viernes, 2 de abril de 2010

LA FLOR DEL AMANCAY, LEYENDA ABORÍGEN



A menudo, las leyendas brindan una versión imaginativa y dramática del origen de ciertos elementos naturales: ríos, montañas o —como en este caso— flores. Este relato, proveniente de la región patagónica, narra la heroica y triste historia de la joven Amancay, que sacrifica su vida para salvar la de su amado Quintral.


“Quien da una flor de amancay está ofrendando su corazón”, decían los indios vuriloches. Y a quien preguntara el porqué de esa creencia le contaban esta leyenda:


La tribu vivía cerca de Ten-Ten Mahuida, que hoy se conoce como cerro Tronador.En aquel entonces, el hijo del cacique era un joven llamado Quintral. No había muchacha en la región que no suspirara al mencionar sus actos de valentía, su físico vigoroso, su voz seductora. Pero a Quintral no le interesaban los halagos femeninos. Él amaba a una joven humilde llamada Amancay, aunque estaba convencido de que su padre jamás lo dejaría desposarla. Lo que el joven guerrero no imaginaba, es que Amancay también sentía por él un profundo amor, y no se animaba a decirlo porque pensaba que su pobreza la hacía indigna de un príncipe. Tanto amor inconfesado encontraría pronto una dura prueba.


Sin aviso, se declaró en la tribu una epidemia de fiebre. Quienes caían víctimas de la enfermedad deliraban hasta la muerte, y nadie sabía cómo curarla. Los que permanecían sanos pensaban que se trataba de malos espíritus y comenzaron a alejarse de la aldea. En pocos días, Quintral también cayó. El cacique, que velaba junto a su hijo despreciando el peligro del contagio, lo escuchó murmurar, en pleno delirio, un nombre: “Amancay…”


No le llevó mucho averiguar quién era, y saber del amor secreto que sentían el uno por el otro.
Decidido a buscar para su hijo cualquier cosa que le devolviera la salud, mandó a sus guerreros a traerla. Pero Amancay ya no estaba en su casa. Se hallaba trepando penosamente el Ten-Ten Mahuida. La “machi”, la hechicera del pueblo, le había dicho que el único remedio capaz de bajar esa fiebre era una infusión, hecha con una flor amarilla que crecía solitaria en lo alto de la montaña. Lastimándose manos y rodillas, Amancay alcanzó finalmente la cumbre y vio la flor abierta al sol.


Apenas la arrancó, una sombra enorme cubrió el suelo. Levantó los ojos y vio un gran cóndor, que se posó junto a ella levantando un viento terrible a cada golpe de sus alas. El ave le dijo con voz atronadora que él era el guardián de las cumbres y la acusó de tomar algo que pertenecía a los dioses. Aterrada, Amancay le contó llorando lo que sucedía abajo, en el valle, donde Quintral agonizaba, y que aquella flor era su única esperanza.


El cóndor le dijo que la cura llegaría a Quintral sólo si ella accedía a entregar su propio corazón. Amancay aceptó, porque no imaginaba un mundo donde Quintral no estuviera, y si tenía que entregar su vida a cambio, no le importaba. Dejó que el cóndor la envolviera en sus alas y le arrancara el corazón con el pico. En un suspiro donde se le iba la vida, Amancay pronunció el nombre de Quintral.


El cóndor tomó el corazón y la flor entre sus garras y se elevó, volando sobre el viento hasta la morada de los dioses. Mientras volaba, la sangre que goteaba no sólo manchó la flor sino que cayó sobre los valles y montañas. El cóndor pidió a los dioses la cura de aquella enfermedad, y que los hombres siempre recordaran el sacrificio de Amancay.


La “machi”, que aguardaba en su choza el regreso de la joven, mirando cada tanto hacia la montaña, supo que algo milagroso había pasado. Porque en un momento, las cumbres y valles se cubrieron de pequeñas flores amarillas moteadas de rojo. En cada gota de sangre de Amancay nacía una pequeña planta, la misma que antes crecía solamente en la cumbre del Ten-Ten.


La hechicera salió al exterior, mirando con ojos asombrados el vuelo de un cóndor gigantesco, allá en lo alto.Y supo que los vuriloches tenían su cura. Por eso, cuando los guerreros llegaron en busca de Amancay, les entregó un puñado de flores como única respuesta.


Bariloche (tergiversación de Vuriloche) proviene del mítico paso cordillerano utilizado por los nativos. Este paso, ubicado al sur del volcán Tronador y oculto durante siglos, se convirtió en una fabulosa aventura de exploración para misioneros y conquistadores.


El último cacique que habitó la región fue el tehuelche Modesto Inacayal, miembro del “parlamento” de Sayhueque. Luego de la Campaña de los Andes, el perito Francisco Moreno rescató a Inacayal -prisionero-, a quien había conocido en uno de sus primeros viajes a la Patagonia, y lo empleó como portero del Museo de La Plata. Allí pasó el cacique sus últimos años de vida.


Sobre sus últimas horas escribió Clemente Onelli:

"Un día, cuando el sol poniente teñía de púrpura el majestuoso propileo de aquel edificio (...), sostenido por dos indios, apareció Inacayal allá arriba, en la escalera monumental; se arrancó la ropa, la del invasor de su patria, desnudó su torso dorado como metal corintio, hizo un ademán al sol, otro larguísimo hacia el sur; habló palabras desconocidas y, en el crepúsculo, la sombra agobiada de ese viejo señor de la tierra se desvaneció como la rápida evocación de un mundo. Esa misma noche, Inacayal moría, quizás contento de que el vencedor le hubiese permitido saludar al sol de su patria"

ONELLI, Clemente: "Conferencias" y citado por VIGNATI, Milcíades Alejo (1942) en: "Iconografía Aborigen", pág. 25.


Sus restos fueron tardíamente restituidos a los familiares hace menos de veinte años por la gestión del diputado Solari Yrigoyen.


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