lunes, 4 de abril de 2011

DOCUMENTAR LA VIDA DE LOS MARGINADOS


Por Tomás Forster


Decidido a investigar las relaciones entre drogas, pobreza y violencia, y partidario de la metodología de la observación participante, el antropólogo estadounidense Philippe Bourgois se instaló como un vecino más en Harlem, un distrito excluido y marginado de su Nueva York natal. Allí entró en contacto con los vendedores de crack puertorriqueños. De esa experiencia nació En busca de respeto: Vendiendo crack en Harlem, recientemente traducido al castellano.


Felipe se crió en Lomas de San Isidro, en el seno de una familia de clase alta. Jugaba al rugby en el SIC y estudiaba en uno de los tantos colegios privados de la zona. Pero al terminar el secundario decidió romper su círculo social de siempre y “aventurarse” a viajar más de una hora hasta la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en el barrio de Caballito, con un anhelo principal: estudiar una carrera de cuya existencia se había enterado en su último año de secundario en un curso de orientación vocacional, llamada Ciencias Antropológicas. A Felipe le había interesado desde chico la historia de las distintas culturas y civilizaciones, y decidió responder a esa curiosidad que lo desvelaba.“¿Y de qué vas a trabajar?” “¡Te vas a morir de hambre!” “¿Te vas a ir a vivir al Amazonas con los indios salvajes?” Así buscaban desmotivarlo sus familiares y amigos, ignorando que muchas décadas atrás alguien llamado Claude Lévi-Strauss había elaborado parte de su teoría estructuralista aprendiendo de las costumbres de los nativos amazónicos. Pero esa variante “conradiana” no era lo que seducía particularmente a Felipe, que mientras tanto incorporaba conocimientos como una esponja. Poco después se recibió con un interés muy definido por el estudio social y cultural y –heredero del legado de la etnografía clásica que, más allá de sus distintas corrientes en pugna, forma investigadores siempre dispuestos a poner el cuerpo– salió convencido de que podía complementar su realización profesional con una postura activa, que cuestionara y desenmascarara las estructuras de poder que legitiman la pobreza y la discriminación. Y luego de algunos años, en los que profundizó su formación, decidió volver a sus propios pagos, pero esta vez a diez cuadras de su casa de siempre. Se mudó a La Cava, la villa más grande del Conurbano bonaerense, pegada a los barrios más pomposos de Zona Norte. Contradicción inocultable. Epicentro de exclusión. Desposeídos que sobreviven como pueden, laburantes, en su mayoría, y otros desesperados que se refugian en las garras de las drogas y la violencia para olvidarse de la desolación en la que se encuentran. Humanos, demasiado humanos, que son tratados como bestias de carga por el discurso de los medios de comunicación dominantes. Segregados y sumergidos en una injusticia estructural cuya explicación resuena en una palabra, o dos: neoliberalismo, Estado ausente. En pleno despilfarro menemista, Felipe quería comprender cómo era la lucha por la subsistencia cotidiana en ese arrabal de la injusticia y, a la vez, buscaba indagar en la contracultura que nacía a partir de la opresión directa de los poderosos de turno, y del rechazo o la indiferencia de buena parte de la clase media. Pero apareció una nueva grieta en el cataclismo social que impusieron las políticas del Consenso de Washington y las relaciones carnales. Estalló el tráfico y consumo desenfrenado de paco. Y Felipe cambió el eje de su indagación, focalizándose en la nueva y ruinosa realidad que generaba, en el barrio, ese residuo de la cocaína. Esta historia es íntegramente ficticia, pero resulta un paralelismo ilustrativo de la experiencia que desarrolló el antropólogo Philippe Bourgois en Harlem Este, un distrito excluido y marginado de su Nueva York natal, en la isla de Manhattan, fachada clásica del país más industrializado, rico y desigual del mundo. En las cercanías de esta barriada copada por inmigrantes puertorriqueños y su alegre cultura caribeña, Bourgois sufrió varios robos en su juventud. Es que era una fija. Presa fácil. Gringo afrancesado y residente del Upper East Side, uno de los barrios más caros de la isla e irónicamente ubicado al lado de Harlem. Pero sus temores se fueron esfumando junto con los prejuicios de clase. Pasó el tiempo y decidió que era el momento de entender el fenómeno social, la dura lucha por la subsistencia cotidiana que se daba en aquellas calles que eran, en sus propias palabras, “cruce obligado, si quería salir en auto de la ciudad”. Se introdujo allí a través de la metodología de la observación participante, esto es, se instaló en la zona, vivió como un vecino más y entabló cierta amistad con algunos de los que serían protagonistas de su libro. El porqué de esa estrategia lo deja en claro el propio Philippe: “Las técnicas etnográficas (...) han demostrado ser más adecuadas para documentar la vida de los marginados. Solamente tras establecer lazos de confianza, proceso que requiere mucho tiempo, es posible hacer preguntas incisivas con respecto a temas personales, y esperar respuestas serias y reflexivas.” Esa idea se mantendría inalterable. Lo que cambiaría en el curso de su estadía sería, ni más ni menos, que el tema central de su investigación. Es que en la segunda mitad de los ’80 se disparaba el tráfico de crack imponiendo a las calles del ghetto puertorriqueño (inner city en inglés) una nueva fisonomía, más sórdida y lúgubre. Así nació En busca de respeto. Vendiendo crack en Harlem. Lo demás se lo cuenta a Tiempo Argentino el propio autor, invitado a la Argentina por la editorial Siglo Veintiuno, que acaba de sacar una nueva versión traducida de la obra, ampliada y actualizada por un Bourgois que habla castellano como si fuera un latino más del East Harlem. –¿Qué te llevó a buscar comprender la vida de los que subsisten de la economía informal en el barrio latino East Harlem?–Veía que el fenómeno del ghetto segregado por clase, por etnia, por el color de la piel es la contradicción mayor de mi país. Representa el desafío al modelo y, en cierto modo, es la prueba de que no funciona el sueño americano, porque existen esos polos de marginalidad en todas las grandes ciudades de los Estados Unidos. Si uno nace ahí, casi no tiene posibilidades de insertarse, y sufre la exclusión de una vez y para siempre. Ese fenómeno que es tomado como normal es una cuestión que quería desmentir. Por otra parte, también había un motivo personal: yo crecí al lado de esa parte de Harlem, en un barrio muy acomodado, el Upper East Side. Hay 50 metros de distancia pero las barreras son muy fuertes. –¿Por qué te focalizaste en el mercado de drogas y particularmente de crack?–Fue el momento de la llegada del crack. Cuando me instalé, a principios de 1985, no existía el crack. Pero, ya para el final de ese mismo año, la palabra crack salía por todos lados. Y yo veía cómo mis vecinos estaban cayendo en eso. Inicialmente pensé que iba a ser un tema entre varios de los que me interesaba abordar en mi investigación y, de repente, el tráfico de crack surgió como el sector más trágicamente dinámico de la economía ilegal.–¿Por qué recurrir como método para documentar la vida cotidiana de los sectores marginados a las técnicas etnográficas de observación participante?–Existe toda una literatura de criminología, matematizada, de encuestas, que yo veo muy problemática en el sentido de que la gente tiene problemas para hablar de sus actividades ilegales. Para lograr que ellos se soltaran tenía que entrar en su vida diaria. Además, fui formado en la metodología de la participación-observación directa y es lo que me gusta hacer. Me resulta divertido, y siento el calor humano al hacer ese trabajo.–Algo que se manifiesta en el libro es el interés en comprender a los protagonistas a partir de su propia realidad y la mirada del mundo que construyen. ¿Hasta qué punto fue posible esa intención y en que se diferencia de otras visiones?–En mi país, el sentido común dominante trata al vendedor de droga como si fuera el Diablo, el Demonio mismo. A finales de los ’80 estaba cayendo el comunismo y el terrorismo aún no era el nuevo enemigo, sino que era el vendedor de droga. Pienso que uno tiene que entender a los seres humanos con sus propias lógicas y ver lo bueno y lo malo de cada individuo. –¿Te costó mucho entrar en confianza con los traficantes o se dio fácilmente?–La primera persona con la que hice amistad fue precisamente Primo, que es protagonista del libro, y de hecho él sigue siendo un amigo: nos vimos cuando estuve en Nueva York la última vez. Desde el principio nos caímos bien, pese a que él dice que tenía miedo de que yo fuese policía. Pero un vecino dentro del edificio donde yo vivía había caído en el crack tiempo después de que hiciéramos amistad. Era cliente de Primo y le decía en referencia a mí: “no tengas miedo, es un tipo tranquilo”. Y luego los otros que no tenían confianza en mí, con el tiempo, ya me conocían la cara, y se acostumbraron. Como nunca pasó nada, se dieron cuenta de que no era policía. También hacía lo que hace una persona cualquiera, reparaba mi auto en la calle y hacía los quehaceres normales de alguien que vive en un barrio popular. En sintonía con los debates que se han dado en el interior de la antropología social, el periodismo viene sosteniendo una profunda crisis de paradigma a partir de la falta de credibilidad que tiene la supuesta objetividad en la que siempre se respaldó para informar. -¿El estudio etnográfico podría ser una vía que la práctica periodística valorase? ¿En qué se diferencian y qué tienen que ver ambas disciplinas?–Ese es un tema muy interesante, que llama a la reflexión. El momento en que yo hacía el trabajo de campo era el momento de la crisis posmodernista de la antropología. En ese tiempo, era muy fuerte la crítica a las teorías totalizadoras con afán de universalistas. Por una parte, significó reconocer y cuestionar la figura arrogante del etnógrafo como un dios omnipotente que lleva la información objetiva. Y uno se daba cuenta de que eso no es cierto porque no sólo entran prejuicios, emociones, contradicciones, sino que el etnógrafo mismo sufre los efectos de lo que estudia. Y yo quería meter eso en el libro. Quería mostrar que yo me enojaba a veces, especialmente con César, que es otro de los protagonistas, mientras que a Primo lo sentía realmente como un amigo. Si uno no actúa de manera espontánea, la gente no le va a tener confianza. Traté de demostrar que el etnógrafo no es neutral. Aprecio mucho nuestra disciplina metodológica, que tiene un gran valor porque obliga a la ciencia social a salir del elitismo académico. De todos modos, el problema de los antropólogos es que muchas veces no escribimos claro, y eso es algo que aprecio de muchos periodistas, que llevan el análisis al alcance del público masivo. Por su parte, los periodistas tienen mucho que aprender de los antropólogos en el hecho de no simplificar la historia y en acudir a las contradicciones históricas. Un periodista que, sin dudas, logró articular las herramientas de ambas disciplinas es mi amigo Cristian Alarcón (que publicó recientemente Sí me querés, queréme transa, por editorial Norma).–¿Por qué elegiste como protagonistas de tu libro a los traficantes y adictos?–Porque, pese a ser una minoría, imponen el tono de la vida pública. De día se siente uno como en un barrio obrero en el que hay mucha vida, mucha sociabilidad, con niños jugando en la calle. Los puertorriqueños y su cultura caribeña le dan mucha alegría al barrio. Pero cuando ya caía la noche los vendedores tomaban el control, salían los adictos y se ponía un poco peligroso. Yo veía y veo que ese era el sentido que tenía que cobrar mi libro si quería interpretar lo que pasaba en esa época. Realmente era una crisis, se la sentía y se sufrían constantemente los tiros y las peleas entre los traficantes por controlar los puntos de venta. Entre 1988 y el 1990 fue el período de mayor cantidad de muertes por el tráfico ilegal. Como mi trabajo de campo apuntaba a los vendedores no me podía meter con el vecino común y corriente. Igualmente hay gente que va y viene, que intenta buscar alguna oportunidad en la economía legal pero como no la encuentra vuelve al tráfico. Hay otro sector de la población que realmente tiene miedo. Entonces eso generaba dificultades para pasar de un lado a otro. Pero dentro de las familias de los vendedores se mezclaba todo llegando a haber pares de primos entre los que había un policía y un traficante. –Los protagonistas preferían hablar de su lucha por la supervivencia en vez de referirse a sus ocupaciones como si ante todo fueran en busca de respeto frente a la difícil situación que sobrellevaban.–Era bastante complicado porque si yo les preguntaba “¿han sufrido el racismo?” ellos se sentían insultados por esa pregunta, porque su orgullo masculino les hacía decir: “Nadie se atreve a ser racista contra mí, porque lo muelo a golpes.” Ellos negaban cierta parte de la estructura que los encerraba en el ghetto porque eso significaba admitir su propia vulnerabilidad. La única manera de hacerlos hablar del racismo y la xenofobia que sufrían era recurriendo a ejemplos concretos.–¿Cómo se relacionan la resistencia cultural que se da entre los jóvenes puertorriqueños marginados con la cultura de masas que predomina entre la clase media estadounidense?–Ese era el momento mismo del comienzo del auge del hip-hop y precisamente fue en el sur de Manhattan, en el Bronx y en Harlem. Era un momento de efervescencia cultural. Los djs bloqueaban las calles y sacaban su equipo en plena calle. Y era increíble ver eso porque se sentía la energía de un nuevo movimiento que en aquel entonces se mantenía dentro del ghetto. La marginalidad, la exclusión, produce espacios, refugios culturales en los que se van construyendo creativamente, y como se puede, nuevas maneras de ser. Y el hip-hop surge de esa marginalidad que también, contradictoriamente, puede ser dolorosa y creativa a la vez. La cosa trágica con el hip-hop es que la parte que se masificó no es la parte politizada y contestataria, sino la parte machista, que hace un culto del dinero, celebra la dominación de la mujer y la violencia sin sentido. Y eso demuestra la contradicción de la cultura de la resistencia que en el caso de mi país se volvió autodestructiva, se concentra la violencia dentro de la propia comunidad y contra el propio vecino y no contra los sectores de poder, que son los verdaderos responsables de su situación.–Marx hablaba de los sectores desempleados como ejércitos de reserva, potencialmente empleados en las fábricas, pero a partir del neoliberalismo hay un sector importante de la sociedad que vive en un estado de exclusión permanente. ¿Cómo analizás esa situación? –Me resulta más grave lo que sucede en esta época que en los tiempos de Marx. El sistema, la economía no necesita tanta población activa por los cambios en la tecnología, en la digitalización, por la globalización absoluta de la economía. No se necesita emplear a miles de personas en fábricas inmensas. La población que sobrevive en el ghetto está excluida, no sirve como ejército de reserva, es una población que está destinada, muchas veces, a la cárcel. La tragedia es que una parte se mete en la droga, otra va a la cárcel. Se puede utilizar la palabra lumpenizados porque ya no pueden entrar en la economía productiva. Lo irónico es que el mismo moralismo punitivo hace que se desarrollen las políticas de mano dura casi de una manera religiosa. Tenemos la proporción de ciudadanos en la cárcel más alta del mundo, somos el país menos libre del mundo. –En este momento se le agrega una ley como la de Arizona fuertemente xenófoba que apunta al inmigrante mexicano.–Claro, representa la gran contradicción de la inmigración y del racismo en Estados Unidos. Por una parte, nuestra economía depende de la mano de obra barata mexicana. Y lleva a que los costos en la construcción o por cuidar niños sean muy bajos. Y de repente cuando nuestra economía se encuentra en crisis, como ahora, hay auges de hostilidad contra los mexicanos. Y ahora ya hay una media docena de Estados que intentan promulgar esa ley. Esperamos que la Corte Suprema anule una ley que viola la Constitución misma del país al permitir que uno pueda ser deportado sólo por el color de la piel aunque no esté realizando ninguna actividad ilegal.–¿Por qué las políticas de mano dura son impotentes e incluso favorecen al tráfico ilegal de drogas?–Si fueran eficaces no habría droga en mi país. La heroína, la cocaína y el crack nunca fueron tan baratos y nunca tuvieron una calidad y pureza tan elevadas como en la actualidad. Después de dos décadas de guerra contra la droga se ha cuadriplicado la cantidad de gente en las cárceles gastando mile de millones de dólares, pero las drogas siguen entrando, abaratando sus costos, son de cada vez más fácil acceso y aumentan su tasa de ganancia. Es evidente que la guerra contra la droga no funcionó. Necesitamos buscar soluciones a través de la salud pública, a través del empleo y de inversiones sociales. No por otra razón, esperamos que haya una pequeña apertura por la crisis, porque el costo de meter a alguien en prisión es, para el Estado en la ciudad de Nueva York, unos 80 mil dólares anuales. ¿Te imaginas lo que puedes hacer con ese dinero para cambiar para bien la vida de una persona? Un adicto no debe estar en la cárcel, sino en tratamiento o en un programa de reducción de daños. Además, en los Estados Unidos parece que es ilegal ser pobre. Rudolph Giuliani a eso lo llamaba estar “atentos a la calidad de vida”. El sueño americano es la mera superación individual que atraviesa nuestra historia, el rápido ascenso de pobre a rico: y eso es lo que busca el traficante de crack, ni más ni menos. –¿Qué similitudes y diferencias se encuentran con lo que ocurre en Latinoamérica en torno al consumo de otras variantes similares al crack como el paco en la Argentina o el basuco colombiano? –Me anima mucho que se haya publicado En busca de respeto en castellano porque me parece que tiene hasta más sentido que en inglés. Porque a ustedes esas experiencias les pasan por la relación con los Estados Unidos que representa un mercado tan grande que fluye la cocaína a nuestro país, y en los países de paso como el suyo se dejan los restos. No es coincidencia que haya surgido por el desastre del modelo neoliberal. ¡Bum! Se cayó la economía y surgió todo un mercado de gente desesperada que no tiene manera de integrarse a la sociedad. Tenemos que reconocer que ese problema del consumo destructivo de los productos de la cocaína es un problema global en el que los Estados Unidos están ligado a América Latina. El modelo de desarrollo que aumenta la desigualdad social es el modelo que realmente facilita que crezcan el tráfico de drogas y la violencia. Además, me interesa ver cómo aparece esta evidencia de la pobreza devastadora que existe en mi país, porque la imagen común de los Estados Unidos es de la gran tierra de las oportunidades, y de la libertad. En la Argentina siento mucho interés de la prensa en temáticas como las que trabajo, a diferencia de lo que ocurre en mi país en el que los intelectuales con compromiso social casi no tienen divulgación. <

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