“Yo sigo sin poder tomar la real dimensión que Darío tenía. No sólo físicamente sino por su capacidad de pensamiento y acción. Parecía un militante de los 70 pero tenía apenas 20 años… A Maxi y a Darío los mataron con mucha crueldad. Y a pesar de todo eso, uno trata de recordar con la alegría de la lucha. Ellos representan a esa juventud destruida por el neoliberalismo, esa juventud que creció en los 90, en medio de ese país espantoso y que encontró la vuelta para comprometerse, para salir, desde esas barriadas obreras: uno desde Claypole y el otro, desde Guernica”. Una y otra vez Adriana Pascielli, “la Tana”, vuelve a esa juventud tan osada de Darío Santillán que la deslumbró desde el primer instante en que sus vidas se cruzaron.
Mira a su alrededor en esas tres manzanas de lo que alguna vez fue la vieja fábrica de heladeras Roca Negra que –define- “quebró más o menos por el 75. Y de alguna manera, este lugar resume toda la historia del país. Se logró la expropiación y aquí estamos”. Hoy, a diez años y seis meses desde que se asentaron allí, transpiran su tiempo cotidiano debatiéndose entre la carpintería, la bloquera, un bachillerato popular, la radio comunitaria, una biblioteca y la herrería, en que el viernes terminaban de alzar los rostros esculturales de Maxi y de Darío. Y las huellas de la masacre de Avellaneda se huelen en los rincones. Se respiran en la bloquera con esa enorme pintada que hermana al Che y a Darío en una misma frase: “Sentir en lo más hondo cualquier injusticia, contra cualquiera, en cualquier parte del mundo como si fuera propia”. Se disfrutan también en el guiso humeante sobre el extenso tablón de los almuerzos colectivos.
Contextos
Mira a su alrededor en esas tres manzanas de lo que alguna vez fue la vieja fábrica de heladeras Roca Negra que –define- “quebró más o menos por el 75. Y de alguna manera, este lugar resume toda la historia del país. Se logró la expropiación y aquí estamos”. Hoy, a diez años y seis meses desde que se asentaron allí, transpiran su tiempo cotidiano debatiéndose entre la carpintería, la bloquera, un bachillerato popular, la radio comunitaria, una biblioteca y la herrería, en que el viernes terminaban de alzar los rostros esculturales de Maxi y de Darío. Y las huellas de la masacre de Avellaneda se huelen en los rincones. Se respiran en la bloquera con esa enorme pintada que hermana al Che y a Darío en una misma frase: “Sentir en lo más hondo cualquier injusticia, contra cualquiera, en cualquier parte del mundo como si fuera propia”. Se disfrutan también en el guiso humeante sobre el extenso tablón de los almuerzos colectivos.
Contextos
No le es fácil anclarse con su relato en aquel junio de 2002. La atraviesan el dolor y una rabia amasada que se transformó en certezas y que se le entremezclan raramente con “el orgullo de la lucha”. El contexto le es necesario para entender. “Veníamos del 19 y 20 de diciembre de 2001, de la represión en Tartagal, de la represión a los compañeros de Zanón y en Cutral Co. En febrero habían asesinado a Javier Barrionuevo, un compañero nuestro, al que mató un tipo ligado a la policía, en la zona de El Jaguel…Ese era el clima. De mucha confrontación y disputa. Una o dos veces por semana movilizábamos a los supermercados y conseguíamos mercadería. Había victorias en cada una de las movilizaciones que hacíamos pero también había provocaciones constantes. Ese día preveíamos que iba a haber un conflicto y de hecho nos planteamos no ir con chicos. Incluso yo no movilicé porque estaba embarazada y desde ahí iba a estar atenta ante cualquier situación de represión. Sabíamos que iba a haber gases y que fuera probable que nos tuviéramos que dispersar. Pero de ninguna manera preveíamos que iba a haber una cacería…a lo largo de quince cuadras tanto por Pavón como por Mitre hubo grupos de tareas tirando tiros, cazando gente, llevándola presa…hubo compañeros que por dos o tres días no supimos dónde estaban. Perdieron la noción y estaban en shock. Fue tenso, complejo. En el momento en que empezaron los disparos entendimos que había que replegarse rápidamente. El despliegue de la fuerza fue impresionante. Gendarmería, la Bonaerense, Prefectura, la Federal…estaban todos”.
Desde su casa, “la Tana” iba armando artesanalmente las listas de detenidos. Se comunicaba con abogados, legisladores, organismos de derechos humanos. El televisor le trasplantaba puertas adentro de su casa las imágenes del horror. Gases lacrimógenos. Disparos. Persecuciones. Una camioneta. Un par de cuerpos arrojados inertes sobre la caja. Un rostro barbado. La campera de Darío. El compañero que no aparecía. Un llamado telefónico. “Nadie sabe dónde está”. La certeza de la muerte. Las lágrimas que tiñeron de tinta corrida el papel del listado. La imagen grabada de aquel primer encuentro, años antes. Las asambleas compartidas. Las calles y el barro pateados a diario en una construcción en la que, otros, poderosos, crueles, portadores de fantasmas y de odio, cercenaron la vida de Darío.
El grito
A su lado, Jorge rearma su propia memoria de la historia y confiesa que aún hoy, a diez años, no logra entender. Le quedará por siempre anclado aquel instante de Darío queriendo detener las balas del terror con una mano. Con Maximiliano Kosteki a su lado, ya casi muerto. El mismo logró salvar su vida saltando desde un paredón de la estación. Buscó refugio en casa de unos amigos y se cobijó puertas adentro hasta que las aguas se calmaron levemente en las calles.
“De lo que más me acuerdo es que estuve con él adelante (en la manifestación, frente a la policía). Tenía miedo y él me dijo que me lo sacara gritando. Así que le empecé a gritar a la policía `Vayan a Malvinas`. Fue lo primero que se me ocurrió, y empecé a sentir la adrenalina”, contó alguna vez Carlos Leiva, otro militante del MTD que compartió con Darío Santillán la primera línea de la marcha piquetera. Aquella idea de gritar para espantar el temor “la había sacado de la película Corazón Valiente”, dijo desnudando esa entremezcla joven en la que podían aparecer los textos de Franz Fanon, Paulo Freire, el Che, la música de Hermética, Larralde o el Cuarteto Cedrón y –como en este caso- una película de Mel Gibson.
Aquel 26 de junio –cuenta la Tana- “fuimos al puente con siete u ocho puntos de reclamo. No te creas que era nada del otro mundo. Que se mejoraran los 150 pesos del plan social, que se habilitaran lugares de cobro, aumento de mercaderías e insumos básicos para salitas y escuelas. En definitiva, ninguna proclama revolucionaria ni mucho menos…”
El orden
El derrumbe, la resistencia y las decenas de asesinados en manos del aparato represivo del Estado –lo único fuerte y sólido que había quedado en pie- vieron nacer la endeble presidencia de Eduardo Duhalde. Que vio en los desocupados y en los hambrientos organizados una amenaza firme para la permanencia de su interinato. La virtual militarización del cementerio extendido que era el país fue la alternativa determinante para la mantención del orden. Que implicaba el acatamiento por parte de millones de personas de que su destino era el ghetto masivo de marginalidad que el sistema había construido para preservar el salvataje de los que merecían la pena ser salvados. El darwinismo social al palo, sin morenos ni ex obreros ni piqueteros destituyentes.
Las tasas de desempleo alcanzaban un record de 22,2 por ciento con un detalle revelador: se incluían como ocupados a los beneficiarios de los planes jefes y jefas de hogar. Argentina ostentaba 23 millones de pobres (63%),10.8 millones de indigentes (30%) y 10.5 millones de menores de 18 años vivían bajo la línea de pobreza.
Los medios de comunicación, casi al unísono, legitimaron el discurso oficial. Desenterraron el concepto de “subversión”, alertaron sobre “la peligrosidad de los manifestantes” y la “escalada de la violencia piquetera”. Los cesanteados del sistema volvían a golpear las puertas de la casa que los había expulsado al último patio. La cacería que terminó con las luchas incipientes de Darío y Maxi fue avalada por mandatos políticos y opinión pública de resonancia mediática. Las balas de plomo disparadas a mansalva por la policía que abrieron letales flores escarlata en las espaldas de Darío y Maxi resultaron “un enfrentamiento entre piqueteros”. Y la célebre tapa de Clarín, oficialista en esos entonces, es un ícono de los tiempos: “La crisis causó dos nuevas muertes”. Esa entelequia impersonal (la crisis) fue la que los mató por la espalda. Ni la policía, ni la Side ni el Ministerio de Seguridad, ni el Presidente ni el Gobernador.
La evidencia inconstratable de la imagen hizo estallar la mentira como una pompa de jabón. Entonces Alfredo Fanchiotti dejó de ser el mejor policía del mundo para convertirse en un loco suelto que cargó su arma de plomo y salió a matar sueños por la espalda.
Los responsables
Fanchiotti y su colega Alejandro Acosta fueron condenados a perpetua. Pero el comisario de mirada helada ya disfruta de un inexplicable régimen abierto apenas a siete años de la sentencia. La Justicia mira con cierta ternura a algunos delincuentes. Y a otros, a los más débiles, los congela de impiedad. A los restantes, a los que manejan las vidas desde los despachos, directamente nos los ve.
Eduardo Duhalde presidía la Nación. Fue senador a través de su esposa y aspiró a su regreso a la Presidencia en 2011.
Carlos Soria era el Jefe de la SIDE. “La policía sólo utilizó postas de goma y fue agredida con palos y armas de fuego”, fue el informe. Fanchiotti estuvo comunicado durante la masacre con Oscar Rodríguez, el número dos. Soria fue senador y luego gobernador de Río Negro. A veinte días de su asunción murió de un tiro en manos de su esposa, en la madrugada del 1 de enero.
Alfredo Atanasoff era el Jefe de Gabinete. “Vamos a utilizar todos los mecanismos necesarios para hacer cumplir la ley”, dijo. A pesar de que quedaron desnudos sus mecanismos, continuó con una profusa actividad política junto a Eduardo Duhalde.
Juan José Alvarez era secretario de Seguridad Interior. Fue diputado nacional.
Jorge Matzkin era el ministro del Interior. A fines de 2008 fue procesado por amenazas contra un peón rural en su campo de La Pampa. Fue sobreseído. En agosto de 2011 le disparó entre tres y cuatro veces con su arma por la espalda a quien intentaba asaltar a su hijo David. Tenía los permisos de tenencia y portación de armas de guerra vencidos.
Aníbal Fernández era el Jefe de Gabinete. Ha sido funcionario estrella ininterrumpidamente desde aquel horror.
Felipe Solá era el Gobernador de la Provincia y responsable de la bonaerense. Avaló y felicitó públicamente a un Fanchiotti al que luego transformó en “un psicópata, un demente”. Fue nuevamente gobernador y hoy es diputado nacional.
Luis Genoud era el ministro de Justicia y Seguridad de la Provincia. Hoy integra la Suprema Corte.
Señalados
Darío y Maxi son el sambenito que todos llevarán prendido del cuello mientras anden los caminos del mundo. El escapulario del penitente serán sus imágenes, en la estación, en las paredes, en la memoria. Aunque la Justicia no sea justa, aunque vivan como si ninguna sangre hubiera corrido. Aunque crean que la utopía fue muerta por la espalda.
Porque con Darío y Maxi están los otros. Los pibes morochos que todavía se la juegan por resistir. Los que no creen en la muerte de los sueños. Los que saben que otro país es posible. Donde entrarán todos.
Por eso no están solos.
Aquel 26 de junio resume el climax de una lucha de resistencia
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