Adam Przeworski es uno de los más reconocidos politólogos contemporáneos que estudian los sistemas democráticos en Latinoamérica y Europa del Este. Su preocupación central son los mecanismos que poseen los ciudadanos para fiscalizar a sus gobernantes. Aquí, el investigador debate sobre el significado actual de la democracia, sus límites, los conflictos, sus actores. El papel de los gobiernos en América latina.
Por Natalia Aruguete
–En su libro ¿Qué esperar de la democracia?, usted plantea que la democracia no se caracteriza por la igualdad y que, además, no fue creada por “demócratas”. ¿Cómo conceptualiza la idea de democracia en la actualidad?
–Para mí, la democracia es un sistema que constituye un terreno de conflictos, que se pueden resolver de manera pacífica y con libertad. Eso es la democracia. No es algo que, en sí mismo, genera igualdad. Es un campo de luchas organizadas, que crean incentivos a las fuerzas políticas para obedecer las reglas. Cuando la democracia funciona, procesa varios conflictos en paz y sin violar demasiado la libertad.
–¿A una democracia que no ha sido capaz de resolver las desigualdades socioeconómicas le es posible generar igualdades políticas?
–El mecanismo político más igualitario es, después de todo, el de las elecciones. Otros mecanismos de competencia política son aún más desiguales que las elecciones. Porque los recursos económicos y los recursos organizacionales e ideológicos juegan un papel más importante. Por eso, creo que la instancia de elecciones es el mecanismo más igualitario. Aunque no creo que puedan ser completamente igualitarias, porque en una sociedad desigual –desde el punto de vista social y económico–, el dinero siempre encuentra modos de infiltrarse en la política.
–¿En qué sentido?
–En una sociedad de mercado, en la cual existe desigualdad social y económica, siempre habrá algún nivel de desigualdad política. Quizá los países donde hay menos desigualdad son aquellos que tienen sindicatos fuertes, donde la clase obrera está organizada en un sindicato que tiene recursos, que tiene sus diarios y sus instituciones. Hablo, sobre todo, de los países escandinavos, donde los sindicatos tienen mucho peso frente a las empresas. En otros países hay un grado de desigualdad política inevitable.
–¿Con la institucionalidad y el poder de los sindicatos como actor político alcanza para lograr una real igualdad en el terreno político?
–A partir de la Primera Guerra Mundial, en Europa Occidental se armó algo que se llamó “el compromiso de clase”. El compromiso de clase consistía en que los obreros organizados en sindicatos no empujaban sus acciones hacia demandas salariales o de otro tipo al límite. Es decir, no utilizaban totalmente su poder monopolístico en el mercado, porque sabían (pensaban) que mientras la propiedad de medios de producción fuera privada y que las decisiones de inversión las tomaban las empresas, entonces los sindicatos sabían que los salarios de hoy día constituyen un costo en la inversión y, por ende, en el empleo y los salarios de mañana. Un país en Europa en el que no hubo huelgas entre 1936 y 1978 fue Suecia. Porque los sindicatos eran muy fuertes.
–¿Por qué los sindicatos suecos no hicieron medidas de fuerza siendo tan fuertes? ¿Acaso la huelga no era un mecanismo de presión?
–Tenían poder y calculaban sacar lo que era óptimo para ellos. Y esto era un compromiso de clase. En el período que va entre los años ‘50 y los ‘80 fue característico que los aumentos de salarios siguiesen los aumentos de productividad, en una relación de uno a uno. Esto se agotó con el neoliberalismo. Yo creo que ese conflicto de clase habilitó la democracia.
–Con la llegada del neoliberalismo, a partir de la crisis del Estado en los años ’80, la flexibilización que se instaló en el sector laboral conllevó un debilitamiento del sindicalismo en su sentido tradicional. ¿Qué características debe tener el actor que reivindique los derechos de los trabajadores en el nuevo escenario de relaciones laborales precarizadas?
–Creo que esta pregunta no tiene una respuesta general. Porque aunque los sindicatos en los países escandinavos no son esencialmente lo que eran, y si bien el sistema de negociación salarial no es exactamente lo que era –en el sentido de que se descentralizó y aumentó la desigualdad–, sin embargo, los sindicatos tienen peso en esos países. Por otro lado, en países como Estados Unidos, Ronald Reagan los destruyó en el ’82. Había una huelga de los controladores de tránsito aéreo, y él echó a todos los huelguistas. Margaret Thatcher también destruyó a los sindicatos en dos años, el número de afiliados cayó a la mitad, entre 1979 y 1981.
–Menciona dos casos muy paradigmáticos, pero ¿qué sucede en el resto de las sociedades?
–Salvo en algunos países, no hay una fuerza organizada que se pueda contraponer al poder de las grandes empresas. Los movimientos u ONG son “fuercitas” (usa el término como diminutivo de “fuerzas”). La lucha se fragmentó. Un movimiento lucha por esto, otra OGN lucha por esto otro... ya no hay una fuerza centralizada y poderosa, que agrupe al 90 por ciento de los empleados.
–Usted mencionó las elecciones como el momento de mayor igualdad política, pero entre elección y elección pasa mucho tiempo, ¿por qué los sistemas democráticos no han generado mecanismos de accountability en los períodos entre elecciones?
–Un aspecto de la cuestión es el diseño institucional de los sistemas democráticos. Hay una herencia histórica que siempre me llama la atención. Yo creo que una parte de la sensación de impotencia política es que no tenemos instituciones para hacer accountable. La burocracia está en falta, es decir, las organizaciones públicas que ofrecen estos servicios. Para esto no tenemos mecanismos. Imagina que los maestros no van a la escuela, que los dineros de la jubilación no llegan, que la policía toma coimas, ¿qué puede hacer uno?
–¿Qué cree usted que puede hacer uno?
–Puede votar contra los representantes que deben controlar las cúpulas de la burocracia que, a su vez, controla los rangos más bajos de la burocracia. Es una cadena muy larga que no funciona. Hoy es en la calle que se da la accountable. Este diseño se debe al hecho de que cuando se formaron las instituciones representativas modernas no había democracia. El gobierno no ofrecía servicios.
–¿Qué caso podría mencionar como ejemplo de instituciones representativas sin democracia?
–El gobierno norteamericano, en 1789, tenía 4500 empleados. Ahora, cualquier barrio de Buenos Aires tiene 4500 empleados. Había un poco de discusión en la Convención Norteamericana sobre la posibilidad de controlar la República y, de vez en cuando, aparecían intentos de hacerlo. Una investigadora chilena ha trabajado sobre los intentos en América latina de crear este tipo de mecanismos de control local sobre la burocracia local, pero las sociedades no han desarrollado ese aspecto. Creo que mucho del sentido de impotencia proviene de este diseño.
–¿Usted cree que es una limitación estructural de la democracia?
–No. Creo que eso sí requiere reformas. Y el lenguaje de participación está abusado por muchos gobiernos y, en lugar de pensar cómo habilitar a la gente para que pueda controlar el Estado, se lo hace desde arriba. A mí me huele sospechoso cuando un gobernante dice “aumentamos la participación”. Pero este aspecto está dentro de mi lista de reformas factibles.
–¿Qué grado de efectividad tiene la participación en la calle en términos de ejercer una accountability que tenga estabilidad y se pueda mantener en el tiempo?
–No es tan fácil. La calle es algo costoso, muchas veces peligroso y puede llevar a cosas muy desagradables, como lo que pasó acá con las tomas (N. de la R.: se refiere a los episodios de diciembre). Creo que todos los gobiernos temen la calle porque es la posibilidad de rompimiento del orden público, es algo que todos los gobiernos tienen que tomar en cuenta. Y siempre surgen negociaciones tratando de debilitar o calmar a la gente en la calle. Están fuera del marco institucional, pero son efectivas.
–¿Por qué cree que no son los mejores mecanismos?
–Duran menos, son menos estables. Se pueden calmar ahora y luego no hacer nada. Y son peligrosas porque pueden generar una espiral de violencia. Ningún gobierno puede tolerar un desorden que dure. Norberto Lechner, un investigador alemán-chileno, en su análisis sobre la caída de Allende, su primera conclusión fue que ningún gobierno puede tolerar un desorden cotidiano. Entonces, en un primer momento, los gobiernos tienen la tentación de reprimir. Una vez que el gobierno reprime, otra parte responde con violencia y se arma algo muy feo que puede desbordar.
–Teniendo en cuenta que usted estuvo en Buenos Aires durante los episodios de las tomas de distintos predios, ¿cuál es su evaluación sobre cómo se dio este proceso?
–Yo no sé si en este caso la democracia es lo decisivo. Aparece el fenómeno. En el caso de cualquier gobierno, las estrategias son las mismas. Un gobierno democrático tiene que preocuparse de las elecciones y quizás algunos de los disturbios son promovidos pensando en las elecciones. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Conceder y reprimir? ¿Reprimir y conceder? Creo que es una respuesta general, no depende de que el gobierno sea o no democrático. En China, se estima que hay entre 4000 y 5000 disturbios públicos por año, y los chinos no tienen un método y una institución para resolver estos asuntos, deben resolver uno por uno. En algunos casos, conceden y nada más. En otros casos, reprimen y nada más. Sin embargo, tienen que manejarlo caso por caso. Por eso yo creo que el gobierno chino está caminando sobre una piedra minada, que un día va a estallar. Tienen suerte de que el país es grande y estos disturbios son bastante aislados. Sin embargo, si un día se arma una ola, van a tener problemas. Pero estos problemas no tienen una receta general.
–Y en el caso de Buenos Aires, ¿cómo evaluó el manejo que las autoridades hicieron de las tomas, teniendo en cuenta que había diferencias entre el gobierno nacional y el porteño, respecto de cómo resolver esta cuestión?
–A mí me impresionó que, al final, en el caso de estas tomas, el gobierno nacional, es decir, la presidenta (Cristina Fernández) lo manejó bastante bien. Yo detecto un idioma muy machista en algunos análisis y comentarios políticos. Y me impresionó que ella no entró en la trampa.
–¿Cuál trampa?
–En el sentido de pensar: yo soy mujer, me acusan de débil, entonces voy a entrar y pegar con todo. No hizo eso. Lo manejó pacientemente.
–Y además, puso a una mujer en el Ministerio de Seguridad.
–Exactamente. Eso me impresionó.
–Las políticas de estabilización restrictivas y regresivas que se están implementando en algunos países de Europa, en el marco de la crisis mundial, ¿cree que afectan en algún grado a las democracias?
–No. Yo creía hace unos años y sigo creyendo –aunque debo advertir que algunos colegas no piensan igual– que esta crisis va a aumentar la intensidad de los conflictos y que, en realidad, por primera vez en 30 años, ahora se están dando conflictos de clases en Europa. Creo que la dimensión principal que tienen estos conflictos es que son de clase, son conflictos distributivos y de clase, como los que se daban en los años ‘20 y comienzos de los ‘30. Sin embargo, no me imagino que esto incida sobre la dimensión democrática. No me imagino. Yo creo que en Europa, la democracia es como la naturaleza. No es algo que se pueda cuestionar o pensar en alternativas. Es algo de facto. Está ahí.
–¿Pero es una democracia con qué características? Si esta crisis hace aflorar conflictos de clase que remiten a cien años atrás, ¿se puede hablar de una democracia que ha madurado?
–Esto no sólo lo creo sino que lo sé, porque tengo datos sistemáticos: lo que cambió en los últimos cuarenta años es que los gobiernos pierden elecciones. Antes era muy raro que los gobiernos perdieran elecciones. Viene un gobierno y después otro de distinto signo político. En algún sentido, esto hace que la gente siga creyendo que la democracia es un mecanismo que permite controlar (a los gobiernos). Muchas veces se decepcionan, se desencantan. Sin embargo, siguen creyendo. Votan a un gobierno en el que creen, aparece el desencanto, votan al partido contrario. Es una muestra de que la alternancia en el gobierno es mucho más intensa de lo que era hace cincuenta años. Esto es un cambio, es una madurez de la democracia. Porque nadie piensa que el cambio de gobierno es algo peligroso. Todo el mundo piensa que es natural. Es el instrumento democrático que tenemos.
–Usted menciona en uno de sus trabajos que las prescripciones neoliberales de los años ‘90 debilitaron las democracias en América latina. ¿Cree que hubo algún grado de madurez en estas democracias, a partir de la recuperación de las distintas crisis que estallaron en la región?
–América latina es difícil de analizar. Creo que en Argentina, Chile, Uruguay o Brasil, las instituciones democráticas funcionan tan bien como pueden funcionar. Pienso que funcionan mejor que en Estados Unidos, pero también, que funcionan mejor que en varios países europeos. El hecho de que Luiz Inácio Lula de Silva haya podido ganar elecciones en Brasil demuestra que las instituciones democráticas son fuertísimas. Ahora, en Brasil hay movimientitos feos, fascistas. Sin embargo, eso era impensable. O pensar que Michelle Bachelet haya podido ser presidenta en Chile... con los antecedentes de ese país, no de clase sino de represión y de idiosincrasia. Esto indica que estas democracias funcionan.
–¿Y el caso argentino, cómo lo ve?
–Aun con la crisis que hubo en Argentina en el 2001, que fue una crisis profunda a nivel económico, social y político, donde hubo cinco o seis presidentes en cuestión de días, sin embargo todos fueron seleccionados obedeciendo a las reglas institucionales. Nunca se agotó la institucionalidad. Y eso para mí es una demostración de que la democracia funciona. Respecto de la administración de las elecciones, creo que en Brasil o Chile el sistema funciona mucho mejor que en los Estados Unidos.
–Si seguimos en el orden de “lo impensable” en países de América latina, como usted ejemplificó, tal vez era más impensable que un señor como Evo Morales lograra ser presidente en un país como Bolivia, donde antes había funcionarios que, por caso, hablaban en inglés.
–También.
–¿Eso para usted entra dentro del orden de lo democrático? Porque no lo nombró junto con los otros casos de países democráticos de América latina.
–Sí. Claramente. La elección de Evo Morales es una revolución democrática. Es un sistema fuerte. Claramente es conflictivo, varias veces ha llegado al punto de estallar. Y, de hecho, estallaron conflictos violentos, con los movimientos secesionistas. Y con todo, es un sistema que funciona.
–¿Hasta qué punto es posible lograr una distribución más progresiva y equitativa, una mayor igualdad socioeconómica y un mayor sentido de participación democrática mediante los mecanismos institucionales-representativos? ¿O es necesario recurrir a acciones más radicales?
–Creo que en el caso boliviano, la entrada de las organizaciones indígenas en la escena política fue un hecho revolucionario, y varias de las reformas que implementaron tienen un impacto sobre la distribución económica y el status social. ¿Pero cuánta igualdad esto ha producido? En ese punto soy más escéptico. Si Bolivia llega a parecerse a la Argentina, será mucho. Gente pobre, sin recursos, sin poder acercarse a actividades productivas que generen ingresos decentes. Es algo difícil, porque son muchos años...
–Para mí, la democracia es un sistema que constituye un terreno de conflictos, que se pueden resolver de manera pacífica y con libertad. Eso es la democracia. No es algo que, en sí mismo, genera igualdad. Es un campo de luchas organizadas, que crean incentivos a las fuerzas políticas para obedecer las reglas. Cuando la democracia funciona, procesa varios conflictos en paz y sin violar demasiado la libertad.
–¿A una democracia que no ha sido capaz de resolver las desigualdades socioeconómicas le es posible generar igualdades políticas?
–El mecanismo político más igualitario es, después de todo, el de las elecciones. Otros mecanismos de competencia política son aún más desiguales que las elecciones. Porque los recursos económicos y los recursos organizacionales e ideológicos juegan un papel más importante. Por eso, creo que la instancia de elecciones es el mecanismo más igualitario. Aunque no creo que puedan ser completamente igualitarias, porque en una sociedad desigual –desde el punto de vista social y económico–, el dinero siempre encuentra modos de infiltrarse en la política.
–¿En qué sentido?
–En una sociedad de mercado, en la cual existe desigualdad social y económica, siempre habrá algún nivel de desigualdad política. Quizá los países donde hay menos desigualdad son aquellos que tienen sindicatos fuertes, donde la clase obrera está organizada en un sindicato que tiene recursos, que tiene sus diarios y sus instituciones. Hablo, sobre todo, de los países escandinavos, donde los sindicatos tienen mucho peso frente a las empresas. En otros países hay un grado de desigualdad política inevitable.
–¿Con la institucionalidad y el poder de los sindicatos como actor político alcanza para lograr una real igualdad en el terreno político?
–A partir de la Primera Guerra Mundial, en Europa Occidental se armó algo que se llamó “el compromiso de clase”. El compromiso de clase consistía en que los obreros organizados en sindicatos no empujaban sus acciones hacia demandas salariales o de otro tipo al límite. Es decir, no utilizaban totalmente su poder monopolístico en el mercado, porque sabían (pensaban) que mientras la propiedad de medios de producción fuera privada y que las decisiones de inversión las tomaban las empresas, entonces los sindicatos sabían que los salarios de hoy día constituyen un costo en la inversión y, por ende, en el empleo y los salarios de mañana. Un país en Europa en el que no hubo huelgas entre 1936 y 1978 fue Suecia. Porque los sindicatos eran muy fuertes.
–¿Por qué los sindicatos suecos no hicieron medidas de fuerza siendo tan fuertes? ¿Acaso la huelga no era un mecanismo de presión?
–Tenían poder y calculaban sacar lo que era óptimo para ellos. Y esto era un compromiso de clase. En el período que va entre los años ‘50 y los ‘80 fue característico que los aumentos de salarios siguiesen los aumentos de productividad, en una relación de uno a uno. Esto se agotó con el neoliberalismo. Yo creo que ese conflicto de clase habilitó la democracia.
–Con la llegada del neoliberalismo, a partir de la crisis del Estado en los años ’80, la flexibilización que se instaló en el sector laboral conllevó un debilitamiento del sindicalismo en su sentido tradicional. ¿Qué características debe tener el actor que reivindique los derechos de los trabajadores en el nuevo escenario de relaciones laborales precarizadas?
–Creo que esta pregunta no tiene una respuesta general. Porque aunque los sindicatos en los países escandinavos no son esencialmente lo que eran, y si bien el sistema de negociación salarial no es exactamente lo que era –en el sentido de que se descentralizó y aumentó la desigualdad–, sin embargo, los sindicatos tienen peso en esos países. Por otro lado, en países como Estados Unidos, Ronald Reagan los destruyó en el ’82. Había una huelga de los controladores de tránsito aéreo, y él echó a todos los huelguistas. Margaret Thatcher también destruyó a los sindicatos en dos años, el número de afiliados cayó a la mitad, entre 1979 y 1981.
–Menciona dos casos muy paradigmáticos, pero ¿qué sucede en el resto de las sociedades?
–Salvo en algunos países, no hay una fuerza organizada que se pueda contraponer al poder de las grandes empresas. Los movimientos u ONG son “fuercitas” (usa el término como diminutivo de “fuerzas”). La lucha se fragmentó. Un movimiento lucha por esto, otra OGN lucha por esto otro... ya no hay una fuerza centralizada y poderosa, que agrupe al 90 por ciento de los empleados.
–Usted mencionó las elecciones como el momento de mayor igualdad política, pero entre elección y elección pasa mucho tiempo, ¿por qué los sistemas democráticos no han generado mecanismos de accountability en los períodos entre elecciones?
–Un aspecto de la cuestión es el diseño institucional de los sistemas democráticos. Hay una herencia histórica que siempre me llama la atención. Yo creo que una parte de la sensación de impotencia política es que no tenemos instituciones para hacer accountable. La burocracia está en falta, es decir, las organizaciones públicas que ofrecen estos servicios. Para esto no tenemos mecanismos. Imagina que los maestros no van a la escuela, que los dineros de la jubilación no llegan, que la policía toma coimas, ¿qué puede hacer uno?
–¿Qué cree usted que puede hacer uno?
–Puede votar contra los representantes que deben controlar las cúpulas de la burocracia que, a su vez, controla los rangos más bajos de la burocracia. Es una cadena muy larga que no funciona. Hoy es en la calle que se da la accountable. Este diseño se debe al hecho de que cuando se formaron las instituciones representativas modernas no había democracia. El gobierno no ofrecía servicios.
–¿Qué caso podría mencionar como ejemplo de instituciones representativas sin democracia?
–El gobierno norteamericano, en 1789, tenía 4500 empleados. Ahora, cualquier barrio de Buenos Aires tiene 4500 empleados. Había un poco de discusión en la Convención Norteamericana sobre la posibilidad de controlar la República y, de vez en cuando, aparecían intentos de hacerlo. Una investigadora chilena ha trabajado sobre los intentos en América latina de crear este tipo de mecanismos de control local sobre la burocracia local, pero las sociedades no han desarrollado ese aspecto. Creo que mucho del sentido de impotencia proviene de este diseño.
–¿Usted cree que es una limitación estructural de la democracia?
–No. Creo que eso sí requiere reformas. Y el lenguaje de participación está abusado por muchos gobiernos y, en lugar de pensar cómo habilitar a la gente para que pueda controlar el Estado, se lo hace desde arriba. A mí me huele sospechoso cuando un gobernante dice “aumentamos la participación”. Pero este aspecto está dentro de mi lista de reformas factibles.
–¿Qué grado de efectividad tiene la participación en la calle en términos de ejercer una accountability que tenga estabilidad y se pueda mantener en el tiempo?
–No es tan fácil. La calle es algo costoso, muchas veces peligroso y puede llevar a cosas muy desagradables, como lo que pasó acá con las tomas (N. de la R.: se refiere a los episodios de diciembre). Creo que todos los gobiernos temen la calle porque es la posibilidad de rompimiento del orden público, es algo que todos los gobiernos tienen que tomar en cuenta. Y siempre surgen negociaciones tratando de debilitar o calmar a la gente en la calle. Están fuera del marco institucional, pero son efectivas.
–¿Por qué cree que no son los mejores mecanismos?
–Duran menos, son menos estables. Se pueden calmar ahora y luego no hacer nada. Y son peligrosas porque pueden generar una espiral de violencia. Ningún gobierno puede tolerar un desorden que dure. Norberto Lechner, un investigador alemán-chileno, en su análisis sobre la caída de Allende, su primera conclusión fue que ningún gobierno puede tolerar un desorden cotidiano. Entonces, en un primer momento, los gobiernos tienen la tentación de reprimir. Una vez que el gobierno reprime, otra parte responde con violencia y se arma algo muy feo que puede desbordar.
–Teniendo en cuenta que usted estuvo en Buenos Aires durante los episodios de las tomas de distintos predios, ¿cuál es su evaluación sobre cómo se dio este proceso?
–Yo no sé si en este caso la democracia es lo decisivo. Aparece el fenómeno. En el caso de cualquier gobierno, las estrategias son las mismas. Un gobierno democrático tiene que preocuparse de las elecciones y quizás algunos de los disturbios son promovidos pensando en las elecciones. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Conceder y reprimir? ¿Reprimir y conceder? Creo que es una respuesta general, no depende de que el gobierno sea o no democrático. En China, se estima que hay entre 4000 y 5000 disturbios públicos por año, y los chinos no tienen un método y una institución para resolver estos asuntos, deben resolver uno por uno. En algunos casos, conceden y nada más. En otros casos, reprimen y nada más. Sin embargo, tienen que manejarlo caso por caso. Por eso yo creo que el gobierno chino está caminando sobre una piedra minada, que un día va a estallar. Tienen suerte de que el país es grande y estos disturbios son bastante aislados. Sin embargo, si un día se arma una ola, van a tener problemas. Pero estos problemas no tienen una receta general.
–Y en el caso de Buenos Aires, ¿cómo evaluó el manejo que las autoridades hicieron de las tomas, teniendo en cuenta que había diferencias entre el gobierno nacional y el porteño, respecto de cómo resolver esta cuestión?
–A mí me impresionó que, al final, en el caso de estas tomas, el gobierno nacional, es decir, la presidenta (Cristina Fernández) lo manejó bastante bien. Yo detecto un idioma muy machista en algunos análisis y comentarios políticos. Y me impresionó que ella no entró en la trampa.
–¿Cuál trampa?
–En el sentido de pensar: yo soy mujer, me acusan de débil, entonces voy a entrar y pegar con todo. No hizo eso. Lo manejó pacientemente.
–Y además, puso a una mujer en el Ministerio de Seguridad.
–Exactamente. Eso me impresionó.
–Las políticas de estabilización restrictivas y regresivas que se están implementando en algunos países de Europa, en el marco de la crisis mundial, ¿cree que afectan en algún grado a las democracias?
–No. Yo creía hace unos años y sigo creyendo –aunque debo advertir que algunos colegas no piensan igual– que esta crisis va a aumentar la intensidad de los conflictos y que, en realidad, por primera vez en 30 años, ahora se están dando conflictos de clases en Europa. Creo que la dimensión principal que tienen estos conflictos es que son de clase, son conflictos distributivos y de clase, como los que se daban en los años ‘20 y comienzos de los ‘30. Sin embargo, no me imagino que esto incida sobre la dimensión democrática. No me imagino. Yo creo que en Europa, la democracia es como la naturaleza. No es algo que se pueda cuestionar o pensar en alternativas. Es algo de facto. Está ahí.
–¿Pero es una democracia con qué características? Si esta crisis hace aflorar conflictos de clase que remiten a cien años atrás, ¿se puede hablar de una democracia que ha madurado?
–Esto no sólo lo creo sino que lo sé, porque tengo datos sistemáticos: lo que cambió en los últimos cuarenta años es que los gobiernos pierden elecciones. Antes era muy raro que los gobiernos perdieran elecciones. Viene un gobierno y después otro de distinto signo político. En algún sentido, esto hace que la gente siga creyendo que la democracia es un mecanismo que permite controlar (a los gobiernos). Muchas veces se decepcionan, se desencantan. Sin embargo, siguen creyendo. Votan a un gobierno en el que creen, aparece el desencanto, votan al partido contrario. Es una muestra de que la alternancia en el gobierno es mucho más intensa de lo que era hace cincuenta años. Esto es un cambio, es una madurez de la democracia. Porque nadie piensa que el cambio de gobierno es algo peligroso. Todo el mundo piensa que es natural. Es el instrumento democrático que tenemos.
–Usted menciona en uno de sus trabajos que las prescripciones neoliberales de los años ‘90 debilitaron las democracias en América latina. ¿Cree que hubo algún grado de madurez en estas democracias, a partir de la recuperación de las distintas crisis que estallaron en la región?
–América latina es difícil de analizar. Creo que en Argentina, Chile, Uruguay o Brasil, las instituciones democráticas funcionan tan bien como pueden funcionar. Pienso que funcionan mejor que en Estados Unidos, pero también, que funcionan mejor que en varios países europeos. El hecho de que Luiz Inácio Lula de Silva haya podido ganar elecciones en Brasil demuestra que las instituciones democráticas son fuertísimas. Ahora, en Brasil hay movimientitos feos, fascistas. Sin embargo, eso era impensable. O pensar que Michelle Bachelet haya podido ser presidenta en Chile... con los antecedentes de ese país, no de clase sino de represión y de idiosincrasia. Esto indica que estas democracias funcionan.
–¿Y el caso argentino, cómo lo ve?
–Aun con la crisis que hubo en Argentina en el 2001, que fue una crisis profunda a nivel económico, social y político, donde hubo cinco o seis presidentes en cuestión de días, sin embargo todos fueron seleccionados obedeciendo a las reglas institucionales. Nunca se agotó la institucionalidad. Y eso para mí es una demostración de que la democracia funciona. Respecto de la administración de las elecciones, creo que en Brasil o Chile el sistema funciona mucho mejor que en los Estados Unidos.
–Si seguimos en el orden de “lo impensable” en países de América latina, como usted ejemplificó, tal vez era más impensable que un señor como Evo Morales lograra ser presidente en un país como Bolivia, donde antes había funcionarios que, por caso, hablaban en inglés.
–También.
–¿Eso para usted entra dentro del orden de lo democrático? Porque no lo nombró junto con los otros casos de países democráticos de América latina.
–Sí. Claramente. La elección de Evo Morales es una revolución democrática. Es un sistema fuerte. Claramente es conflictivo, varias veces ha llegado al punto de estallar. Y, de hecho, estallaron conflictos violentos, con los movimientos secesionistas. Y con todo, es un sistema que funciona.
–¿Hasta qué punto es posible lograr una distribución más progresiva y equitativa, una mayor igualdad socioeconómica y un mayor sentido de participación democrática mediante los mecanismos institucionales-representativos? ¿O es necesario recurrir a acciones más radicales?
–Creo que en el caso boliviano, la entrada de las organizaciones indígenas en la escena política fue un hecho revolucionario, y varias de las reformas que implementaron tienen un impacto sobre la distribución económica y el status social. ¿Pero cuánta igualdad esto ha producido? En ese punto soy más escéptico. Si Bolivia llega a parecerse a la Argentina, será mucho. Gente pobre, sin recursos, sin poder acercarse a actividades productivas que generen ingresos decentes. Es algo difícil, porque son muchos años...
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