Por Carlos Cánepa
La historia de la antropóloga norteamericana que dejó su corazón entre los Selk’nam
“¿Dónde fueron las mujeres que cantaban como los canarios? Había muchas mujeres. ¿Dónde fueron?”
Lola Kiepja
Fue una arqueóloga francesa quien le contó por primera vez a Anne Chapman (es inevitable pensar que mientras caminaban por una sala del Museo del Hombre) sobre una mujer que vivía en el lado argentino de la Isla de Tierra del Fuego, y que era la última representante de una cultura extinguida: los Selk’nam, más conocidos como Onas. Anita, como la llamaban cariñosamente sus compañeros de estudios en la Universidad Autónoma de México, siempre agradeció la valiosa contribución de su amiga.Anne Chapman nació en Los Angeles, California, en 1922. Hija de un empresario (arruinado con el crack del ’29) y de una pionera feminista. Su vocación por la antropología surgió en México, país hacia el cual se dirigió para aprender español y poder vincularse con su cultura. Formó parte, en la década del ‘40, de la primera generación de egresados de la Escuela de Antropología e Historia (ENAH). Contaba que una de las principales lecciones que recibió allí fue de parte de su profesor Alfonso Villa Rojas. “Él siempre insistía en que debíamos crear lazos de amistad”, recordaba. Esos lazos la llevaron a buscar el diálogo largo e intenso con diferentes personas que ofrecieran sus vivencias, mitos, cuentos, biografías, evitando hacerles jugar el desagradable papel de “informantes” según el estilo de la vieja antropología colonial.Continuó con sus estudios en la Universidad de Columbia y, luego, en la Sorbona. Allí fue discípula de Claude Lévi-Strauss e integró el Centro de Investigaciones Científicas de Francia y del Museo del Hombre de París, destacando siempre la importancia que puede tener un informante para rescatar parte del legado de una cultura.Todas estas ideas-fuerza se pusieron en marcha cuando, trabajando con el grupo de Lévi-Strauss en Honduras, consiguió permiso para variar su trabajo de campo y viajó por primera vez a Tierra del Fuego. Era 1964. Y así comenzó una vinculación que duraría el resto de su vida y que quedó materializada en múltiples libros, artículos, conferencias, grabaciones y edición de discos con canciones originales, documentales y exposiciones.Chapman conoció a Lola Kiepja en una reserva cercana al Lago Fagnano y al pueblo de Tolhuin, “corazón” de la Isla Grande. Vivía en una cabaña de una pieza, construida para ella por obreros de un aserradero de la zona. Había levantado, atrás de la cabaña, con sus propias manos, una tienda similar a la de sus recuerdos. Allí pasaba la mayor parte del día tejiendo canastas y rodeada de mínimos, imprescindibles objetos. Pronto se estableció entre ellas un fuerte vínculo de afecto y amistad que Anne siempre recordaría. “Era una persona de excepcional riqueza, apasionada, sensible, inteligente. Tenía un profundo conocimiento del misticismo de su pueblo. Ella era un chamán, el último chamán shep’nam. Había heredado su poder sobrenatural de un tío materno que transmitió su espíritu en un sueño. Se ejercitó durante años para adquirir suficiente fuerza de concentración y lograr acceder al más allá”, decía Chapman.Los chamanes ocupaban un lugar preponderante en esa cultura. Respetados y temidos, eran los guardianes de la tradición, “padres de la palabra”, capaces de curar y de matar a sus enemigos a la distancia con flechas invisibles. Metódica y pacientemente, Chapman grabó los cantos chamánicos, lamentos, canciones de cuna, cantos del guanaco y del más importante ritual de los selk’nam: El Hain. “Estoy siguiendo las pisadas de los que murieron. Se me ha permitido venir a la Montaña del Poder. He llegado a la Gran Cordillera del Cielo. El poder de aquellos que murieron vuelve a mí. Del infinito me han hablado”, cantó Lola para el grabador. Disfrutaba y se reía mucho al escucharse luego frente a “la máquina”. Anciana y en soledad, Lola murió a fines del invierno de 1966 desapareciendo, así, todo testimonio directo de un pueblo paleolítico de cazadores-recolectores.Chapman regresó a Tierra del Fuego en 1967 y se puso en contacto con Angela Loij, amiga de Lola. Ángela estaba muy involucrada con su cultura ancestral. Hija de padres indígenas, había vivido sus primeros años rodeada por su familia. Aproximadamente a los diez años había ingresado en la Misión Salesiana de la Isla Grande en donde vivió y compartió muchas horas y relatos junto a ancianas que recordaban permanentemente el pasado. Fue ella quién colaboró en traducir todos los cantos grabados por Lola. Una tarea dificultosa dado que los chamanes utilizaban un lenguaje distinto, esotérico. Luego Chapman recorrió la parte sur de la Isla y realizó diversas investigaciones sobre los Yaganes, habitantes de las costas del Canal de Beagle, islas vecinas y del Cabo de Hornos.Estos, a diferencia de los Selk’nam, eran eximios navegantes. Pasaban la mayor parte de sus vidas a bordo de canoas construidas con corteza de árboles y unidas entre sí mediante costuras hechas con tientos de cuero de lobo marino o barbas de ballenas. Tenían, internamente, un armazón de madera dura que les daba solidez y estaban contrapesadas con una masa arcillosa de unos quince centímetros de espesor. Podían transportar entre siete y ocho personas que mantenían, siempre, un fuego encendido. Estas canoas se encontraban magníficamente adaptadas para navegar con mínimos recursos en un ambiente de una hostilidad difícil de encontrar en otros lugares del mundo.Los Yaganes vivían prácticamente desnudos, cubriéndose ocasionalmente con pieles de lobos marinos. Para protegerse del frío (puede llegar a -20º) se untaban el cuerpo con grasa de foca o de ballena. Se alimentaban de carne de lobo marino, de peces o de mariscos y crustáceos que recogían las mujeres arrojándose a las aguas heladas.Cuando alguna canoa zozobraba, eran ellas también las encargadas de salvar a los niños y también a los hombres que, por lo general, no sabían nadar. Al tomar contacto con los europeos, obsesionados siempre con la desnudez, fueron obligados a usar ropas de lana que, al mojarse, tardaban en secar provocando enfermedades para las cuales no tenían inmunidad. En una conferencia dictada por Chapman en Chile y hablando sobre los yaganes y de su notable capacidad para desenvolverse en un ambiente y clima tan espantosos, señaló: “Ya no se trataría de aborígenes que apenas lograban sobrevivir en frágiles canoas, sino mas bien de un pueblo marítimo, único en la historia de la humanidad, inquieto y creador, cuando aún era dueño de su destino”.Pero Chapman no fue la primera. A principios del siglo XX, el sacerdote y etnólogo austríaco Martín Gusinde realizó un trabajo en relación a la cultura Shep’nam que ella no dudaba en calificar como “monumental”. Gusinde registró minuciosamente la notable y alucinante ceremonia del Hain, el ritual iniciático de los jóvenes shep’nam. Lola siempre decía sobre esta ceremonia: “Hay mucho, mucho del Hain. Nunca podré contar todo”.El principal objetivo tenía que ver con el tránsito de los jóvenes a la condición de adultos. Un joven no podía casarse sin haber transitado por ella. Era una larga y profunda experiencia educativa que podía llegar a durar meses, según lo decidieran quienes la dirigían, considerando si habían completado adecuadamente su aprendizaje.La época ideal para llevarla a cabo era el otoño o comienzos del invierno, pero podía comenzar en cualquier época del año según la cantidad de jóvenes que hubiera para participar. El lugar elegido tenía suma importancia. Generalmente, se hacía en un claro del bosque. Debía estar cerca de un paradero de guanacos y de una fuente de agua. La choza ceremonial se ubicaba en el centro del terreno mirando hacia el este. Tenía forma cónica, similar a la tan difundida de los indios norteamericanos. Las paredes se reforzaban con bloques de pasto hasta una altura de unos tres metros con el fin de proteger contra el frío y evitar que pudiera verse lo que sucedía adentro.Al comenzar la ceremonia se encendía un fuego en el centro que se mantenía constante. Los siete postes principales eran alineados con precisión. Cuatro de ellos representaban los puntos cardinales, los cuatro cielos, mientras que los otros tres tenían una jerarquía menor. El más importante era el del este. La choza ceremonial representaba el cosmos en donde se ubicaban los cuatro “cielos del infinito”. Estos eran “las cordilleras invisibles” siendo la del este la más hermosa y traicionera. Era allí donde regresaban las almas al morir para reunirse con las fuerzas eternas del universo. Estas cordilleras míticas eran la fuente del poder chamánico que, en estado de trance, buscaban alcanzar la cumbre de una de las cuatro cordilleras.Los participantes se identificaban con un espíritu, para lo cual se pintaban el cuerpo de maneras preestablecidas y usaban máscaras fabricadas con sumo cuidado. Los jóvenes tenían que ir al bosque, entregarse a la soledad, a la fatiga y practicar la búsqueda y caza del guanaco, el alimento principal del pueblo. Los guanacos son rápidos y era necesario tener gran fortaleza física y habilidad para cazarlos con arco y flecha, perseguirlos durante largas distancias y atraparlos sin malgastar flechas. El Hain servía, también, para reafirmar la estructura patriarcal, reunir gente dispersa o que no podía verse con frecuencia y practicar todos los rituales considerados indispensables para la continuidad social. Era una suerte de gran teatro, con personajes que representaban diferentes papeles y situaciones durante un largo período. Se suponía que las mujeres estaban convencidas de que se estaban enfrentando a espíritus y no a hombres. Ese era el gran “secreto”. Chapman pudo, sin embargo, determinar con Ángela, que había dejado más la tradición que Lola, que el supuesto “secreto” no era tal. Conocían perfectamente lo que sucedía pero “actuaban” como si no lo supieran. En esa “actuación” estaba lo teatral y la diversión.A partir de 1880, comenzó la colonización sistemática del territorio por parte de los blancos. Las tierras se presentaban muy aptas para la crianza de ovejas y las estancias se desarrollaron. Hasta ese momento, el contacto había sido muy esporádico y comenzado, más precisamente, el 21 de octubre de 1520 cuando un grupo de sorprendidos indígenas avistó una flotilla de 4 naves desconocidas. Las naos, esos barcos diseñados por los portugueses para afrontar largos viajes de exploración y comercio, estaban bajo el mando de un capitán que daría su nombre para bautizar el estrecho que une ambos océanos y, más tarde, entregaría su vida en ese viaje extraordinario: Fernando de Magallanes.Del siglo XVI al XIX, los contactos fueron esporádicos y, fundamentalmente, con los yaganes que vivían cerca de las rutas seguidas por los navegantes transoceánicos. Salvo excepciones, la visión de los europeos estuvo siempre cargada de menosprecio y desvalorización. Fitz Roy los definió como “apenas superiores a los animales”, un joven naturalista de 22 años, pasajero del “Beagle”, los consideró “degenerados y miserables salvajes”. Muchos años después, Charles Darwin lamentaría esas palabras suyas que tanta difusión habían tenido. Contrariamente, Thomas Bridges, misionero inglés y fundador de la primera estancia de la Isla, Harberton, reunió 32.000 palabras en un erudito trabajo destinado a la edición del primer diccionario Yagán-Inglés.En 1889 un grupo de selk’nam fue raptado por un cazador de ballenas de nombre Maitre, llevados a Europa y exhibidos en una jaula como caníbales en la Exposición Universal de París. Ninguno regresó. A fines del siglo XIX y comienzos del XX la persecución a los indígenas se intensificó. El alambrado de los campos dificultaba el desplazamiento de los guanacos y complicaba la caza de los mismos. Esto trajo como consecuencia el aumento de las luchas por los territorios de caza y la búsqueda de sustitutos para poder alimentarse. Los selk’nam recurrieron a las ovejas para alimentarse, algo normal para un pueblo sin idea de la propiedad. Los ovejeros pasaron a reclutar, entonces, a genocidas encargados de la eliminación masiva de los indígenas. Las orejas, cabezas y tetas de las mujeres comenzaron a tener cotización en libras esterlinas. Lucas Bridges relató una charla mantenida con uno de los más conocidos asesinos, el escocés Mac Klenan, “El chancho colorado”. En vez de matarlos, le propuso la idea de prepararlos para poder trabajar en las tareas rurales. Recibió como respuesta que era mucha molestia porque primero había que darles de comer y vestirlos para poder educarlos. Era mejor meterles una bala y listo. Pero lo que no lograba el winchester, lo conseguían las enfermedades traídas por los blancos, que actuaban con enorme virulencia sobre cuerpos sin inmunidad.Los chamanes, entonces, nada pudieron hacer. El crimen estaba completo. Unos pocos se refugiaron en las misiones, pero los cambios en la alimentación y la vestimenta terminaron con ellos.Ángela Loij fue la última en quedar con vida en la misión salesiana. Le pidieron que se fuera para cerrarla. Así fue como terminaron desapareciendo esos pueblos del sur cuya historia se remontaba a las más lejanas épocas de la existencia humana, similar a la de los australianos originarios.Chapman escribió varios poemas en homenaje a Lola y Ángela, y en 1974 publicó su Llanto por los Indios de Tierra del Fuego: “…Amaron sus bosques donde anidan pájaros multicolores. Amaron el firmamento y sus dioses convertidos en astros, en vientos y en mares. Y cantaron. Cantaron esperando curar a sus enfermos o sollozando cuando murieron. Cantaron a la luna en su esplendor, al sol amaneciendo, a los niños durmiendo. Cantaron en sus ritos, con solemnidad o entre risas. (…) Desembarcaron en sus islas unos hombres extraños, armados de balas, de venenos, de afán de riquezas. Después se jactaron de pioneros, de civilizadores, de sacrificados servidores. Y se comentan: ‘que lástima, nuestro indio fueguino no nos dejó folklore’. Pero sí nos dejó el eco de su llanto, llanto de su pueblo que fusilamos y contagiamos, llanto de su pueblo que exterminamos”.Hace casi siete meses, el 12 de junio de 2010, Anne Chapman falleció en París a la edad de 88 años. Fue entonces, cuando en el otro lado del mundo, el viento del oeste sopló aún más fuerte, todos los fuegos se encendieron, las canoas cabecearon y sus míticos tripulantes levantaron los remos en señal de despedida.
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