habían ejecutado una obra de bien. Otra vez capellanes y militares. “Ellos debían morir porque son todo lo que nosotros no somos. Son el Mal.”
Los curas palotinos
No todos los curas son así. No todos los curas traman sus existencias con el poder militar. En 1976, en la Iglesia de San Patricio había unos curas palotinos que exudaban bondad, amor al prójimo. Fueron, todos ellos, asesinados en la noche del 4 de julio de 1976. Un Peugeot negro llevaba un par de horas estacionado frente a la iglesia. Luego se le acerca un patrullero de la comisaría de la zona, la 37. Cruzan unas palabras y el patrullero se va. Los del Peugeot eran los asesinos. Años después, un fiscal federal pide el procesamiento de quienes estaban en el patrullero de la 37. Cómplices o, sin duda, permisivos que dejaron libre el camino para el crimen. El pedido de procesamiento ocurre el 20 de agosto de 1986, a sólo dos años de instalada la democracia. Los procesados fueron el ex comisario Romano y el ex comisario Fensore. El joven fiscal federal fue Aníbal Ibarra.
Iglesia y dictadura
¿Qué hizo la Iglesia durante la dictadura? “Sólo cuatro prelados adoptaron una línea de denuncia abierta de las violaciones de los derechos humanos: Enrique Angelelli, de La Rioja, que fue asesinado por las Fuerzas Armadas simulando un accidente de tránsito el 4 de agosto de 1976; Jaime de Nevares, de Neuquén, y Miguel Hesayne, de Viedma, que se incorporaron a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y Jorge Novak, de Quilmes”. (Emilio F. Mignone, Iglesia y dictadura). ¿Qué hicieron los otros? ¿Qué hizo, por ejemplo, el cardenal Juan Carlos Aramburu? En 1982, en un reportaje, dijo: “¿Desaparecidos? No hay que confundir las cosas. Hay desaparecidos que hoy viven tranquilamente en Europa”. Mignone distingue dos tendencias (que son, sin más, una sola, así de unidas e identificadas están) en el Episcopado argentino: “El integrismo y la ideología del nacional-catolicismo”. (Digámoslo ya: el libro de Mignone, que es un auténtico y dolorido católico y no un medio judío “de mierda” como yo, es el de un patriota y su lectura debe propagarse.) Entre nosotros, el nacional-catolicismo se tornó muy fuerte y condujo al cristianismo –rebajándolo– a la condición de ideología. El siguiente texto de Mignone es de electrizante claridad: “Ese sustrato intelectual condicionó la reacción del Episcopado frente a la dictadura militar. ¿Cómo iban a enfrentar a un régimen que aparecía ante sus ojos como un Estado católico, protector de la Iglesia y dispuesto a eliminar a los herejes y enemigos de la fe?”. Las FF.AA. son naturalmente católicas. El Trono y el Altar marchan juntos. Los militares (que venían a salvar la nación) siempre confiaron en la fe católica como elemento de control social. Así, como los curas, se oponen al pluralismo, a la democracia, o conviven mal con ellos. La democracia termina siempre por abrir las puertas a las más temidas encarnaciones del Infierno: “Libertinaje, pornografía, divorcio, drogadicción, aborto y delincuencia de los marginados” (Mignone, p. 143).
El nacional-catolicismo, hoy
¿Qué torna tan belicosos a los pastores? ¿Dónde se fundamentan esos tonos, esas advertencias, esos sermones incesantes? Están, ya, lejos de Charles Maurras y el viejo nacionalismo católico. Hoy (como bien les ha señalado un político muy cercano al Estado, ya que lo preside) se han corporizado como un partido político. No necesitan a Maurras, lo tienen a Benedicto VI, a quien le dicen el PanzerPapa por haber pertenecido a las Juventudes Hitlerianas. ¿Era muy joven, estaba equivocado? También se suele decir de Heidegger que estaba distraído o que apenas se trató, como decía él, de una “gran tontería”. Pero Heidegger sólo fue Rektor de la Universidad de Friburgo, ¡nunca se propuso representar a Dios en la Tierra! Así estamos: Benedicto XVI baja la doctrina y la doctrina viene con mano dura, tan dura que hasta tiene resonancias medievales y, sobre todo, castrenses. Veamos.
El vocabulario que la prensa argentina (al menos la que se hace eco inmediato y amplificador de los dichos de los pastores) utiliza para expresar eso que la Iglesia propone es igual al lenguaje castrense-golpista. Antes leíamos: “Inquietud en las Fuerzas Armadas”. Hoy leemos: “Inquietud entre los obispos”. Antes leíamos: “Se han reunido los altos mandos”. Hoy leemos: “Se han reunido los más altos sectores de la Iglesia”. Antes: “Malestar entre los cuadros superiores”. Hoy: “Malestar en el obispado por los dichos de *** (nombre del blasfemo)”. Antes: “Declaración de los altos mandos”. Hoy: “Documento del Episcopado”. Antes: “El coronel Fulano declaró en Curuzú Cuatiá que la pornografía y la subversión devastan el país y el gobierno no lo impide”. (Así, el coronel Fulano se ganaba la primera plana de todos los diarios.) Hoy: “El obispo de Curuzú Cuatiá afirma que los preservativos son pecado y la educación sexual en los Colegios deberá prohibirse”. (Primera plana para el obispo de Curuzú Cuatiá.) ¿Por qué los curas se ganan con tanta facilidad la primera plana de los diarios? ¿Por qué el sexo los obsesiona tanto? ¿Es cierto que Baseotto gana cinco mil pesos? ¿Por qué no recorren las farmacias e incautan los Prime que consumen sus feligreses, entre tantos otros? ¿Por qué optan por dogmas medievales y condenan a los ciudadanos al riesgo del SIDA? ¿Por qué impiden que los más jovencitos sepan qué es el sexo? ¿Por qué no quieren que sepan cuándo alguien los acosa o quiere, sin más, abusar de ellos? ¿Por qué rechazan el aborto? ¿Por qué eligen la biología y no la libertad? Y por último: ¿por qué tenemos que mantenerlos con los impuestos que pagamos al Estado?
Hablar claro
Uno sonríe con cierta piedad cuando –no sin cierto acartonamiento, no sin cierto aire estreñido y pomposo– algunos columnistas le reprochan a Kirchner abrir muchos frentes o, sin más, pelearse con medio mundo. El señor K es así. No siempre piensa mucho lo que dice. Trabaja a impulsos. Se encrespa. No le va el protocolo y si algo le revienta lo dice. Se descuelga con macanas fenomenales como la de Borocotó. Se le reprocha que atendió mal a Bush. Esto, la derecha. Se le reprocha que atendió bien a Bush. Esto, la izquierda. Que respaldó la anti-Cumbre. (Mejor que no: Maradona, el líder de la anti-Cumbre, ese guerrero del antiimperialismo mimado por Chávez y Fidel, está, ahora, en la tapa de “Caras” junto a Susana Giménez ¡y Macri!) Se le reprocha, en suma, que agredió a los pastores.
Al fin un Presidente argentino le canta un par de verdades a la Iglesia. Sí, es cierto: confesaban a los torturadores. Sí, es verdad: no miraron y dieron vuelta la cara cuando desaparecían niños. Y son muchos los que piensan que eso fue así y que había que decirlo. Y son muchos los que ya no toleran el oscurantismo prepotente de los pastores. El señor K tiene razón: actúan como un partido político. Y el motivo brilla de evidente: la derecha no tiene un líder. La tiene a la Iglesia.
Hay un montón de cosas que exigirle a Kirchner. Decirle, con firmeza, que si el PBI sube y la desigualdad sigue, no hay cambio posible. Pero hoy no le vamos a decir eso. Y –aun en esa exigencia– late algo a su favor: no le pediríamos lo mismo a Macri, a López Murphy. Como no le pediríamos a Carrió (que se enojó con León Ferrari) que le hable claro y duro a los pastores del ideologismo católico. Eso se lo pedimos a Kirchner. Hoy, sin embargo, nada. Hoy, todo bien. El señor K dijo lo que queríamos decir todos. O lo que todos queríamos que un Presidente dijera. Y es cierto que Perón cayó en medio de un conflicto con la Iglesia. Pero el señor K no es Perón. No se cree un ajedrecista que maneja y controla todos los hilos de la realidad. Se hartó y dijo. Así como es: deshilvanado. Se hartó y dijo: “Confesaron a torturadores. No estuvieron cuando los chicos desaparecían”. Con lo que también dijo: “Fueron cómplices y son culpables”. Con lo que decimos: “Mírense ustedes. Miren en sus corazones y callen hasta el arrepentimiento”.
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