Tras el desastre Cromañon que provocó un estado de sitio de la nocturnidad, los grandes boliches, en donde ya no se podía bailar ni hacer recitales debido a una absurda prohibición, se convirtieron en el escenario de las más atroces y espectaculares peleas.
He visto algunos combates dignos de figurar en un anuario de boxeo.
En la discoteca "Museo del rock" vi a un mastodonte pelado, rudo y musculoso ser vapuleado por un adolescente de 16 ó 17 años, flaquito pero de brazos largos. La cara del grandote quedó convertida en una masa sanguinolenta.
Sobre la calle Independencia, en plena calzada e interrumpiendo el tráfico, un muchacho melenudo de aspecto universitario fue acorralado por tres peruanos. Éstos recibieron tal paliza que terminaron huyendo a la carrera.
Pero aquellas peleas maravillosas constituyen situaciones excepcionales. Lo más común es la cobardía psicótica de cinco tipos acorralando a un pobre pibe que ni siquiera consigue defenderse, antes de encarnizarse con su cuerpo muerto en el piso. En ocasiones ni siquiera recuerdan el hecho o se enorgullecen de su ferocidad. Con mucha mayor frecuencia de lo que se admite públicamente, los chicos van al colegio munidos de navajas, tramontinas o algún arma de fuego que han robado. No se trata de una imitación de los psicópatas estudiantes yanquis que realizan matanzas. Aquí se trata de que el arma es la última instancia de un muchacho acobardado o la ruin venganza de un resentimiento acumulado.
En todas los tiempos, desde niños, la mayoría de los machos han tenido que demostrar su virilidad en la pelea.
La escuela primaria y más intensamente la secundaria fueron siempre el ámbito natural para esa supuesta demostración de virilidad. Cualquier cruce de mirada equívoca, de conflicto real o inventado, terminaba con la ineludible cita: "Te espero a la salida".
Esos combates terminaban en cuanto uno de los contendientes se rendía o caía al piso. En los 70, el día de la primavera, transformaba la avenida Santa Fe y sus alrededores en el campo de batalla de adolescentes ebrios y envalentonados.
Era también habitual que ciertas asignaturas conducidas por profesores considerados débiles se transformaran en el escenario de las peores travesuras. Flatulencias o eructos ruidosos provocaban la hilaridad del alumnado, el cañoneo de tizas, la burla despiadada. La falta de respeto, la producción generosa de carcajadas eran la natural reacción de rebeldía por parte de los peores de cada aula. Eran los desajustados quienes rechazaban el control del tiempo y la conducta, los que se resistían a ingresar a la adultez.
El hombre salvaje no deja nunca de realizar travesuras. La travesura es la mayor aventura del alma.
Al ingresar a esa rígida institución que fue desde sus inicios el colegio, el niño se sentía progresivamente dominado por el amaestramiento institucional, aquella castración aberrante de las travesuras, ese inculcamiento obsesivo de la disciplina.
La escuela no fue creada para impartir conocimientos, sino para disciplinar al niño con la finalidad de que deje de serlo. El niño era entonces un alumno (un ser ciego, sin luz). En lugar de enseñarle a pensar, es decir, a hacer preguntas les introducían el mandato de lo sabido. La palabra más importante que se maneja en la institución escolar es disciplina. Cualquier disciplina, cualquier acatamiento ciego, incluso al orden familiar significa siempre un deterioro tan grave como irremediable en la vitalidad.
En el siglo XXI, y en varios países de latinoamérica además del nuestro, la institución educativa basada en la disciplina, el rigor, el castigo, el traspaso de responsabilidad a los padres o tutores ha demostrado su ineficacia definitiva. Ese sistema de enseñanza ha caducado.
Sin modelos que eleven a los estudiantes por
encima de la mediocridad que los rodea, acosados por legislaciones represivas, discursos envejecidos sobre el valor de la cultura, unas cuantas generaciones de muchachos han retrocedido hacia la barbarie. La conversación ha sido extinguida por el ruido, la búsqueda de sexo fortuito, el enjambramiento y también la forzada criminalización de sus costumbres.
Aun cuando no termino de entender lo que sucede en la oscuridad de los hechos, sé que yo si tuviera 14 ó 15 años estaría ebrio y drogado por las calles esquivando como ellos la fatuidad repugnante de todos los discursos
Por Enrique Symns
He visto algunos combates dignos de figurar en un anuario de boxeo.
En la discoteca "Museo del rock" vi a un mastodonte pelado, rudo y musculoso ser vapuleado por un adolescente de 16 ó 17 años, flaquito pero de brazos largos. La cara del grandote quedó convertida en una masa sanguinolenta.
Sobre la calle Independencia, en plena calzada e interrumpiendo el tráfico, un muchacho melenudo de aspecto universitario fue acorralado por tres peruanos. Éstos recibieron tal paliza que terminaron huyendo a la carrera.
Pero aquellas peleas maravillosas constituyen situaciones excepcionales. Lo más común es la cobardía psicótica de cinco tipos acorralando a un pobre pibe que ni siquiera consigue defenderse, antes de encarnizarse con su cuerpo muerto en el piso. En ocasiones ni siquiera recuerdan el hecho o se enorgullecen de su ferocidad. Con mucha mayor frecuencia de lo que se admite públicamente, los chicos van al colegio munidos de navajas, tramontinas o algún arma de fuego que han robado. No se trata de una imitación de los psicópatas estudiantes yanquis que realizan matanzas. Aquí se trata de que el arma es la última instancia de un muchacho acobardado o la ruin venganza de un resentimiento acumulado.
En todas los tiempos, desde niños, la mayoría de los machos han tenido que demostrar su virilidad en la pelea.
La escuela primaria y más intensamente la secundaria fueron siempre el ámbito natural para esa supuesta demostración de virilidad. Cualquier cruce de mirada equívoca, de conflicto real o inventado, terminaba con la ineludible cita: "Te espero a la salida".
Esos combates terminaban en cuanto uno de los contendientes se rendía o caía al piso. En los 70, el día de la primavera, transformaba la avenida Santa Fe y sus alrededores en el campo de batalla de adolescentes ebrios y envalentonados.
Era también habitual que ciertas asignaturas conducidas por profesores considerados débiles se transformaran en el escenario de las peores travesuras. Flatulencias o eructos ruidosos provocaban la hilaridad del alumnado, el cañoneo de tizas, la burla despiadada. La falta de respeto, la producción generosa de carcajadas eran la natural reacción de rebeldía por parte de los peores de cada aula. Eran los desajustados quienes rechazaban el control del tiempo y la conducta, los que se resistían a ingresar a la adultez.
El hombre salvaje no deja nunca de realizar travesuras. La travesura es la mayor aventura del alma.
Al ingresar a esa rígida institución que fue desde sus inicios el colegio, el niño se sentía progresivamente dominado por el amaestramiento institucional, aquella castración aberrante de las travesuras, ese inculcamiento obsesivo de la disciplina.
La escuela no fue creada para impartir conocimientos, sino para disciplinar al niño con la finalidad de que deje de serlo. El niño era entonces un alumno (un ser ciego, sin luz). En lugar de enseñarle a pensar, es decir, a hacer preguntas les introducían el mandato de lo sabido. La palabra más importante que se maneja en la institución escolar es disciplina. Cualquier disciplina, cualquier acatamiento ciego, incluso al orden familiar significa siempre un deterioro tan grave como irremediable en la vitalidad.
En el siglo XXI, y en varios países de latinoamérica además del nuestro, la institución educativa basada en la disciplina, el rigor, el castigo, el traspaso de responsabilidad a los padres o tutores ha demostrado su ineficacia definitiva. Ese sistema de enseñanza ha caducado.
Sin modelos que eleven a los estudiantes por
encima de la mediocridad que los rodea, acosados por legislaciones represivas, discursos envejecidos sobre el valor de la cultura, unas cuantas generaciones de muchachos han retrocedido hacia la barbarie. La conversación ha sido extinguida por el ruido, la búsqueda de sexo fortuito, el enjambramiento y también la forzada criminalización de sus costumbres.
Aun cuando no termino de entender lo que sucede en la oscuridad de los hechos, sé que yo si tuviera 14 ó 15 años estaría ebrio y drogado por las calles esquivando como ellos la fatuidad repugnante de todos los discursos
Por Enrique Symns
No hay comentarios:
Publicar un comentario