Entrevista a François Dubet. El sociólogo francés, autor de Repensar la justicia social, analiza en su último libro la crisis en el Viejo Continente.
Por Miguel Russo
El sociólogo francés François Dubet acaba de presentar en el país su libro Repensar la justicia social, donde analiza los dos modos con que las ciencias sociales plantean la búsqueda de la equidad: igualdad de oportunidades o igualdad de posiciones. Una buena oportunidad para, en el medio de la crisis que atraviesa la Comunidad Europea, cotejar con los realizados aquí hace diez años, los planteos que ensayan los intelectuales en el Viejo Continente.
–La sociología trata de prever algunas cosas, pero la realidad por lo general la avasalla. Con la crisis en Europa, ¿cambió la idea o la construcción que tenía sobre su libro?
–Escribí el libro hace un año y volvería a escribir lo mismo. El problema que se plantea en Europa, antes y ahora, es la reconstrucción de una ficción política progresista. En cuanto a lo personal, en cambio, desde hace un año soy mucho más pesimista con relación a la situación política europea, por dos grandes razones. La primera, el ascenso de la extrema derecha en todos los países europeos, incluso en los más igualitarios, los llamados social-demócratas. Esa extrema derecha es un rechazo de la construcción de una Europa económica y políticamente unificada, una Europa que es indispensable en la economía globalizada. Intelectualmente, no cambié de opinión, pero me preocupa mucho más la coyuntura política.
–Con el ascenso de la derecha, ¿dónde queda la igualdad, ya sea de posibilidades, de oportunidades o de posiciones?
–La extrema derecha en realidad no se opone del todo a la justicia social. En el plano económico es sumamente liberal, pero está a favor del cierre cultural, de los cierres nacionales. Es una extrema derecha culturalmente autoritaria, nacionalmente xenófoba y racista y económicamente nacionalista y liberal. Creo que los programas de la extrema derecha son absurdos, pero la gente que los vota no lee sus programas. Del mismo modo que hace 30 años, cuando el 20 o el 30 por ciento de la personas votaban por el Partido Comunista, de ninguna manera deseaban que el PC realizara sus programas.
–Siguiendo su pensamiento, quizás ni siquiera lo conocían...
–Claro. No se leen propuestas. Son protestas, más que votos.
–Esas protestas, en el caso específico de la extrema derecha, triunfante en varios países europeos, ¿están en función de algo que la izquierda hizo mal?
–Sí, por supuesto. En gran parte, ese electorado de la extrema derecha es un electorado de la izquierda. Esos electores sienten que la globalización económica destruyó la economía, lo cual es falso. La globalización crea más empleos de los que destruye. La izquierda reformista aceptó la globalización de alguna manera. El candidato socialista más probable hasta su detención era el presidente del FMI. Lo que está en juego es la cuestión nacional. El hecho de que las sociedades más nacionales europeas se vuelvan pluriculturales. Por ejemplo: si España desea tener una demografía mínima, tiene que aceptar millones de moros. Imagínese el rebrote xenófobo que significaría el retorno de los árabes para los españoles.
–Peor sería para los italianos con Berlusconi...
–Peor, sin ninguna duda. Pero hay una cuestión de identidad nacional, una cuestión social. Y, de alguna manera, las clases políticas no dieron respuestas satisfactorias. La derecha tradicional está separada entre una extrema derecha y una derecha liberal. Creo que hay que responder primero a la cuestión social, porque la cuestión nacional es una segunda parte de lo social. La situación es bastante preocupante.
–Lo preocupante, en Europa y en todo el mundo, es esa negación de la extrema derecha con relación al otro, esa cuestión tan francesa planteada por Sartre.
–Una gran parte de la derecha no es xenófoba ni racista. De Gaulle no era racista, Giscard D'Estaigne tampoco, Chirac tampoco. Lo que es muy preocupante es la estrategia de Sarkozy, la certeza de que una parte de la derecha clásica está enloqueciendo. Es como si los partidos de izquierda reformistas vieran desarrollarse una izquierda que tuviera el 20 por ciento de los votos, eso radicalizaría su discurso. La situación económica no es trágica, pero sí lo es la capacidad política. La aparición de la extrema derecha es un problema para la derecha. La derecha tiene una dura opción: rechaza a la extrema derecha y pierde las elecciones o acepta el planteo de Sarkozy y se encamina hacia la extrema derecha corriendo el riesgo de perder su alma. Es una situación muy difícil.
–No es una chicana religiosa, pero ¿no es demasiado atribuirle alma a la derecha?
–Nunca voy a votar a la derecha, que quede claro. Existe en Europa una derecha algo conservadora, algo liberal, pero que no se compara con las derechas de América latina. Un hombre de derecha francés sería bastante de izquierda en América latina. Entre la derecha y la izquierda hay un juego político normal que no es una guerra civil. Durante varios años cohabitaron presidentes de derecha o de izquierda con un primer ministro de signo opuesto. Y no hubo ningún conflicto grave. En cambio, la llegada de la extrema derecha cambia la índole del problema. Porque se construye política a partir del odio a los extranjeros. El rechazo de Europa hacia el otro es políticamente muy peligroso. Y, además, absurdo económicamente. Cuando un país dice no querer productos extranjeros, pero quiere seguir vendiendo Renault y Peugeot en todo el planeta, no es muy serio.
–Pero eso es la política capitalista, la que se lleva a cabo de manera permanente en los Estados Unidos.
–Estados Unidos es una potencia y puede hacer eso. Europa, con sus 400 millones de habitantes podría llegar a hacerlo. Pero Francia, con sus 60 millones no puede. Tampoco puede Alemania ni Italia. Ninguno puede solo.
–¿Hay posibilidades de trasladar esta experiencia o esta idea de la justicia social a América latina cuando aquí habita, justamente, el otro?
–En primer lugar, para los europeos, América latina no es el otro, es el extremo de Occidente. Pero en cuanto a lo estrictamente relacionado con el tipo de justicia social, en un país como la Argentina la cuestión dominante es la de la igualdad de posiciones. La cuestión que determina las desigualdades es la antigua cuestión de la exclusión. Esa parte de la población que no sólo está abajo, sino que está afuera. Cuando el 40 por ciento de la población está desempleada, en el sector informal y por debajo del umbral de la pobreza, evidentemente la cuestión de la justicia social pasa primero por ver cómo hacer que ingresen a la sociedad las personas que están afuera. Mi libro es un libro de un país rico, de Europa occidental, Canadá, Estados Unidos, Japón. Si uno no focaliza así se queda en ideas demasiado generales. En América latina, las cuestiones de desigualdades en el sexo son fundamentalmente una cuestión de desigualdad social, no del cupo femenino en el Senado. Cuando se está en una sociedad más igualitaria, la cuestión de mujeres en el Senado se vuelve importante. Está el problema de los extranjeros del interior del país se plantea de manera inversa en América latina y en Europa. Para nosotros, los extranjeros son personas que vienen de muy lejos, en cambio, en América latina, los extranjeros son los que estaban aquí, antes.
–El otro en cuestión.
–Perfecto, el otro. El papá de una de mis nietas es argelino, el de otra de ellas es argentino. ¿Qué significa ser francés para nosotros? Seguro que algo muy distinto a lo que piensa el Frente Nacional, para quienes mis dos nietas son extranjeras. Eso es terrible. Real, pero terrible.
–La sociología trata de prever algunas cosas, pero la realidad por lo general la avasalla. Con la crisis en Europa, ¿cambió la idea o la construcción que tenía sobre su libro?
–Escribí el libro hace un año y volvería a escribir lo mismo. El problema que se plantea en Europa, antes y ahora, es la reconstrucción de una ficción política progresista. En cuanto a lo personal, en cambio, desde hace un año soy mucho más pesimista con relación a la situación política europea, por dos grandes razones. La primera, el ascenso de la extrema derecha en todos los países europeos, incluso en los más igualitarios, los llamados social-demócratas. Esa extrema derecha es un rechazo de la construcción de una Europa económica y políticamente unificada, una Europa que es indispensable en la economía globalizada. Intelectualmente, no cambié de opinión, pero me preocupa mucho más la coyuntura política.
–Con el ascenso de la derecha, ¿dónde queda la igualdad, ya sea de posibilidades, de oportunidades o de posiciones?
–La extrema derecha en realidad no se opone del todo a la justicia social. En el plano económico es sumamente liberal, pero está a favor del cierre cultural, de los cierres nacionales. Es una extrema derecha culturalmente autoritaria, nacionalmente xenófoba y racista y económicamente nacionalista y liberal. Creo que los programas de la extrema derecha son absurdos, pero la gente que los vota no lee sus programas. Del mismo modo que hace 30 años, cuando el 20 o el 30 por ciento de la personas votaban por el Partido Comunista, de ninguna manera deseaban que el PC realizara sus programas.
–Siguiendo su pensamiento, quizás ni siquiera lo conocían...
–Claro. No se leen propuestas. Son protestas, más que votos.
–Esas protestas, en el caso específico de la extrema derecha, triunfante en varios países europeos, ¿están en función de algo que la izquierda hizo mal?
–Sí, por supuesto. En gran parte, ese electorado de la extrema derecha es un electorado de la izquierda. Esos electores sienten que la globalización económica destruyó la economía, lo cual es falso. La globalización crea más empleos de los que destruye. La izquierda reformista aceptó la globalización de alguna manera. El candidato socialista más probable hasta su detención era el presidente del FMI. Lo que está en juego es la cuestión nacional. El hecho de que las sociedades más nacionales europeas se vuelvan pluriculturales. Por ejemplo: si España desea tener una demografía mínima, tiene que aceptar millones de moros. Imagínese el rebrote xenófobo que significaría el retorno de los árabes para los españoles.
–Peor sería para los italianos con Berlusconi...
–Peor, sin ninguna duda. Pero hay una cuestión de identidad nacional, una cuestión social. Y, de alguna manera, las clases políticas no dieron respuestas satisfactorias. La derecha tradicional está separada entre una extrema derecha y una derecha liberal. Creo que hay que responder primero a la cuestión social, porque la cuestión nacional es una segunda parte de lo social. La situación es bastante preocupante.
–Lo preocupante, en Europa y en todo el mundo, es esa negación de la extrema derecha con relación al otro, esa cuestión tan francesa planteada por Sartre.
–Una gran parte de la derecha no es xenófoba ni racista. De Gaulle no era racista, Giscard D'Estaigne tampoco, Chirac tampoco. Lo que es muy preocupante es la estrategia de Sarkozy, la certeza de que una parte de la derecha clásica está enloqueciendo. Es como si los partidos de izquierda reformistas vieran desarrollarse una izquierda que tuviera el 20 por ciento de los votos, eso radicalizaría su discurso. La situación económica no es trágica, pero sí lo es la capacidad política. La aparición de la extrema derecha es un problema para la derecha. La derecha tiene una dura opción: rechaza a la extrema derecha y pierde las elecciones o acepta el planteo de Sarkozy y se encamina hacia la extrema derecha corriendo el riesgo de perder su alma. Es una situación muy difícil.
–No es una chicana religiosa, pero ¿no es demasiado atribuirle alma a la derecha?
–Nunca voy a votar a la derecha, que quede claro. Existe en Europa una derecha algo conservadora, algo liberal, pero que no se compara con las derechas de América latina. Un hombre de derecha francés sería bastante de izquierda en América latina. Entre la derecha y la izquierda hay un juego político normal que no es una guerra civil. Durante varios años cohabitaron presidentes de derecha o de izquierda con un primer ministro de signo opuesto. Y no hubo ningún conflicto grave. En cambio, la llegada de la extrema derecha cambia la índole del problema. Porque se construye política a partir del odio a los extranjeros. El rechazo de Europa hacia el otro es políticamente muy peligroso. Y, además, absurdo económicamente. Cuando un país dice no querer productos extranjeros, pero quiere seguir vendiendo Renault y Peugeot en todo el planeta, no es muy serio.
–Pero eso es la política capitalista, la que se lleva a cabo de manera permanente en los Estados Unidos.
–Estados Unidos es una potencia y puede hacer eso. Europa, con sus 400 millones de habitantes podría llegar a hacerlo. Pero Francia, con sus 60 millones no puede. Tampoco puede Alemania ni Italia. Ninguno puede solo.
–¿Hay posibilidades de trasladar esta experiencia o esta idea de la justicia social a América latina cuando aquí habita, justamente, el otro?
–En primer lugar, para los europeos, América latina no es el otro, es el extremo de Occidente. Pero en cuanto a lo estrictamente relacionado con el tipo de justicia social, en un país como la Argentina la cuestión dominante es la de la igualdad de posiciones. La cuestión que determina las desigualdades es la antigua cuestión de la exclusión. Esa parte de la población que no sólo está abajo, sino que está afuera. Cuando el 40 por ciento de la población está desempleada, en el sector informal y por debajo del umbral de la pobreza, evidentemente la cuestión de la justicia social pasa primero por ver cómo hacer que ingresen a la sociedad las personas que están afuera. Mi libro es un libro de un país rico, de Europa occidental, Canadá, Estados Unidos, Japón. Si uno no focaliza así se queda en ideas demasiado generales. En América latina, las cuestiones de desigualdades en el sexo son fundamentalmente una cuestión de desigualdad social, no del cupo femenino en el Senado. Cuando se está en una sociedad más igualitaria, la cuestión de mujeres en el Senado se vuelve importante. Está el problema de los extranjeros del interior del país se plantea de manera inversa en América latina y en Europa. Para nosotros, los extranjeros son personas que vienen de muy lejos, en cambio, en América latina, los extranjeros son los que estaban aquí, antes.
–El otro en cuestión.
–Perfecto, el otro. El papá de una de mis nietas es argelino, el de otra de ellas es argentino. ¿Qué significa ser francés para nosotros? Seguro que algo muy distinto a lo que piensa el Frente Nacional, para quienes mis dos nietas son extranjeras. Eso es terrible. Real, pero terrible.
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