Por Sebastián Hacher
En 1999 murió fusilado por la policía cuando tenía 17 años y alimentó su leyenda: para los “pibes chorros” es un santo que puede torcer el trayecto de una bala. Sabina, su madre organiza todos los años un festival solidario para “celebrar la vida”.
La mujer que revuelve el chocolate caliente con devoción, la que explica cómo preparar la torta y repartir los choripanes es Sabina Sotelo, la madre del último ladrón mítico que pisó el conurbano norte. Su hijo, Víctor “El Frente” Vital, hoy tendría 29 años. A los 17, cuando era un “pibe chorro” conocido y respetado en todas las villas de la zona, la policía lo fusiló de cuatro disparos mientras él intentaba esconderse debajo de una mesa. Eso fue el 6 de febrero de 1999, hace más de once años. Aquella escena lo volvió un mito: sus pares lo convirtieron en un santo al que le atribuyen el poder de torcer las balas, garantizar el éxito de los atracos y hasta solucionar los problemas de amor. Pero no fue sólo la muerte prematura la que le otorgó esos poderes. El Frente, como todos lo llamaban, hizo mérito en vida para ganar la fama que lo trascendió. Quienes lo conocieron dicen que repartía lo que robaba y que había jurado jamás dañar al débil. Que en los tres años en los que se dedicó al delito puso en práctica las viejas costumbres de la delincuencia, esas leyes no escritas que hablaban del respeto, del cuidado del barrio y de la lealtad con los iguales. El “Chocolate por la vida” que Sabina organiza cada año, creció a la orilla de esa leyenda. “Nosotros lo recordamos como era él: dando y compartiendo con los demás. Para hacer este chocolate ahorramos todo el año y juntamos donaciones. Y festejamos la vida. Por eso elegimos la fecha de su cumpleaños, y no la de su muerte”, explica la mujer.El ritual nació a los pocos meses de la muerte de Víctor, en el rancho de la Villa San Francisco, en San Fernando, donde vivía su familia. En los últimos años, la chocolateada se mudó junto a su creadora: la actividad ahora se concentra en la puerta de la nueva casa de Sabina en Don Torcuato, en el mismo predio donde funciona el comedor de la ONG Por la Vida y la escuela para adultos que la mujer fundó en el patio de su casa. Las tortas y el chocolate se cocinan en el aula, entre esas paredes de madera donde todas las noches se amontonan cincuenta hombres y mujeres para terminar los estudios primarios. “La escuela se llama Víctor Manuel, como mi hijo”, cuenta la anfitriona. “El nombre lo votamos entre todos. Tenemos reconocimiento del Ministerio de Educación, y no damos abasto: viene tanta gente que cuando hace calor las clases se dan en el patio.” Sabina recibe a los invitados, atiende el teléfono y organiza los detalles sin soltar el cucharón. Cuando alguien se ofrece a ayudarla, ella dice un no rotundo. “Lo hago casi como una promesa”, dice. “Para que salga rico, el chocolate lo tengo que hacer siempre yo. Todo lo demás lo hacen los otros: cada uno ya sabe lo que tiene que hacer.” Afuera, bajo el sol tibio del domingo, su hijo mayor tiene el micrófono. Hoy cambió el turno en el supermercado donde trabaja para oficiar como maestro de ceremonias. Está parado sobre el escenario –el acoplado de un camión cruzado sobre una calle de tierra– y arenga a los chicos para comenzar los juegos. Primero viene el concurso de baile. Hay que saltar en el lugar y quedarse inmóvil cuando el disc jockey detenga la música. Después se larga la competencia de chistes de hombres contra mujeres. Los resultados son siempre inciertos, pero tienen un incentivo: el premio son números extras para el sorteo de juguetes, que incluyen dos bicicletas nuevas, el trofeo más esperado por todos.Mientras llega la murga y el tenor que da inicio a los números artísticos del día, en la calle se juntan unas 200 personas. Entre los presentes hay algunos de los sobrevivientes de la época de El Frente: pibes ahora adultos que respetan a Sabina no sólo por ser la madre de un mito, sino porque ella los acompañó mientras sufrieron el encierro, o los recibió en su casa cuando la justicia los obligó a dar algún servicio comunitario para no ir presos. Sabina, que nunca aprobó las actividades de su hijo, los escucha y aconseja con paciencia de madre. No le importa que algunos vecinos, que no entienden lo que ella hace, la hayan bautizado como “la vieja que junta a los chorros”. Ella –que tiene 62 años, pero parece de muchos menos– es feliz cada vez que puede rescatar o, al menos, darle una mano a alguien. “Yo me siento a tomar mate con ellos, me cuentan de sus problemas y trato de ayudarlos. A veces también voy a dar charlas a las escuelas, o vienen a verme acá: el otro día me visitaron 60 chicos de una escuela de Tigre. Habían leído el libro de Cristian Alarcón y me querían conocer”, dice con orgullo. En esas charlas, Sabina no sólo cuenta la historia de El Frente, sino que la compara con la situación actual. “Ahora las cosas son distintas. Dicen que ya no hay tanto gatillo fácil como antes, pero a los pibes los mata el paco. En los barrios donde antes andaba Víctor, ahora ya ni se puede caminar: está lleno de zombis”. Sabina habla y no deja de revolver el chocolate: en un rato, después que baile la murga, ella misma va organizar la fila para que nadie se quede sin su ración. <
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