jueves, 7 de abril de 2011

INSEGURIDAD, ESTADÍSTICAS Y MEDIOS


Por Guillermo Greco *


De la inseguridad se dice que es una percepción, una sensación o un sentimiento. Como todos son fenómenos subjetivos, algunos políticos y periodistas creen que al situar el problema en esa dimensión se lo degrada, se le quita realidad, relevancia. En consecuencia, para demostrar que la inseguridad es un hecho objetivo apelan a la mostración de las víctimas y sus familiares o a testimonios en los que se cree ciegamente (por lo menos hasta el caso Nicole Neumann). No hay hecho objetivo más contundente que el sufrimiento y la muerte mostrados por televisión. Lo que realmente sorprende es que aquellos que le reconocen a la inseguridad un estatuto subjetivo se desconciertan cuando no le encuentran un correlato objetivo y creen que haciendo pie firme en las estadísticas que miden el delito encontrarán la lógica que la explique. Cuando se opone “una medición estadística objetiva de la realidad” (homicidios dolosos o hechos delictivos en general) a una percepción de la inseguridad que no se corresponde con ella, que se ha independizado al punto de convertirse en su sombra (ilusión, alucinación, ¿de qué alteración perceptual se habla?) se podrán encontrar motivos para criticar y lamentar la poca credibilidad que se puede tener en las estadísticas oficiales, pero no es ese el problema central. Partamos de estadísticas confiables, las publicadas por Página/12 el 30 de enero de este año. En uno de los gráficos se muestra que la tasa de homicidios dolosos en nuestro país es de 5,2 cada cien mil habitantes, igual a la de Estados Unidos e inferior a la de todos los países americanos con la excepción de Perú y Canadá. Pero con la percepción de la inseguridad ocurre lo contrario. Después de Perú, nuestro país es el segundo con más alto ¿porcentaje? (el gráfico no lo aclara) de percepción de inseguridad de los 26 que aparecen en el gráfico. La pregunta no se puede eludir: ¿por qué razón la percepción de inseguridad no acompaña a la tasa de homicidios, convirtiéndose en sombra de esa realidad? Es cierto que con excesiva frecuencia las autoridades judiciales ponen más empeño en dictar prisiones preventivas y en arrojar un supuesto culpable a la insaciable voracidad de la opinión pública que en averiguar la verdad. También es cierto que esa opinión pública es modelada por un sistema mediático que ha convertido en noticia imperdible cada denominado hecho de inseguridad. Pero no es esa la razón por la cual “la percepción social se ha independizado de la realidad que, en forma objetiva, miden las estadísticas”. Por la sencilla razón de que ni las estadísticas miden objetivamente la realidad ni la percepción es sombra de ella, porque la realidad no es algo que preexista ni a la percepción ni a las estadísticas. Las estadísticas podrán ser útiles para elaborar políticas públicas, pero no se debe alentar la ilusión de que pudieran dar lugar a percepciones objetivas de la realidad. Si yo como cuatro kilos de carne por semana y mi esposa y mis dos hijos ninguno, las mediciones estadísticas podrán decir, con la más absoluta legitimidad, que cada semana en mi familia se come un kilo de carne por persona, lo cual es falso. “El hecho objetivo” es que yo como cuatro y ellos ninguno, pero si lo que se quiere medir es el consumo del conjunto de la población, la medición es aceptable. El “un kilo por persona, por semana” no es más que una ficción convencional, una construcción de la realidad que sirve para hacer comparaciones muy genéricas con otras ficciones convencionales, pero no es una medición objetiva de una realidad preexistente. Del mismo modo, la tasa de homicidios de 5,2 significa que en la Argentina fueron asesinadas intencionalmente, cada 100 mil personas, cinco más un pedacito de una sexta, lo cual es absurdo pero legítimo. ¿Cuál es la diferencia que hay entre 5,2 y el unicornio azul que se le perdió a Silvio Rodríguez? Que 5,2 es construido e interpretado según reglas convenidas por la comunidad de estadísticos, mientras que el unicornio azul es una inspiración de las musas (al menos eso dice JMS). Por último, 5,2 es inteligible pero imposible de ser percibido. Pasemos a la percepción de la inseguridad. Se nos dice que es una sombra de la realidad, que no se correlaciona con la ficción convencional creada por los estadísticos a causa de la manipulación de los medios, del comportamiento cuestionable de los funcionarios judiciales y de las estadísticas oficiales nada confiables. Pero plantear el problema en esos términos implica desconocer que, por lo menos desde Descartes, se sabe que el conocimiento sensible no es confiable, por lo cual no es aconsejable que busquemos hechos objetivos en la percepción. No tenemos percepción luminosa alguna de la radiación ultravioleta, tampoco del infrarrojo. Sin embargo, todos nos maravillamos, alguna vez, contemplando un arco iris. ¿Sabe, lector, que se le pueden sacar fotos? Pero si camina hacia donde cree que está, nunca lo encontrará. Tampoco al cofre lleno de oro que, dicen los cuentos, es su origen. Con los sonidos ocurre algo parecido, algunos son inaudibles. En fin, vivimos en un mundo atravesado por ondas de las que no tenemos percepción alguna. ¿Cómo se pretende, entonces, que la inseguridad sea un objeto perceptual y que sea posible acceder a él objetivamente? ¿Cómo nos enteramos de que alguien ha percibido “eso” que el sujeto percipiente llama inseguridad? ¿Solo por su testimonio, su relato, sus palabras? ¿Por qué deberíamos aceptar que esas palabras son la traducción o la expresión de la percepción de “eso” llamado inseguridad? ¿Cómo diferenciar a la percepción de inseguridad del miedo a viajar en avión? Las respuestas que obtuvieron quienes investigaron el tema fueron palabras, puras palabras. Y las palabras no son expresión de percepciones ni de sentimientos ni de ninguna intimidad profunda; tampoco se refieren a hechos objetivos. Cuando se habla y se encadena una palabra con otra se crea sentido y se establecen lazos sociales más allá de las intenciones del locutor. A esto lo llamo discurso y es la única dimensión en la que es posible comenzar a estudiar la inseguridad. El amor, la rivalidad, la violencia, la culpa y tantos otros fenómenos humanos tienen allí su lugar. Es cierto que la opinión pública padece de una insaciable voracidad. Voracidad que no es sólo oral sino también de los ojos y de los oídos. La opinión pública tiene voracidad de espectáculo, de escenas en las cuales se despliegue rivalidad, sufrimiento, culpa y muchas cosas más. Esto se sabe, por lo menos, desde las tragedias griegas. Pero en relación al discurso de la inseguridad tenemos que privilegiar el espectáculo que montan los noticieros televisivos. La televisión es heredera del circo romano y de los ajusticiamientos públicos de la edad media. Ella es la que ahora satisface esa voracidad. La sociedad no es un espectador pasivo, una suave arcilla modelada por los medios todopoderosos. La sociedad demanda que se satisfaga su voracidad de espectáculo y de eso debemos hacerla responsable. El discurso de la inseguridad generado por los noticieros viene a satisfacer esa demanda. En 1938 no existía la televisión ni Internet ni estaba instalado el problema de la inseguridad en la agenda política. El 30 de octubre de ese año Orson Welles adaptó la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos a un guión de radio. El relato se hizo en forma de noticiero, narrando el combate entre los invasores marcianos y las fuerzas norteamericanas que finalmente serían derrotadas por armas tales como rayos de calor y gases venenosos. La introducción del programa explicaba que se trataba de una dramatización de la obra de H. G. Wells, lo que no impidió que cundiera la alarma general. La audiencia llegó a pensar que el país estaba siendo invadido. La emisión empezaba así: “Señoras y señores, les presentamos el último boletín de Intercontinental Radio News. Desde Toronto, el profesor Morse de la Universidad de McGill informa que ha observado un total de tres explosiones del planeta Marte entre las 7.45 PM y las 9.20 PM”. Inmediatamente pasaban a la banda de música supuestamente desde el Hotel Park Plaza, y periódicamente la interrumpían para informar de la ficticia invasión marciana. Una de las intervenciones del personaje Carl Philips desde Grovers Mill, Nueva Jersey, era: “Señoras y señores, esto es lo más terrorífico que nunca he presenciado, etc., etc.”. Los oyentes creyeron que se trataba de una emisión real de noticias, lo cual provocó el pánico en las calles de Nueva York y Nueva Jersey. La comisaría de policía y las redacciones de noticias estaban bloqueadas por las llamadas de oyentes aterrorizados. Al día siguiente Orson Welles pidió perdón por la broma de Halloween. Fueron palabras, nada más que palabras. ¿Hechos objetivos? Ninguno. ¿Percepciones? ¿De qué? Como creyeron en la verdad de esas palabras se aterrorizaron. La pregunta es por qué creyeron. La respuesta no es sencilla pero podemos adelantar alguna respuesta. La radio, el noticiero de la radio, tal vez también Orson Welles, eran confiables. Esa confianza en la palabra del locutor fue el resorte del terror que asoló a la ciudad. Esta debe ser la perspectiva desde la cual hay que estudiar al discurso de la inseguridad y su relación con los medios de comunicación. Q Psicólogo, integrante de Carta Abierta.

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