Los obispos hablan de una “mirada pastoral”, pero se las arreglan para marcar su presencia en diferentes acontecimientos sociales y políticos. Los estilos del cardenal Jorge Bergoglio y de Jorge Casaretto, el obispo de San Isidro y presidente de Pastoral Social. El documento del Bicentenario sobre la pobreza, que vería la luz en los próximos días.
Por Washington Uranga
Nadie podría poner en duda hoy que la jerarquía católica, como cuerpo, es decidida defensora de la democracia como sistema. Existen excepciones, pero éstas alcanzan la misma proporción minoritaria que en los demás grupos sociales y estratos de la sociedad. Pero lo primero no significa que los obispos, como cuerpo y cada uno de ellos individualmente, hayan declinado su decisión de jugar políticamente, de influir en los acontecimientos. En definitiva, se trata de hacer valer su poder. Aunque lo nombren distinto: proclamar valores, anunciar el Evangelio o defender principios, según el caso. Con estos u otros argumentos, usados todos ellos en forma conjunta o alternadamente, la jerarquía de la Iglesia Católica justifica su estrategia de presencia permanente en los acontecimientos sociales y políticos. Sin embargo, cuando se los interroga al respecto, los obispos sostendrán siempre que no participan en política y que todo se reduce a una “mirada pastoral” sobre la realidad del país, tal como denominan la primera conversación que tienen en cada encuentro y que no difiere en mucho de lo que en otro tipo de organización titularían “análisis de coyuntura”.
Parados en este lugar los obispos sostienen y proclaman la autonomía de la Iglesia y del Estado. Pero inmediatamente reivindican que tienen algo para decir no sólo como ciudadanos, sino como obispos y en su condición de autoridad religiosa –subrayan– de la grey más importante y numerosa de la Argentina. Algunos de ellos no dejan de recordar que el catolicismo es fundante de la misma identidad argentina de la que estamos celebrando el bicentenario. Una razón más para ser escuchados.
La Semana Santa es propicia para el eco de los pronunciamientos episcopales. Porque más que nunca los púlpitos son espacios privilegiados por la fecha, pero también por el receso político que genera falta de informaciones de primer nivel. Los obispos también conocen esa realidad y aprovechan las circunstancias para hacerse oír. El cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires pero además presidente de la Conferencia Episcopal, reiteró en estos días los mismos conceptos que semanas atrás había puesto a circular la Comisión Permanente del Episcopado, reclamando mayor institucionalidad y diálogo. Es lo mismo que los obispos le llevaron a la presidenta Cristina Fernández y a los titulares del Senado, Diputados y la Corte Suprema. Como es habitual, Bergoglio dijo que sus afirmaciones no estaban dirigidas a nadie en particular. A todos y a ninguno, y que cada uno lea del modo que quiera. Es el estilo de los obispos y el que más réditos les da, porque siempre dejan abierta la puerta para mirar hacia el costado si hay réplicas, críticas o respuestas.
Dentro de este panorama no puede decirse, sin embargo, que se esté atravesando un mal momento en las relaciones entre el Gobierno y la jerarquía católica, considerando el panorama de tormenta que se vivió sobre todo durante la presidencia de Néstor Kirchner. Ambas partes se esfuerzan en destacar que la relación es “normal” y “cordial”, aunque los contrincantes no dejan de mirarse con desconfianza a ambos lados del tablero tratando de adivinar la próxima jugada del rival.
Dentro del cuadro de los obispos hay, no obstante, estrategias diferenciadas aunque no contradictorias. Bergoglio conduce un modo de relación distante, que quiere reafirmar la “institucionalidad” de los vínculos y preservar para sí y para la institución eclesiástica el lugar de reserva de valores. Poseedor de un discurso tan hábil como sutil, el cardenal utiliza el púlpito para dejar constancia de sus puntos de vista y realizar críticas. Mientras tanto avanza en gestos institucionales como la reciente visita a todos (subrayado el “todos”) los poderes del Estado.
Bergoglio es el presidente del Episcopado y nadie puede decir que su estrategia no es la oficial. Pero al menos no es la única. Jorge Casaretto, el obispo de San Isidro y presidente de Pastoral Social, viene trabajando desde hace varios años en un espacio denominado “De habitantes a ciudadanos”. El también busca incidir, pero su táctica pasa por las conversaciones reservadas, las negociaciones y la gestión de acercamiento de las partes. Casaretto piensa como Bergoglio que la Iglesia tiene que jugar un papel en la situación actual, influir. Pero entiende que su tarea es juntar las partes, sentar en la misma mesa a actores que de otro modo no lo harían. Utiliza entonces el poder de convocatoria de la Iglesia para reunir a empresarios y trabajadores, a diferentes líderes religiosos, a expertos y referentes sociales. Este es el camino que está recorriendo ahora con la intención de producir un documento, con ocasión del Bicentenario, en el que se exprese un compromiso común en contra de la pobreza y a favor de una serie de valores que deben rescatarse. Para generar este pronunciamiento han sido convocados desde la UIA y AEA, hasta la CGT, dirigentes sociales, profesionales y líderes religiosos. El título provisorio que se maneja es “La pobreza es problema de todos” y el documento tendría que ver la luz en los próximos días, si se logran los acuerdos y las firmas necesarias. En esa ardua tarea está Casaretto secundado por Eduardo Serantes, el laico que preside la Comisión de Justicia y Paz.
Sumar firmas y apoyos cumple con varios propósitos. Nadie puede decir que lo que se afirma es contra alguien en particular. Tampoco el Gobierno porque, en el borrador del documento no sólo se critica, sino que se hacen reconocimientos a algunos logros de esta gestión (por ejemplo: la asignación universal por hijo). A sabiendas, por supuesto, que la reiteración de la denuncia sobre la pobreza no caerá bien en la Casa Rosada.
No se puede decir que las iniciativas de Bergoglio y Casaretto sean contradictorias entre sí. Pero tampoco que entre ambas exista alto nivel de coordinación. Bergoglio está al tanto de lo que Casaretto hace y, menos, el obispo de San Isidro de lo que pretende el cardenal. Pero ambas acciones son complementarias. No eligen los mismos caminos, pero se tienen en cuenta y saben que se refuerzan mutuamente. Bergoglio y Casaretto respetan a los tres poderes del Estado... y reivindican el poder de la Iglesia.
Para completar el panorama de la jerarquía católica, no habría que dejar de observar también algunos síntomas evidentes del avance de los sectores más conservadores que en los últimos años habían perdido protagonismo institucional. Una buena foto fue la del 17 de marzo en San Rafael (Mendoza) con ocasión de la consagración del nuevo obispo coadjutor de San Luis, Pedro Daniel Martínez, un sacerdote de 53 años, considerado sumamente conservador. El consagrante principal fue el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, la más encumbrada figura de la ultraderecha eclesiástica. Junto a él estuvieron el obispo de San Rafael, Eduardo Taussig, y el titular de San Juan, Alfonso Delgado, del Opus Dei. Una verdadera armada conservadora, a la que quizá sólo le faltó Francisco Polti, otro Opus Dei que gobierna en Santiago del Estero. A fin del año próximo hay elecciones en la Conferencia Episcopal y este grupo quiere mejorar allí su posición relativa haciéndose de cargos. Bergoglio no puede ser reelecto y Aguer aspira a ocupar ese lugar, aunque por el momento sus posibilidades sean pocas. El Vaticano –con quien Aguer y los suyos tienen buenos contactos– “ayuda” con nombramientos de más obispos conservadores, como el reciente de Marcelo Cuenca (53 años) en Alto Valle. Como influyente operador vaticano, este grupo cuenta con la ayuda del cardenal argentino Leonardo Sandri, un conservador nombrado por Benedicto XVI como miembro de la estratégica Congregación para los Obispos, por la que pasan todas las designaciones episcopales, y desde la cual se pueden impulsar candidaturas y vetar otras.
Por Washington Uranga
Nadie podría poner en duda hoy que la jerarquía católica, como cuerpo, es decidida defensora de la democracia como sistema. Existen excepciones, pero éstas alcanzan la misma proporción minoritaria que en los demás grupos sociales y estratos de la sociedad. Pero lo primero no significa que los obispos, como cuerpo y cada uno de ellos individualmente, hayan declinado su decisión de jugar políticamente, de influir en los acontecimientos. En definitiva, se trata de hacer valer su poder. Aunque lo nombren distinto: proclamar valores, anunciar el Evangelio o defender principios, según el caso. Con estos u otros argumentos, usados todos ellos en forma conjunta o alternadamente, la jerarquía de la Iglesia Católica justifica su estrategia de presencia permanente en los acontecimientos sociales y políticos. Sin embargo, cuando se los interroga al respecto, los obispos sostendrán siempre que no participan en política y que todo se reduce a una “mirada pastoral” sobre la realidad del país, tal como denominan la primera conversación que tienen en cada encuentro y que no difiere en mucho de lo que en otro tipo de organización titularían “análisis de coyuntura”.
Parados en este lugar los obispos sostienen y proclaman la autonomía de la Iglesia y del Estado. Pero inmediatamente reivindican que tienen algo para decir no sólo como ciudadanos, sino como obispos y en su condición de autoridad religiosa –subrayan– de la grey más importante y numerosa de la Argentina. Algunos de ellos no dejan de recordar que el catolicismo es fundante de la misma identidad argentina de la que estamos celebrando el bicentenario. Una razón más para ser escuchados.
La Semana Santa es propicia para el eco de los pronunciamientos episcopales. Porque más que nunca los púlpitos son espacios privilegiados por la fecha, pero también por el receso político que genera falta de informaciones de primer nivel. Los obispos también conocen esa realidad y aprovechan las circunstancias para hacerse oír. El cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires pero además presidente de la Conferencia Episcopal, reiteró en estos días los mismos conceptos que semanas atrás había puesto a circular la Comisión Permanente del Episcopado, reclamando mayor institucionalidad y diálogo. Es lo mismo que los obispos le llevaron a la presidenta Cristina Fernández y a los titulares del Senado, Diputados y la Corte Suprema. Como es habitual, Bergoglio dijo que sus afirmaciones no estaban dirigidas a nadie en particular. A todos y a ninguno, y que cada uno lea del modo que quiera. Es el estilo de los obispos y el que más réditos les da, porque siempre dejan abierta la puerta para mirar hacia el costado si hay réplicas, críticas o respuestas.
Dentro de este panorama no puede decirse, sin embargo, que se esté atravesando un mal momento en las relaciones entre el Gobierno y la jerarquía católica, considerando el panorama de tormenta que se vivió sobre todo durante la presidencia de Néstor Kirchner. Ambas partes se esfuerzan en destacar que la relación es “normal” y “cordial”, aunque los contrincantes no dejan de mirarse con desconfianza a ambos lados del tablero tratando de adivinar la próxima jugada del rival.
Dentro del cuadro de los obispos hay, no obstante, estrategias diferenciadas aunque no contradictorias. Bergoglio conduce un modo de relación distante, que quiere reafirmar la “institucionalidad” de los vínculos y preservar para sí y para la institución eclesiástica el lugar de reserva de valores. Poseedor de un discurso tan hábil como sutil, el cardenal utiliza el púlpito para dejar constancia de sus puntos de vista y realizar críticas. Mientras tanto avanza en gestos institucionales como la reciente visita a todos (subrayado el “todos”) los poderes del Estado.
Bergoglio es el presidente del Episcopado y nadie puede decir que su estrategia no es la oficial. Pero al menos no es la única. Jorge Casaretto, el obispo de San Isidro y presidente de Pastoral Social, viene trabajando desde hace varios años en un espacio denominado “De habitantes a ciudadanos”. El también busca incidir, pero su táctica pasa por las conversaciones reservadas, las negociaciones y la gestión de acercamiento de las partes. Casaretto piensa como Bergoglio que la Iglesia tiene que jugar un papel en la situación actual, influir. Pero entiende que su tarea es juntar las partes, sentar en la misma mesa a actores que de otro modo no lo harían. Utiliza entonces el poder de convocatoria de la Iglesia para reunir a empresarios y trabajadores, a diferentes líderes religiosos, a expertos y referentes sociales. Este es el camino que está recorriendo ahora con la intención de producir un documento, con ocasión del Bicentenario, en el que se exprese un compromiso común en contra de la pobreza y a favor de una serie de valores que deben rescatarse. Para generar este pronunciamiento han sido convocados desde la UIA y AEA, hasta la CGT, dirigentes sociales, profesionales y líderes religiosos. El título provisorio que se maneja es “La pobreza es problema de todos” y el documento tendría que ver la luz en los próximos días, si se logran los acuerdos y las firmas necesarias. En esa ardua tarea está Casaretto secundado por Eduardo Serantes, el laico que preside la Comisión de Justicia y Paz.
Sumar firmas y apoyos cumple con varios propósitos. Nadie puede decir que lo que se afirma es contra alguien en particular. Tampoco el Gobierno porque, en el borrador del documento no sólo se critica, sino que se hacen reconocimientos a algunos logros de esta gestión (por ejemplo: la asignación universal por hijo). A sabiendas, por supuesto, que la reiteración de la denuncia sobre la pobreza no caerá bien en la Casa Rosada.
No se puede decir que las iniciativas de Bergoglio y Casaretto sean contradictorias entre sí. Pero tampoco que entre ambas exista alto nivel de coordinación. Bergoglio está al tanto de lo que Casaretto hace y, menos, el obispo de San Isidro de lo que pretende el cardenal. Pero ambas acciones son complementarias. No eligen los mismos caminos, pero se tienen en cuenta y saben que se refuerzan mutuamente. Bergoglio y Casaretto respetan a los tres poderes del Estado... y reivindican el poder de la Iglesia.
Para completar el panorama de la jerarquía católica, no habría que dejar de observar también algunos síntomas evidentes del avance de los sectores más conservadores que en los últimos años habían perdido protagonismo institucional. Una buena foto fue la del 17 de marzo en San Rafael (Mendoza) con ocasión de la consagración del nuevo obispo coadjutor de San Luis, Pedro Daniel Martínez, un sacerdote de 53 años, considerado sumamente conservador. El consagrante principal fue el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, la más encumbrada figura de la ultraderecha eclesiástica. Junto a él estuvieron el obispo de San Rafael, Eduardo Taussig, y el titular de San Juan, Alfonso Delgado, del Opus Dei. Una verdadera armada conservadora, a la que quizá sólo le faltó Francisco Polti, otro Opus Dei que gobierna en Santiago del Estero. A fin del año próximo hay elecciones en la Conferencia Episcopal y este grupo quiere mejorar allí su posición relativa haciéndose de cargos. Bergoglio no puede ser reelecto y Aguer aspira a ocupar ese lugar, aunque por el momento sus posibilidades sean pocas. El Vaticano –con quien Aguer y los suyos tienen buenos contactos– “ayuda” con nombramientos de más obispos conservadores, como el reciente de Marcelo Cuenca (53 años) en Alto Valle. Como influyente operador vaticano, este grupo cuenta con la ayuda del cardenal argentino Leonardo Sandri, un conservador nombrado por Benedicto XVI como miembro de la estratégica Congregación para los Obispos, por la que pasan todas las designaciones episcopales, y desde la cual se pueden impulsar candidaturas y vetar otras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario