Entrevista a Juan Pablo Hudson. Investigador militante. A diez años de las primeras fábricas recuperadas por sus trabajadores, el libro Acá no. Acá no me manda nadie, revela las actuales tensiones entre los actuales condicionamientos del mercado y la dependencia ineludible del Estado.
Por Ezequiel Siddig
El 2 de abril de 2004, cuando bajó del colectivo en pleno Rosario, Juan Pablo Hudson enfiló hacia la fábrica de pastas frescas La Victoria. Becario del Conicet, oriundo del barrio de Somisa, somisero y ex centrojá de las inferiores de Ñuls, militante cercano al Pocho Lepratti, no sabía entonces que pasaría los próximos seis años de su vida estudiando el fenómeno de las fábricas recuperadas desde adentro. Lo recibieron con los brazos abiertos y durante cinco meses intentó penetrar el discurso institucional que los trabajadores se habían dado para cumplir a pie juntillas con las mismas preguntas que repetían periodistas y cineastas de todo el mundo, académicos y representantes de instituciones sociales y de fundaciones.
Se frustró, pero en ese rescoldo de la duda, entre dejar la tesis de doctorado o empuñar un último esfuerzo, descubrió lo que sólo pudo darle permanecer: que lo que sabía de antemano, la metodología que había aprendido en la universidad, debía ponerlo en remojo. “Hoy en día, el Conicet como las universidades son instituciones sumamente disciplinarias y rígidas, que no otorgan sentido”, dice Hudson a Miradas al Sur desde la ciudad de Alberto Olmedo. “La investigación social necesita de una sensibilidad nueva, que permita generar canales de comunicación y escenarios en los que sea posible pensar con el otro.”
De esa investigación militante surgió el libro Acá no. Acá no me manda nadie. Empresas recuperadas por obreros 2000-2010, editado recientemente por Tinta Limón. Porque parece mentira pero ya pasó una década desde las primeras quiebras de empresas y su consiguiente restablecimiento a cargo de los ex empleados. Así resurgieron Zanón, el Hotel Bauen, Brukman, el Impa, por citar algunas de las experiencias más mentadas. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario, tallerista en la escuela, Hudson se concentró sobre todo en las 15 empresas recuperadas que se encontraban en la zona metropolitana de aquella ciudad. “La Victoria” es un nombre de fantasía, para resguardar la intimidad de los que dieron sus testimonios, a veces descarnados y otras tantas carentes de la sintonía de manual esperada entre los movimientos y partidos de la izquierda más purificante. Hudson trabajó dentro de las líneas de producción de las cooperativas Mil Hojas y Merlat (ambas fábricas de pastas frescas), Herramientas Unión, el restaurant parrilla Lo Mejor del Centro y la cristalería Vitrofin, entre otras empresas rosarinas.
Contraponiendo la idealización teórica de la autonomía de las empresas recuperadas a la construcción de un saber más casuístico (ver “La investigación militante”), Hudson se encontró con los problemas reales. “En las fábricas están en tensión dos fuerzas muy claras –dice–. Una tendencia es entender la recuperación como el rescate de lo perdido, la inclusión en el mundo del trabajo y la recuperación de los derechos anteriores a la quiebra. Y después hay otra versión, que lucha y se entremezcla con la anterior, que es entender la recuperación como potencia creativa de los trabajadores, un abrirse hacia lo nuevo. Que hayan transformado los modos de decisión a través de asambleas, distribuido el ingreso en partes iguales, atenuado el sistema disciplinario que imponían los patrones y armado centros culturales, habla de que no fue una mera recuperación de lo mismo.
–¿Y cómo es la relación con el Estado?
–El financiamiento estatal hoy es indispensable, dado que las empresas recuperadas no son consideradas sujetos de crédito por los bancos. Desde el 2003, el Estado ha colaborado de manera decisiva, a través del financiamiento, para que éstas puedan mantenerse con vida en un escenario sumamente inestable e inhóspito. Les brinda condiciones mínimas para que las cooperativas se inserten cada vez más en los circuitos de comercialización. Aún así, vale aclarar que no inmuniza ni protege a las fábricas del mercado ni tampoco les ha otorgado plena estabilidad.
–Aún así, ¿el Estado es imprescindible para estas empresas?
–Sí. Recordemos que no existe un mercado paralelo propio de la economía social o solidaria capaz de absorber sus productos y servicios. Esta situación abre un serio desafío que tienen que enfrentar las propias empresas recuperadas sin perder su autonomía. No se trata de pasar de un patrón privado a un Estado que resuelve los problemas, aunque seguir un camino de autonomía implica una relación con el Estado. Porque mantener hoy una posición ideológica autonomista es anacrónico, además de improductivo. Se torna imprescindible la construcción de un verdadero movimiento de empresas recuperadas que ponga en práctica una conexión virtuosa con otras experiencias sociales autónomas.
–¿Cómo lograron suplir la dirección de la empresa?
–Si algo han demostrado estos diez años, es que para aprender no es necesario un patrón que dictamina lo que hay que hacer. Los trabajadores demostraron una capacidad de aprendizaje desde el llano, en el día a día de la fábrica. Hoy hablar con ellos es tener una clase fresca de comercialización y finanzas, de modos de producción. Un trabajador de Herramientas Unión me dijo: “Lo que aprendí en estos años es una sola cosa: a resolver problemas”. Para mí eso es el pensamiento.
El libro marca una diferencia fundamental entre la generación de quienes recuperaron las fábricas y los jóvenes contratados.
Hay enormes diferencias en los modos de comprender el empleo en una fábrica. Para los que la recuperaron, hay una mística muy fuerte en torno al trabajo. Para ellos es el gran ordenador de sus vidas, la marca principal en la producción de su identidad. Sienten orgullo de trabajar 14-15 horas por día. Y además hay una relación de profundo afecto por la fábrica a la que entraron a muy temprana edad. Los jóvenes en cambio tienen una relación atea con la fábrica. Para ellos es más que nada una estrategia de supervivencia muy coyuntural. Entienden el trabajo como una tarea agobiante que no les permite realizar otras actividades. Para los obreros que recuperaron las fábricas, los jóvenes no son trabajadores. De hecho, en la mayoría de las fábricas les dicen “los pibes”. Para ellos no cumplen con los requisitos que todo obrero debería tener: compromiso, sacrificio y responsabilidad.
–¿No es vital para los contratados jóvenes hacerse de un oficio?
–¿Para qué? Si quizás en un mes están trabajando en otro emprendimiento. Y al otro mes quizá consigan un subsidio estatal que les permita complementarlo con una changa y no tener que permanecer encerrados en una fábrica durante 12 horas. Algunos no querían que los pusieran en blanco porque de ese modo perdían el Plan Jefes y Jefas, que era lo que les permitía construirse su casa… Hay que evitar toda mirada moral del tema; aún en las versiones más cínicas de los pibes hay una nueva noción del trabajo. Es otra cabeza, otra subjetividad. La vida para ellos está afuera de las fábricas. Hay que abrir un fuerte interrogante sobre la cultura del trabajo hegemónica. Que haya un rechazo al trabajo asalariado tiene siempre un elemento libertario.
Se frustró, pero en ese rescoldo de la duda, entre dejar la tesis de doctorado o empuñar un último esfuerzo, descubrió lo que sólo pudo darle permanecer: que lo que sabía de antemano, la metodología que había aprendido en la universidad, debía ponerlo en remojo. “Hoy en día, el Conicet como las universidades son instituciones sumamente disciplinarias y rígidas, que no otorgan sentido”, dice Hudson a Miradas al Sur desde la ciudad de Alberto Olmedo. “La investigación social necesita de una sensibilidad nueva, que permita generar canales de comunicación y escenarios en los que sea posible pensar con el otro.”
De esa investigación militante surgió el libro Acá no. Acá no me manda nadie. Empresas recuperadas por obreros 2000-2010, editado recientemente por Tinta Limón. Porque parece mentira pero ya pasó una década desde las primeras quiebras de empresas y su consiguiente restablecimiento a cargo de los ex empleados. Así resurgieron Zanón, el Hotel Bauen, Brukman, el Impa, por citar algunas de las experiencias más mentadas. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario, tallerista en la escuela, Hudson se concentró sobre todo en las 15 empresas recuperadas que se encontraban en la zona metropolitana de aquella ciudad. “La Victoria” es un nombre de fantasía, para resguardar la intimidad de los que dieron sus testimonios, a veces descarnados y otras tantas carentes de la sintonía de manual esperada entre los movimientos y partidos de la izquierda más purificante. Hudson trabajó dentro de las líneas de producción de las cooperativas Mil Hojas y Merlat (ambas fábricas de pastas frescas), Herramientas Unión, el restaurant parrilla Lo Mejor del Centro y la cristalería Vitrofin, entre otras empresas rosarinas.
Contraponiendo la idealización teórica de la autonomía de las empresas recuperadas a la construcción de un saber más casuístico (ver “La investigación militante”), Hudson se encontró con los problemas reales. “En las fábricas están en tensión dos fuerzas muy claras –dice–. Una tendencia es entender la recuperación como el rescate de lo perdido, la inclusión en el mundo del trabajo y la recuperación de los derechos anteriores a la quiebra. Y después hay otra versión, que lucha y se entremezcla con la anterior, que es entender la recuperación como potencia creativa de los trabajadores, un abrirse hacia lo nuevo. Que hayan transformado los modos de decisión a través de asambleas, distribuido el ingreso en partes iguales, atenuado el sistema disciplinario que imponían los patrones y armado centros culturales, habla de que no fue una mera recuperación de lo mismo.
–¿Y cómo es la relación con el Estado?
–El financiamiento estatal hoy es indispensable, dado que las empresas recuperadas no son consideradas sujetos de crédito por los bancos. Desde el 2003, el Estado ha colaborado de manera decisiva, a través del financiamiento, para que éstas puedan mantenerse con vida en un escenario sumamente inestable e inhóspito. Les brinda condiciones mínimas para que las cooperativas se inserten cada vez más en los circuitos de comercialización. Aún así, vale aclarar que no inmuniza ni protege a las fábricas del mercado ni tampoco les ha otorgado plena estabilidad.
–Aún así, ¿el Estado es imprescindible para estas empresas?
–Sí. Recordemos que no existe un mercado paralelo propio de la economía social o solidaria capaz de absorber sus productos y servicios. Esta situación abre un serio desafío que tienen que enfrentar las propias empresas recuperadas sin perder su autonomía. No se trata de pasar de un patrón privado a un Estado que resuelve los problemas, aunque seguir un camino de autonomía implica una relación con el Estado. Porque mantener hoy una posición ideológica autonomista es anacrónico, además de improductivo. Se torna imprescindible la construcción de un verdadero movimiento de empresas recuperadas que ponga en práctica una conexión virtuosa con otras experiencias sociales autónomas.
–¿Cómo lograron suplir la dirección de la empresa?
–Si algo han demostrado estos diez años, es que para aprender no es necesario un patrón que dictamina lo que hay que hacer. Los trabajadores demostraron una capacidad de aprendizaje desde el llano, en el día a día de la fábrica. Hoy hablar con ellos es tener una clase fresca de comercialización y finanzas, de modos de producción. Un trabajador de Herramientas Unión me dijo: “Lo que aprendí en estos años es una sola cosa: a resolver problemas”. Para mí eso es el pensamiento.
El libro marca una diferencia fundamental entre la generación de quienes recuperaron las fábricas y los jóvenes contratados.
Hay enormes diferencias en los modos de comprender el empleo en una fábrica. Para los que la recuperaron, hay una mística muy fuerte en torno al trabajo. Para ellos es el gran ordenador de sus vidas, la marca principal en la producción de su identidad. Sienten orgullo de trabajar 14-15 horas por día. Y además hay una relación de profundo afecto por la fábrica a la que entraron a muy temprana edad. Los jóvenes en cambio tienen una relación atea con la fábrica. Para ellos es más que nada una estrategia de supervivencia muy coyuntural. Entienden el trabajo como una tarea agobiante que no les permite realizar otras actividades. Para los obreros que recuperaron las fábricas, los jóvenes no son trabajadores. De hecho, en la mayoría de las fábricas les dicen “los pibes”. Para ellos no cumplen con los requisitos que todo obrero debería tener: compromiso, sacrificio y responsabilidad.
–¿No es vital para los contratados jóvenes hacerse de un oficio?
–¿Para qué? Si quizás en un mes están trabajando en otro emprendimiento. Y al otro mes quizá consigan un subsidio estatal que les permita complementarlo con una changa y no tener que permanecer encerrados en una fábrica durante 12 horas. Algunos no querían que los pusieran en blanco porque de ese modo perdían el Plan Jefes y Jefas, que era lo que les permitía construirse su casa… Hay que evitar toda mirada moral del tema; aún en las versiones más cínicas de los pibes hay una nueva noción del trabajo. Es otra cabeza, otra subjetividad. La vida para ellos está afuera de las fábricas. Hay que abrir un fuerte interrogante sobre la cultura del trabajo hegemónica. Que haya un rechazo al trabajo asalariado tiene siempre un elemento libertario.
La investigación militante. Dividido en seis capítulos más un epílogo encargado al Colectivo Situaciones, Acá no. Acá no me manda nadie… indaga en las diferencias en torno al concepto de trabajo entre los socios y los contratados, la división de las tareas y el diferencial distributivo entre los Consejos de Administración y los compañeros “de planta”, la triangulación con el mercado y el Estado y los discursos circulantes (la novela y la contranovela institucional) en torno a la experiencia autogestiva. En el libro se incluye una especie de bitácora con anotaciones furtivas sobre la experiencia en las fábricas, escritos de los trabajadores, ensayo, crónicas y diálogos.
–En general, lo que en la academia aparece como desecho, en este libro es nodal.
–Para mí, claramente se trata casi de un deber generacional. Poder no sólo transformar las formas de investigación, sino también las formas de traducir eso que uno conoce en la experiencia. Porque sino vos estás ocho años adentro de las fábricas recuperadas, viviendo experiencias intensas con los trabajadores, conociendo incluso cómo viven, sus padecimientos personales, o teniendo uno mismo problemas en la metodología, para después terminar armando un prolijo trabajo, que sería lo mismo que hace una persona de 75 años que está en el cierre de su carrera. En ese sentido, la academia es una institución muy represiva, donde hay modos para escribir o para citar, autores permitidos y prohibidos, y aún a pesar de todo ese orden que intenta imponer no produce sentido. Nada más lamentable que la posición del investigador extractivo, aquel que se acerca a cualquier experiencia social a extraer información y luego regresa a su casa o a la universidad y escribe papers o tesis y no hay ningún retorno ni vínculo con los trabajadores.
–¿O sea que para conocer tuvo que dejar los libros, por así decir?
–Sí, había que correrse de lo ideológico, aunque parezca despolitizado. Si no hacía esa suspensión, me hubiera quedado con la idea preconcebida acerca de lo que era una fábrica recuperada. Lo material, lo concreto es otra cosa. Uno termina preguntando de acuerdo al librito de Marx o de Toni Negri. Por eso, en este ámbito uno se encuentra con textos muy morales. Todo el tiempo es una condena a lo que hacen los trabajadores, porque no cumplen con el ideal teórico. Lo interesante para mí es construir saberes muy situacionales, que quizá sean intransferibles.
–En general, lo que en la academia aparece como desecho, en este libro es nodal.
–Para mí, claramente se trata casi de un deber generacional. Poder no sólo transformar las formas de investigación, sino también las formas de traducir eso que uno conoce en la experiencia. Porque sino vos estás ocho años adentro de las fábricas recuperadas, viviendo experiencias intensas con los trabajadores, conociendo incluso cómo viven, sus padecimientos personales, o teniendo uno mismo problemas en la metodología, para después terminar armando un prolijo trabajo, que sería lo mismo que hace una persona de 75 años que está en el cierre de su carrera. En ese sentido, la academia es una institución muy represiva, donde hay modos para escribir o para citar, autores permitidos y prohibidos, y aún a pesar de todo ese orden que intenta imponer no produce sentido. Nada más lamentable que la posición del investigador extractivo, aquel que se acerca a cualquier experiencia social a extraer información y luego regresa a su casa o a la universidad y escribe papers o tesis y no hay ningún retorno ni vínculo con los trabajadores.
–¿O sea que para conocer tuvo que dejar los libros, por así decir?
–Sí, había que correrse de lo ideológico, aunque parezca despolitizado. Si no hacía esa suspensión, me hubiera quedado con la idea preconcebida acerca de lo que era una fábrica recuperada. Lo material, lo concreto es otra cosa. Uno termina preguntando de acuerdo al librito de Marx o de Toni Negri. Por eso, en este ámbito uno se encuentra con textos muy morales. Todo el tiempo es una condena a lo que hacen los trabajadores, porque no cumplen con el ideal teórico. Lo interesante para mí es construir saberes muy situacionales, que quizá sean intransferibles.
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