Veinte años después de escapar de un prostíbulo, Isabel volvió a encontrarse cara a cara con el proxeneta Luis Ramírez, capomafia de la zona Sur metropolitana.
Por Francisco Yofre
En 1990, Isabel tenía 14 años y trabajaba como mesera en un pequeño bar de Encarnación, en Paraguay. Era una parada de camioneros. Una tarde, llegaron hasta allí una mujer argentina y otra paraguaya. Le ofrecieron trabajo como niñera en Buenos Aires, con un sueldo que quintuplicaba lo que ganaba en ese lugar. Le dijeron que lo pensara, que volverían al otro día para conocer su respuesta. Al mediodía siguiente miraba los paisajes que bordean la ruta hacia la Argentina. El micro la llevaba a la gran ciudad con la ilusión de una nueva vida. Se bajaron en Panamericana y Ruta 197, en provincia de Buenos Aires. Se tomaron un remís por 15 cuadras. Bajaron, abrieron la puerta y subieron escaleras. “¿Y los chicos que hay que cuidar?”.
Ella se podría llamar Isabel o Claudia, Marcela o Daisy. Su nombre es el de miles de mujeres maniatadas por las redes de trata. Pero su caso se distingue del resto porque el destino le regaló la chance de, al menos, un desahogo. Verle la cara al proxeneta, veinte años después, en otra relación de fuerzas.
La respuesta que Isabel recibió aquel primer día en la casona bonaerense fue un tremendo mazazo en la cabeza. Cayó sobre una mesa y después sobre una silla. Se levantó y volvió a caer grogui sobre otra mesa y otra silla. El golpe fue propinado por Luis Ramírez, el proxeneta. Pero desde entonces para ella siempre sería “Luis”, porque jamás conocería su apellido. Hasta que lo encontró en un juicio.
Ella se podría llamar Isabel o Claudia, Marcela o Daisy. Su nombre es el de miles de mujeres maniatadas por las redes de trata. Pero su caso se distingue del resto porque el destino le regaló la chance de, al menos, un desahogo. Verle la cara al proxeneta, veinte años después, en otra relación de fuerzas.
La respuesta que Isabel recibió aquel primer día en la casona bonaerense fue un tremendo mazazo en la cabeza. Cayó sobre una mesa y después sobre una silla. Se levantó y volvió a caer grogui sobre otra mesa y otra silla. El golpe fue propinado por Luis Ramírez, el proxeneta. Pero desde entonces para ella siempre sería “Luis”, porque jamás conocería su apellido. Hasta que lo encontró en un juicio.
La ventana de una cárcel. La ONG Madres de Constitución busca rescatar víctimas de la trata. Su presidenta, Margarita, Meira comenzó esa lucha cuando su hija de 14 años murió en manos de una de esas redes. Según denuncia, Luis Ramírez era uno de los guardaespaldas de Herminio Iglesias, ex hombre fuerte de Avellaneda y candidato en 1983 a gobernador por la Provincia de Buenos Aires. Es, de acuerdo a lo que plantea Meira, uno de los principales proxenetas de Constitución, Barracas, Banfield y Lomas de Zamora. Explotaría esos lugares junto a sus hijos Maxi y Luis, quien tiene pedido de captura en Lima por homicidio. En Don Torcuato, el tormento de Isabel recién empezaba. “Acá no vas a cuidar chicos. Vas a hacer lo que yo te diga”, la amenazó Ramírez.
Isabel quedó encerrada en una habitación junto a otras cuatro mujeres menores de edad, también paraguayas. Las condiciones la abrumaron. Era un pequeño dormitorio con dos camacuchetas. Sobre una pared, en un lugar alto, había un diminuto rectángulo con tres rejas que imitaba una ventana. La puerta sólo se abría desde afuera. En su segunda noche, Isabel perdió la virginidad con un cliente que había pagado más debido a esa característica. “Más vale que no me mientas y que seas virgen en serio. Si no, te mato a palos”, le había advertido Ramírez.
En total eran 13 menores encerradas en diferentes habitaciones. “A los clientes les contaba mi situación y les pedía que me ayuden”, señala con la entereza que sólo le pueden dar 20 años de procesar aquellos momentos. “Les decía que me quería escapar. Pero me contestaban que eso era el chamuyo normal de todas. Los peores días eran los fines de año”, recuerda Isabel con pudor.
Isabel, que podría haber sido Margarita Verón o Soledad Pedraza –también víctima de trata que logró escapar y volvió a ser secuestrada–, siempre le pedía a Ramírez irse de allí.
Hasta que un día la respuesta cambió: “¿Te querés ir? Andate. Ahí está la salida”, le indicó con el brazo.
Ella no podía creer lo que escuchaba. Con lo que tenía puesto –una pollera corta y algo más en el torso– abrió la puerta y salió, velocísima. Cruzó la avenida y corrió con más entusiasmo. Justo pasaba por allí un patrullero.
–Ey, piba, ¿adónde vas?– le preguntaron desde el móvil.
–Acabo de salir de un prostíbulo, me dieron la libertad, me dejaron ir, ayúdenme, quiero volver a Paraguay.
–¿Tenés documentos?
–No.
–Subí.
Se sentó en el asiento trasero. Los agentes hablaron algo entre ellos, que no llegó a entender. A los pocos minutos, bajo una lluvia de golpes y empujones, los policías la obligaron a entrar al mismo prostíbulo del que se había ido minutos antes.
¿A dónde querías ir? –le preguntó Ramírez–.
Fue el día que más la golpearon en los cuatro años que estuvo secuestrada. Los clientes no la ayudaban, a pesar de las súplicas. Después de mucho insistir, finalmente uno de ellos se apiadó y le alcanzó una pequeña sierra que ella guardó bajo el colchón. Durante una semana, todas las mañanas, cuando los proxenetas no estaban, serruchaba la reja del medio que había en aquel ventanuco. Cuando logró aflojarla la sacó, se trepó y saltó. Cayó sobre el playón de una estación de servicio contigua al prostíbulo. De allí, fue a una remisería cuyo dueño le ofreció trabajo de limpieza, una casa y luego un trabajo como mesera en una pizzería de Saavedra.
Isabel logró reconstruir su vida. Estuvo en pareja, se separó y ahora de nuevo está con un hombre que la respeta. Tiene un trabajo digno. Ramírez, era sólo un mal recuerdo. Hasta este 30 de agosto pasado.
Isabel quedó encerrada en una habitación junto a otras cuatro mujeres menores de edad, también paraguayas. Las condiciones la abrumaron. Era un pequeño dormitorio con dos camacuchetas. Sobre una pared, en un lugar alto, había un diminuto rectángulo con tres rejas que imitaba una ventana. La puerta sólo se abría desde afuera. En su segunda noche, Isabel perdió la virginidad con un cliente que había pagado más debido a esa característica. “Más vale que no me mientas y que seas virgen en serio. Si no, te mato a palos”, le había advertido Ramírez.
En total eran 13 menores encerradas en diferentes habitaciones. “A los clientes les contaba mi situación y les pedía que me ayuden”, señala con la entereza que sólo le pueden dar 20 años de procesar aquellos momentos. “Les decía que me quería escapar. Pero me contestaban que eso era el chamuyo normal de todas. Los peores días eran los fines de año”, recuerda Isabel con pudor.
Isabel, que podría haber sido Margarita Verón o Soledad Pedraza –también víctima de trata que logró escapar y volvió a ser secuestrada–, siempre le pedía a Ramírez irse de allí.
Hasta que un día la respuesta cambió: “¿Te querés ir? Andate. Ahí está la salida”, le indicó con el brazo.
Ella no podía creer lo que escuchaba. Con lo que tenía puesto –una pollera corta y algo más en el torso– abrió la puerta y salió, velocísima. Cruzó la avenida y corrió con más entusiasmo. Justo pasaba por allí un patrullero.
–Ey, piba, ¿adónde vas?– le preguntaron desde el móvil.
–Acabo de salir de un prostíbulo, me dieron la libertad, me dejaron ir, ayúdenme, quiero volver a Paraguay.
–¿Tenés documentos?
–No.
–Subí.
Se sentó en el asiento trasero. Los agentes hablaron algo entre ellos, que no llegó a entender. A los pocos minutos, bajo una lluvia de golpes y empujones, los policías la obligaron a entrar al mismo prostíbulo del que se había ido minutos antes.
¿A dónde querías ir? –le preguntó Ramírez–.
Fue el día que más la golpearon en los cuatro años que estuvo secuestrada. Los clientes no la ayudaban, a pesar de las súplicas. Después de mucho insistir, finalmente uno de ellos se apiadó y le alcanzó una pequeña sierra que ella guardó bajo el colchón. Durante una semana, todas las mañanas, cuando los proxenetas no estaban, serruchaba la reja del medio que había en aquel ventanuco. Cuando logró aflojarla la sacó, se trepó y saltó. Cayó sobre el playón de una estación de servicio contigua al prostíbulo. De allí, fue a una remisería cuyo dueño le ofreció trabajo de limpieza, una casa y luego un trabajo como mesera en una pizzería de Saavedra.
Isabel logró reconstruir su vida. Estuvo en pareja, se separó y ahora de nuevo está con un hombre que la respeta. Tiene un trabajo digno. Ramírez, era sólo un mal recuerdo. Hasta este 30 de agosto pasado.
La impunidad de la mafia. A causa de un juicio laboral que tramita en Lomas de Zamora, Luis Ramírez tuvo que ir a declarar demandado por un ex empleado suyo que lo acusa de haberlo echado sin indemnización tanto de un local porteño, sito en Brasil 1345, como de otro que está en Banfield.
Su cinismo no tuvo límites. El ex empleado de Ramírez le pidió a Margarita Meira que fuera su testigo, ya que él mismo le había impedido ingresar cuando ella iba con las cámaras de televisión, o cuando llegaba con representantes del Poder Judicial. Meira aceptó y fue acompañada por Isabel.
Nuevamente, se encontraron frente a frente. Ella cuenta que un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era el mismo “Luis” que la había vejado durante años. Toda una bestia demandada por un simple juicio laboral. Un Al Capone del proxenetismo bonaerense. “Lo miré una vez más, después de 20 años. Me miró. Me reconoció. Y se puso a temblar.” Para ella fue un pequeño desahogo. “No sé si me alcanza. Todo es muy reciente, pero sí me dio fuerzas para que a partir de ahora me presente a ser testigo en cada juicio penal donde está acusado.”
Una pequeña revancha para esa mujer que representa a miles de mujeres sin revancha. Una historia con sabor a poco. Ramírez sigue libre.
Su cinismo no tuvo límites. El ex empleado de Ramírez le pidió a Margarita Meira que fuera su testigo, ya que él mismo le había impedido ingresar cuando ella iba con las cámaras de televisión, o cuando llegaba con representantes del Poder Judicial. Meira aceptó y fue acompañada por Isabel.
Nuevamente, se encontraron frente a frente. Ella cuenta que un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era el mismo “Luis” que la había vejado durante años. Toda una bestia demandada por un simple juicio laboral. Un Al Capone del proxenetismo bonaerense. “Lo miré una vez más, después de 20 años. Me miró. Me reconoció. Y se puso a temblar.” Para ella fue un pequeño desahogo. “No sé si me alcanza. Todo es muy reciente, pero sí me dio fuerzas para que a partir de ahora me presente a ser testigo en cada juicio penal donde está acusado.”
Una pequeña revancha para esa mujer que representa a miles de mujeres sin revancha. Una historia con sabor a poco. Ramírez sigue libre.
Fuente: Miradas al Sur
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