Por Guillermo Marín *
Las estadísticas impresionan, sorprenden no sólo por la dureza del tema de fondo: chocan por la liviandad con la que gravitan en una sociedad machista que mira hacia otro lado. El femicidio (término con el que se reconoce a una de las formas más extremas de violencia contra la mujer) es un flagelo social que ha tomado en la Argentina una preponderancia inusual en los últimos tiempos. Todo indica que los registros de muertes causadas por violencia de género van en aumento. El informe dado en estos días por el Observatorio de Femicidios de Argentina que pertenece a la ONG La casa del encuentro es contundente: en 2010, cinco mujeres adultas o niñas fueron asesinadas por semana (la mayoría de las mayores, en manos de sus parejas o ex parejas), lo que da un total de 260 defunciones (un 12% más que en 2009). Y al momento de escribir esta columna, ya son cuatro los casos de crímenes cometidos en 2011 en la intimidad de un hogar.El odio ancestral hacia la mujer no tiene límite, acaso una frontera que permita atisbar hasta dónde su condición sexual va en detrimento de su vida, en relación al género opuesto. Esta forma de violencia está presente en todas las escalas sociales, aunque lo que sorprende es que la resistencia a condenarla estriba en la propia justicia y en la misma sociedad que observa con indiferencia. La impunidad con la que se cometen estas clases de crímenes están amparados por la norma y por un ¿inconsciente? colectivo que relativiza la gravedad de los casos. Desde la legislación, el artículo 80 del Código Penal, que habla sobre homicidios agravados por el vínculo y que impone una condena a prisión perpetua, posee atenuantes reservados para casos extraordinarios. ¿Cuáles? La jurisprudencia entiende que, por ejemplo, la infidelidad de la víctima puede disminuir la dureza de la condena del asesino (hay dictámenes patéticos que así lo confirman). El hecho de que la mujer abandone a su pareja, ¿da al varón derecho a rociar a su conyugue con alcohol y prenderle fuego hasta matarlo? El salvoconducto de la emoción violenta, ¿es sexismo encubierto? En la mayoría de los casos, el derecho penal llega tarde y hay una muerte que sucede a otra y no hace otra cosa que engordar la estadística. Otro tanto sucede cuando a esos homicidios se los maquilla; es decir, le son presentados a la sociedad como ”crímenes pasionales”. “El calificativo de “pasional” colocado junto al de crimen”, asegura Lucía Sabaté, abogada mediadora y miembro de la asociación civil La casa del encuentro, “lleva a nuestro cerebro a pensar en la pasión con mayor fuerza que en el crimen, sintácticamente por ser este modificador directo del sustantivo, y sensorialmente porque los seres humanos suelen unirse por amor, y no por odio”. “Detrás del desenlace letal se coloca a la mujer en un dudoso papel que, por incierto, se transforma en sospechosa de haber provocado el ataque que hizo al sujeto “perder la cordura”, remata Sabaté. Es que día tras día, mujeres son golpeadas o agredidas física o psíquicamente por hombres que creen tener derecho sobre sus cuerpos o mentes, como meros objetos que les pertenecen. Y en la mayoría de los casos, esas vejaciones terminan en brutales asesinatos. Los ataques ejecutados por hombres hacia mujeres son sostenidos a lo largo de meses, tal vez años y hasta décadas: procesos de agresiones verbales y físicas cuyas denuncias (unas seis mil por año según la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia) son absorbidas por los tribunales. Con todo, los crímenes de mujeres, que representan el extremo grave de un fenómeno por demás conocido y que a caso siempre se da puertas adentro, sin testigos, se repite tanto en las clases bajas, medias o altas. La violencia de género no tiene clase social: los homicidios agravados por el vínculo no discriminan por grupos de pertenencia. ¿Cómo prevenir, entonces, la violencia entre los sexos? ¿Cómo se protege a una mujer de un hombre violento? Incorporar a nuestro código Penal la figura de femicidio (países como España, por ejemplo, cuentan con esta carátula) como un tipo penal autónomo y no como un agravante, debería servir como norma de prevención. Pensar en lograr espacios de contención hacia mujeres que abandonan sus hogares (incluso llevando con ellas a sus hijos) por motivos de agresiones o amenazas, corresponde un grado de prioridad mayor que cualquier otra medida tutelar: alejar a la víctima del atacante es preservarla de un infierno mayor. Por otra parte, creencias mediáticas como las de tratar de entender los motivos que llevan al agresor a quitarle la vida a su víctima, de ningún modo sirven: es en la propia historia personal del asesino donde residen los impulsos violentos que llevan a cometer su acto. Atenuar la alevosía del hecho con el latiguillo “fue por pasión”, no hace más que morigerar un suceso deleznable desde cualquier ángulo que se lo mire. Al momento de cerrar esta columna, es posible que la intimidad de un hogar se esté viciando con el veneno de la ira contra una mujer. Son horas, minutos decisivos para las políticas públicas. Pero tal vez por ser imperceptibles no lo sean.
* Periodista y escritor
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