De chico fue considerado “infradotado”. Terminó en un reformatorio y allí, a los 16 años, escribió su primera obra de teatro. Doctor en matemática, lingüista y antropólogo cultural, Joos Ulrich Heintz, de origen suizo, es investigador del Conicet y docente en la UBA. Su obsesión es vincular la ciencia con el desarrollo: fue cartonero y manejó una planta recicladora de la Ceamse.
Por Verónica Engler
–¿Cuándo comenzó su afición por la matemática?
–En el primario fui un desastre y en el secundario también, odiaba la matemática. Creo que el talento para la matemática no existe, uno tiene que tener ganas o no, pero matemática puede aprender cualquiera, hasta yo (se ríe). Si yo tengo algún talento es para los idiomas, me resulta muy fácil aprender idiomas, trabajar con textos, lo hice toda mi vida. A los once años empecé a escribir literatura, no me perfilaba para nada como científico, sino como escritor y actor.
–¿Y cuándo se produce el cambio?
–Hasta los dieciséis años mi vida era un despelote descomunal, hubo épocas en las que no comía todos los días y estuve más de un año sin casa. De pequeño yo tenía un comportamiento que no parecía normal para los chicos. Entonces, tanto los vecinos como la familia y mis padres pensaban que yo era infradotado, por lo que me querían mandar a una escuela especial para chicos con problemas mentales. Pero mi madre empezó a tener dudas del diagnóstico de mis vecinos (se ríe), y fue a ver al maestro que me estaba asignado. El estaba especializado en chicos difíciles, y le dijo que íbamos a probar que fuera a una escuela normal. Ese maestro me salvó la vida. Yo muy rápidamente aprendí a leer, lo que me permitió cierto grado de independencia, y en los primeros años de la escuela empecé a desarrollar mis propios intereses que, en la primaria, era sobre todo historia.
–¿Qué pasó entonces, después de que aprendió a leer?
–Cuando tuve nueve años empezó otra etapa problemática, porque mis padres se divorciaron. Antes iba a la escuela con un diagnóstico psiquiátrico de que yo era infradotado, pero de alguna manera ese diagnóstico no tuvo consecuencias. Después, por mal diagnóstico se pensaba que yo tenía una epilepsia, porque tenía como ausencias, algo menos grave que las convulsiones, y como no encontraban una causa orgánica, buscaban por el lado psiquiátrico. Entonces terminé en un reformatorio a los once años. Ahí escribí mi primera pieza de teatro y estudié filosofía. Contacté por teléfono a un profesor de filosofía de la facultad que me recomendó obras de Platón y Schopenhauer. Pero en el reformatorio estuve pocos meses, porque me escapé y logré volver a casa con mi madre. Después cambió toda mi situación, porque varias personas leyeron esa pieza de teatro que había escrito, algunos escritores conocidos de mi madre, y entonces pasé de ser un infradotado a convertirme en niño prodigio. Con dieciséis años recién empecé a hacer una vida más o menos normal. Nos mudamos a un lugar fuera de la ciudad (de Zurich), donde hice el secundario. Y ahí tuve que recuperar todo lo que había perdido. Entonces, yo entré por los idiomas, no por las matemáticas. Pero también tuve que estudiar matemáticas, y en paralelo también física, que me interesaba mucho por la filosofía, porque quería entender los principios newtonianos. Busqué libros en la biblioteca sobre el tema y encontré dos obras de Einstein, que me costó leerlas. Entonces me di cuenta de que me faltaba entender matemática, y encontré un curso donde se hacían todas las demostraciones, y así empecé a entender, porque antes la matemática se daba sin demostraciones. Eran reglas que se enseñaban, que había que replicar ciegamente y sin argumentación. Cuando terminé el secundario estudié filosofía. En ese momento, en la universidad había que estudiar tres carreras, para mí la primera era filosofía y la segunda matemática, pero la filosofía se daba de manera desastrosa y estaba cada vez menos motivado. Entonces empecé a cursar cada vez más materias de matemática y me obligaron a cambiar de facultad. Al final terminé con matemática, antropología cultural y física, en tercer lugar.
–¿Y cómo llega a la antropología cultural?
–Lo que más me interesaba eran los campesinos, pero yo sabía que no tengo la mente para ese estilo de vida, y menos los medios, porque en ese tiempo en Suiza para dedicarte al campo tenías que haber heredado una chacra. Llegué a la antropología cultural por los campesinos, porque durante tres años había ido a una escuela rural. En Suiza yo sufrí terriblemente la xenofobia de los suizos, porque la clase media suiza es xenófoba como la argentina, y no te perdonan los padres extranjeros, mi padre era de Francia y mi madre una prusiana de Alemania. Encima, cuando yo hablaba tenía un acento fuerte, pero medio indefinible. En ese ámbito rural, los campesinos ni siquiera eran verdaderos campesinos ni agricultores, eran pastores. Ellos me trataban bien, porque ellos también venían de otra cultura, y no eran xenófobos, eso nunca me lo olvidé, y era gente muy pobre. En esa zona fui de la primera generación que no pasó más hambre. Ellos tenían otra mentalidad, y eso me fascinó, por eso estudié antropología cultural enfocado en dos cosas: el campo, y dentro del campo las culturas de pastores. Y también me especialicé en temas de pobreza, pero siempre ligado al campo. Más tarde aprendí turco y me relacioné con turcos de clase baja o de clase media baja, que eran o campesinos o villeros. Empecé en Suiza y seguí en Alemania, donde convivía con ellos.
–¿Se fue a Frankfurt para trabajar en la universidad?
–Sí, a fines de los años ’70. Tenía un cargo de colaborador científico en matemática. Y después, a principios de los ’80, vine a la Argentina con Ana (su esposa argentina) y luego volvimos a Alemania, y ya tuve un cargo de profesor adjunto. Cuando yo llegué a Frankfurt empecé a vivir en un conventillo con población inmigrante, en la que el idioma de comunicación era el turco, pero en realidad la comunidad era multinacional, se componía de yugoslavos, macedonios, kurdos de diferentes estados, y ciudadanos turcos. Después alquilé un departamento que pronto convertí también en conventillo. Había mucha gente con problemas, inmigrantes, la mayor parte eran refugiados precarios, gente que había pedido asilo, a algunos los invitaba a vivir al departamento.
–En el año 1987 ya se radica definitivamente en Argentina e ingresa como investigador en el Conicet. Para esa época crea el grupo Noaï Fitchas, que luego se convertirá en TERA (Turbo Evaluation and Rapid Algorithms). ¿Me puede contar cómo fueron esas experiencias grupales? ¿Cuáles eran los temas de investigación?
–Con Noaï Fitchas realizamos aportes en álgebra conmutativa y geometría algebraica computacional que impulsaron y aglutinaron una corriente internacional de investigación en cuestiones de complejidad de cálculo simbólico. A partir de 1991, el grupo fue reorientando paulatinamente sus actividades científicas hacia el logro de resultados tecnológicamente relevantes e incorporó nuevos temas teóricos. El resultado fue su transformación en el grupo internacional TERA, de investigación y desarrollo de software para la simplificación y resolución de sistemas de ecuaciones polinomiales y algebraico-diferenciales. Este grupo llegó a contar con catorce investigadores permanentes y quince becarios o tesistas en cinco países (Argentina, España, Francia, Alemania y Canadá). El grupo TERA estuvo dirigido por Marc Giusti (en París), Bernd Bank (en Berlín) y por mí (en Buenos Aires y en Santander).
–¿Estas investigaciones derivaron en alguna aplicación?
–Sí, TERA creó el paquete de software Kronecker, una innovación tecnológica que sirve para generar programas que descomprimen imágenes, algo que puede ser muy útil en TV digital, por ejemplo. Lo que permite Kronecker es generar algoritmos que se adaptan a las necesidades de diferentes sistemas de imágenes para descomprimirlas en tiempo y forma. Cuando se comprime una imagen –en formato jpg, por ejemplo– se simplifican sus cualidades para poder guardarla en un espacio de memoria reducido, hasta que se la quiera visualizar, para lo cual es necesario descomprimirla. En una fotografía en blanco y negro, el software establece una relación en una escala de grises, una cierta “suavidad” que permite la configuración de la imagen como una unidad y no como una suma de puntos. La reconstrucción de la imagen va a depender de que el software encargado de descomprimirla pueda reproducir la suavidad original. Lo innovador del método desarrollado por TERA es su economía en espacio de memoria y su velocidad: Kronecker tarda tan sólo una hora en encontrar un programa que permite reconstruir –descomprimir– a la perfección las imágenes, mientras que otros métodos pueden superar las veinte horas y no arribar a un resultado. Nuestro trabajo se basó en ecuaciones polinomiales, que pueden tener infinitas soluciones. Este tipo de ecuaciones, provenientes de la geometría clásica, interesan fuera del ámbito puramente matemático porque se espera de su resolución efectiva una larga gama de aplicaciones en ámbitos tales como la robótica, la visión, el diseño asistido por computadoras, las telecomunicaciones, la criptografía, e inclusive en la descripción cualitativa de estructuras moleculares.
–¿Ese desarrollo se hizo acá?
–No, en Francia, con el grupo de Giusti. Yo hubiera querido hacerlo en Argentina, pero en esa época, pleno menemismo, no se conseguían programadores, porque los estudiantes de informática podían ganar mucho dinero en una empresa, nadie se interesaba en una beca o en un doctorado. Entonces, en el grupo no había nadie que programara ni que supiera de ingeniería de software. Tuvimos suerte de que vino un becario de Francia que se interesó en lo que hacíamos nosotros y lo implementó ayudado por sus compañeros, que también hicieron la tesis allá. Después nos cortaron los proyectos. Entonces, en esa situación, me di cuenta de que en Argentina no puedo hacer tecnología. Hoy hay un discurso del Ministerio de Ciencia que se refiere a revertir esa situación, es decir, juntar el desarrollo con la investigación. Pero, no sé realmente cuánto hay de deseo y cuánto de realidad en eso. Creo que primero hay que superar unas obstrucciones sociales e ideológicas en la mentalidad pequeñoburguesa de la gente, tanto investigadores como empresarios.
–¿A qué se refiere con “mentalidad pequeñoburguesa” de empresarios e investigadores?
–El investigador quiere quedar bien con el Conicet y publicar sus papers y tener reconocimientos de sus pares, pero no le importa la tecnología y el desarrollo. Quieren viajar, y si después, con poco esfuerzo, gratis, le sale una aplicación, bienvenido. Yo vi que la Argentina puede enterrar la pata tecnológica de lo que hago. Entonces el análisis era que tenía que ver con la mentalidad pequeñoburguesa de los matemáticos. El conflicto era que acá nadie es (Carl Friedrich) Gauss, o en física nadie es (Albert) Einstein, pero tampoco hace falta. Si no tenemos un Gauss, podemos pensar en crear un Gauss colectivo. Y yo fui el primero que creó un grupo y que trabajó en grupo con una especial cohesión. Después se crearon otros grupos, pero más bien como un sindicato que defiende intereses, por ejemplo, a la hora de publicar papers. Y ya desde el principio recibía comentarios de que era muy malo el haber creado un grupo, porque decían que resultaba complicado evaluar a los integrantes del grupo individualmente. Esos comentarios me mostraron que la comprensión dominante acá de la matemática es que el matemático es un individuo que se dedica a la tarea como un deportista, pero ni siquiera como un futbolista que tiene que colaborar con otro futbolista para hacer un gol, sino como uno que hace atletismo, pura destreza individual para ver quién es el mejor, quién publica más papers en la mejor revista. Y fueron los mismos científicos quienes impusieron esos criterios superficiales, de cantidad de papers e impacto en revistas, de los cuales ahora se quejan.
–Usted comienza a trabajar con los cartoneros hace una década, cuando conoce a Lidia Quinteros, por entonces delegada del Tren Blanco. ¿Cómo se fue dando su relación con ese mundo tan alejado del ámbito científico?
–Con Lidia nos conocimos en la Asamblea de Colegiales. La primera cosa que hicimos juntos con la Asamblea fue una acción de vacunación y después vino la escuela para hijos de cartoneros (en José León Suárez), que se empezó a construir en 2004. Era para darles apoyo a los chicos del barrio, pero en realidad eran todos analfabetos, entonces era una escuela de alfabetización, porque en la escuela del barrio no les enseñaban a leer, les enseñaban el himno nacional y funcionaba como una guardería. La escuela funcionó dos años y medio más o menos. Pero nos resultaba difícil encontrar maestros que quisieran dar clase a chicos villeros, y además hay una guerra entre la clase media y la clase baja. Entonces uno tiene que hacer mucha presión para que hagan lo que tienen que hacer, que es enseñarles a escribir. Luego, en 2007 vino la lucha por el Tren Blanco, para que no lo sacaran. Yo incluso le había pedido a Lino (Barañao, ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva) que interviniera por el Tren Blanco, y Lino lo intentó, pero no pudo hacer nada. Sacaron el tren y pusieron esos camiones infrahumanos para el transporte de los cartoneros. Para entonces, Lidia cartoneaba irregularmente porque ya habíamos empezado a hacer los trámites para lograr la concesión de la planta recicladora de la Ceamse. Y ya en 2008 nos pusimos a trabajar de lleno en eso.
–¿Cómo llega usted, con Lidia Quinteros, a estar al frente de una de las nueve plantas recicladoras que creó la Ceamse?
–Nuestra planta comienza a funcionar a fines de 2008. Pero el tema de las plantas recicladoras empieza antes, en 2004, luego de que desapareciera en las montañas de basura un chico quemero, Diego Duarte. Hasta ese momento los quemeros entraban en el predio de la Ceamse, clandestinamente, para sacar cosas de la montaña de basura, y se arriesgaban a perder la vida, porque los solían correr a tiros. La muerte de Duarte es el último capítulo de una larga historia. Hay una sospecha de que los empleados de la Ceamse lo enterraron vivo, que le tiraron una montaña de basura encima. En ese momento la situación era que había una gran presión de la población alrededor, que era la única que aceptaba los basurales. Querían reciclar en competencia con la policía y los guardianes, que también sacaban cosas de la basura. Y ése es el trasfondo en el que se empiezan a crear las plantas recicladoras, porque cuando matan a Diego Duarte el escándalo es grande. Lo que querían los quemeros era más acceso a la montaña de basura y playones donde poder separarla. Porque en la montaña hay muchas cosas de valor, por ejemplo cosas decomisadas, como computadoras o cosméticos, y hay un gran negocio con eso, hay toda una organización de empresas que compra eso y lo revende. Por eso, no se explica la brutalidad con la que actuaban la policía y los guardias de la Ceamse sin ese trasfondo de negocio. Sobre los quemeros y la creación de las plantas hay un libro de Raúl Alvarez con muy buena información (La basura es lo más rico que hay). Alrededor de la basura hay una gran lucha en la sociedad pequeñoburguesa en la que vivimos, porque cuando el pequeñoburgués o su empresa se deshace de algo, sigue reclamando derechos de propiedad negativos, es decir, le prohíbe al otro recoger la basura y hacer con ella lo que quiere. La dictadura llevó al extremo este sistema prohibiendo la manipulación de basura. Los cartoneros empezaron en la década del ’90, y Lidia fue la primera que los organizó para venir a la ciudad, a dedicarse a una actividad prohibida por las leyes de la dictadura y que en democracia no tuvieron problemas en aplicar.
–Entonces, ¿la Ceamse ofrece las plantas recicladoras luego de la desaparición de Diego Duarte?
–Sí. El que era entonces presidente de la Ceamse, bajo el gobierno (en la provincia de Buenos Aires) de (Felipe) Solá, armó un equipo para promover esa idea de las plantas industriales. Pero las recicladoras no fueron hechas para que realmente reciclen, sino que hacía falta una especie de barniz, lo que reciclan en la Ceamse es ridículo, es el dos por ciento de la basura, el resto se tira a la montaña. Todavía hay empleados de la Ceamse que tienen la idea, que viene de la dictadura, de enterrar la basura. Y del otro lado hay un gran problema con la mercadería decomisada, que es disputada, porque hay en la zona una reventa de ese tipo de cosas. Pero Greenpeace, cuando lanzó la campaña Basura Cero, no fue mejor, el objetivo era excluir a los cartoneros, expulsarlos de las calles de Buenos Aires. El anteproyecto de la ley llegó a nuestras manos y nos pidieron que lo revisáramos. Los cambios que sugeríamos nosotros se referían a que se conecte esa ley con la ley (del ex diputado Eduardo) Valdés, que legalizó a los cartoneros (en 2002), en la cual Lidia tenía una fuerte intervención. La Ley de Basura Cero se caracterizó por ignorar la existencia de los cartoneros, eliminaron todas las pautas que queríamos incluir para que se recicle más. Entre otras cosas, pusimos un artículo que prohibía la apertura de nuevos depósitos finales, y Greenpeace estaba en contra de eso. Es decir que apoya el enterramiento, porque si el Estado abre nuevos rellenos sanitarios, se puede seguir enterrando. Y todas las promesas que se hicieron con la Ley de Basura Cero no se cumplen para nada, no hay reciclaje. La basura que se tira alegremente a la montaña sigue aumentando muy rápidamente.
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