Recuerdo, siempre recuerdo, una película que vi en mi adolescencia y que, en distintas circunstancias, regresa por los pasadizos de la memoria. Me ha sucedido mientras daba alguna clase en la facultad y el tema de la locura rondaba mientras hablaba de la “divina manía” de los filósofos griegos, de la loca inspiración de los poetas románticos, del marqués de Sade o de ese libro maravilloso de Michel Foucault que se llama Historia de la locura en la época clásica; pero también su potencia espectral se me apareció en muchas de esas circunstancias en que uno no puede dejar de preguntarse dónde está la locura, quiénes son los locos, de qué manera intentar dilucidar la fuerza disruptiva de ese lenguaje que transgrede el orden de la razón y que, muchas veces, nos cuestiona hasta el corazón de nuestras certezas.
Por Ricardo Forster
Mirando con espanto las imágenes de la terrible represión que desencadenó la Policía Metropolitana (fuerza de choque del macrismo) en el predio del Hospital Borda contra pacientes, médicos, trabajadores de la salud, periodistas, manifestantes y legisladores, no pude sino recordar Rey por inconveniencia, la estupenda película de Philippe de Broca en la que hace de la pregunta por la locura el centro de su potencia argumentativa. Un film de 1966, plena década de la contracultura en la que empezaban a cuestionarse tantas cosas y se buscaba invertir la visión que hasta ese momento se tenía del mundo. El argumento quizás hoy parezca sencillo pero, cuando se exhibió en aquellos años de convulsiones y rechazos, de invenciones y cuestionamientos, no dejó de tener un profundo impacto entre los jóvenes que iniciaban sus caminos experimentales y dirigían sus miradas críticas contra la sociedad creada por sus padres (y, entre nosotros, influyó sobre Piazzolla y Ferrer que compusieron, en aquellos días, su memorable “Balada para un loco”). En ocasiones una obra de arte tiene la capacidad de ofrecernos la verdad del mundo pero sin transformarla en un dogma intocable. Nos susurra lo obturado por el poder; nos exige aprender a mirar de otro modo, como quien descubre una ranura en un muro aparentemente sólido. Lo que se resquebraja inevitablemente es la dureza de una representación de la realidad que ya no se corresponde con la iluminación que surge de ese giro en la mirada. ¿Habrá porteños votantes de Macri que, después de observar no sin azoramiento las escenas alucinadas de la guardia pretoriana descargando su furia sobre los indefensos, comiencen a cambiar su visión de lo que está pasando en la ciudad? ¿Habrán sentido que se pasó un límite? ¿Se preguntarán dónde está la locura? ¿Habrán visto, alguna vez, Rey por inconveniencia? ¿Los habrá hecho pensar? ¿Tal vez, por qué no, se podría proponer que se convierta en parte de la formación escolar? ¿Será acaso una propuesta subversiva que altera la visión del mundo de los funcionarios macristas que sueñan con su famoso centro cívico allí donde hasta ahora estaban los locos y sus inútiles talleres? ¿Será que no entendemos la decidida lucha que vienen dando contra la manicomialización y a favor de la no discriminación de los enfermos mentales? ¿Será que no alcanzamos a entender su progresismo demoledor custodiado por los cosacos de la Metropolitana?
Nos encontramos en octubre de 1918, la Primera Guerra Mundial está por terminar, un general británico se entera de que los alemanes, en su retirada, han sembrado de bombas un pequeño pueblo francés y decide enviar a su mejor especialista para que desactive los artefactos. Siempre hay que recordar que la guerra del 14 fue el punto de inicio de una barbarie que no se ha detenido y que lanzó a millones y millones de seres humanos al peor de los infiernos; un infierno construido con las grandes invenciones de la ciencia y la tecnología cuya justificación “racional” no fue otra que contribuir a consolidar el avance de la civilización y a sostener las fuerzas del progreso. La barbarie naciendo del fondo oscuro de la razón civilizatoria como memorablemente lo retratará Joseph Conrad en su novela El corazón de las tinieblas o como lo expresara de manera impresionante Walter Benjamin al escribir que “todo acto de cultura es al mismo tiempo un documento de la barbarie”. Ernest Jünger, el escritor alemán que participó de las dos grandes guerras del siglo XX, la llamó la “época de la movilización total” en la que la “guerra de materiales” transformó a los seres humanos en materia prima de la industria de la muerte. Nada de las ilusiones decimonónicas, nada de los sueños forjados en la ilustración quedó en pie después de esas carnicerías alucinadas que, por ejemplo en apenas una par de jornadas durante la batalla del Somme, se devoraron a medio millón de soldados. ¿Dónde la locura? ¿Quiénes los locos?
La película de de Broca intenta preguntarse por el lugar de la locura y lo hace internándose en un pueblito que ha sido abandonado por todos menos por los pacientes del manicomio que allí se han quedado sosteniendo, pese a su debilidad, su propio mundo. Charles Plumpick –así se llama el soldado inglés interpretado por Alan Bates– descubre, azorado, que en ese extraño lugar reina una paz inimaginable mientras sus habitantes, olvidados por la “civilización” que afuera se desgarra bajo el impacto de una violencia incalculable y homicida, no sólo viven con alegría sino que deciden convertirlo en su rey de corazones. Tremenda parábola que nos enfrenta con un mundo dislocado que ha sabido encerrar a la locura mientras se dedicó, con los auspicios de la racionalidad más depurada, a destruirse con fuerza implacable y bajo una inimaginable dosis de crueldad sostenida por la coherencia de un discurso de la cordura y la sensatez. Plumpick, primero anonadado por el contraste, luego cautivado por la serena belleza que descubre entre los locos y, también, cautivado por el amor, invierte la tabla de valores que habían sostenido no sólo su visión del mundo sino esa misma e implacable convicción que condujo a la guerra. En el final de la película, cuando la experiencia vivida ya ha conmovido su espíritu, se despoja de su uniforme y, desnudo y apenas llevando un pájaro enjaulado como único equipaje, se queda con los locos.
Esa fue la imagen que inmediatamente se contrapuso en mí a lo que estaba viendo por la pantalla de televisión el viernes mientras la policía de Macri descargaba una represión homicida contra los débiles entre los débiles. ¿En qué cerebro afiebrado puede formarse la decisión de ordenar tamaño desatino? ¿Cómo es posible que una fuerza de seguridad que tiene protocolos, que debe cuidar a la ciudadanía, y sobre todo a los más indefensos, se haya convertido en una máquina alucinada en su desmesura represiva? ¿Es posible que la avidez inmobiliaria o que la priorización absoluta de la propiedad por sobre la vida sea la que determine en nuestra ciudad la acción policial? Las imágenes demenciales (pero profundamente cuerdas desde la lógica de una política fundada pura y exclusivamente en un principio patrimonialista y en una estrategia rentabilística) se correspondieron con lo real de una derecha que suele utilizar una retórica cool y políticamente correcta, pero que a la hora de fijar sus prioridades y su línea de acción pone en funcionamiento un aparato represivo capaz de descargar una tremenda dosis de violencia sobre las espaldas de los más débiles (ahora les tocó a los pacientes del Borda, antes a los sin techo y a quienes duermen donde pueden mientras el gobierno desactiva todos los planes de contención y de cuidado). Macri, ordenando la salvaje intervención de la Metropolitana, busca interpelar a muchos de sus votantes, esos porteños de la clase media que piden seguridad, mano dura contra quienes se manifiestan y perturban sus vidas a la hora de transitar por la ciudad; aquellos que lo único que desean es que se valorice sus propiedades y que les parece una locura que haya un hospicio en una zona tan apetecible de Buenos Aires. Que no sueñan con una ley de salud mental en pleno funcionamiento capaz de avanzar adecuadamente en la desmanicomialización sino que compran las artimañas y las mentiras de la derecha macrista que lo único que busca es la rentabilidad inmobiliaria. De una política que nos quiere recordar, bajo la impronta de una policía brava, lo que es y significa una política de derecha. Represión y negocios sigue siendo la clave última, la ratio final, de esa derecha que busca convertir a la ciudad de Buenos Aires en el laboratorio de lo que sería una política nacional si pudiera hacerse con el gobierno del país. ¿Podemos imaginar al macrismo o a cualquier otro sector político afín que hoy pululan entre la variopinta oposición, con la capacidad de volver a imponer, como en otros tiempos no tan lejanos de nuestra historia, su proyecto de sociedad? Lo que sucedió en el Borda es anticipo de una concepción de la vida que busca seguir convenciendo a un sector de la ciudadanía de que ya es hora de terminar con cierta gentuza que afea la cotidianidad porteña. Sin locos ni pobres, sin chicos pidiendo en las esquinas ni movilizaciones reivindicando derechos, sin espacios públicos que sean ejes de una genuina vida democrática e igualitaria ni reclamos de visibilidad de los invisibles, esa es la gran apuesta de una derecha que no duda en cargar con la más bestial de las fuerzas sobre las espaldas de los más débiles. ¿Locura? ¿De quién y para qué?
Hace casi dos años, cuando la ciudad se aprestaba a elegir su jefe de gobierno escribí lo siguiente que, me parece, conserva su actualidad: Buenos Aires guarda en su interior los cruces y las tensiones de un país siempre en estado de “oportunidad”. Su lugar, muchas veces paradójico y otras trágico, ha sido el de ser el centro de una experimentación, la punta de lanza de proyectos enfrentados que vienen atormentando y esperanzando desde antaño la vida de los argentinos. A diferencia de la cotidianidad de otras geografías nacionales, cotidianidad surcada por climas menos propensos a la dialéctica de lo maníaco y lo depresivo, más introspectivos, menos colgados a las histerias comunicacionales, la ciudad de los personajes de Roberto Arlt y de Capusotto vive, casi siempre, en estado de urgencia, enfrentada a todo tipo de ultimatums y signos catastrofales que transforman cada acontecimiento en algo decisivo aunque no sea más que un producto de la sociedad del espectáculo y del amarillismo mediático. Una ciudad eléctrica que se mira a sí misma como siendo el centro del mundo y que no puede concebir la realidad por fuera de sus lucubraciones e intereses. Pero también, y esto es justo decirlo, una ciudad que se ha vestido con las galas de los ideales, de las utopías, de las rebeldías y de los sueños de un país más justo y que ha pagado, a través de la represión más feroz, el precio terrible de esas ilusiones.
Por algunas de estas apresuradas cosas que escribo, por “el amor y el espanto”, por sus intensidades culturales incomparables, por sus barrios que cobijan las memorias de una ciudad entrañable, Buenos Aires no es lo que una elección quiere decirnos que es. No es, ni puede ser, una mayoría inclinada hacia el macrismo que parece desligarse de su travesía por el tiempo, de sus hazañas urbanas, de su belleza secreta, de sus transversalidades igualitarias, de sus poetas y de sus músicos, de sus personajes literarios, de una caminata mítica por las calles de Saavedra o de encuentros amorosos en el Parque Lezama. Tal vez por algunas de estas cosas, por mi propia memoria porteña, por los espectros danzantes de una ciudad amenazada es que quisiera terminar este artículo con una profesión de fe en el sueño de otra ciudad que se reencuentre con lo mejor de sí misma: Hay una ciudad en la ciudad. Una Buenos Aires que no se pinta de amarillo ni renuncia a sus sueños de igualdad.
Hay una ciudad en la ciudad que sabe de los pasadizos que conducen a la memoria, aquella que nos recuerda la infancia, la libertad, las locas aventuras entrecruzadas de esperanzas y de dolores.
Hay una ciudad en la ciudad que guarda la presencia, entre nosotros, de una ciudad que supo ser equitativa y audaz, nostálgica y creadora, rebelde y soñadora. Una ciudad trabajada por millones de manos que la soñaron más justa y equitativa.
Hay una ciudad en la ciudad que está siendo castigada por una derecha que mientras se disfraza con los recursos de evangelismos tecno-publicitarios y se ofrece como la portadora de los ideales de la tolerancia y el amor, no duda en quebrarle el espinazo a esa otra ciudad de la igualdad.
Hay una ciudad en la ciudad que descubre, cada día que pasa, como se destruye su memoria urbana y se transforman sus barrios en un gigantesco botín de la especulación inmobiliaria.
Hay una ciudad en la ciudad que nos pide que la defendamos, que protejamos sus historias, sus espacios públicos, su educación, su salud, su cultura, de la depredación mercantil y de la piqueta privatizadora.
Hay una ciudad en la ciudad que siente horror ante la discriminación y el racismo manipulados por quienes la gobiernan; una ciudad en la ciudad que no puede aceptar la violencia contra los más débiles y las retóricas oscuras que apelan a la brutalidad del prejuicio y la xenofobia.
Hay una ciudad en la ciudad que somos todos nosotros: los trabajadores, los artistas, los estudiantes, las amas de casa, los poetas, los profesionales, los que duermen bajo las estrellas olvidados por los diseñadores de políticas de la exclusión, los locos del Borda y del Moyano, los maestros y los médicos, los intelectuales, los músicos, los cineastas, los almaceneros y los albañiles. Esa ciudad, nuestra querida y entrañable ciudad autónoma de Buenos Aires, a la que le cantó Gardel, la que despidió a Mercedes Sosa y supo decirles su conmovido adiós a algunos hombres y mujeres irreemplazables de la vida nacional, la que recorrieron con su literatura Borges y Marechal, Sabato y Arlt, Cortázar y Martínez Estrada, la ciudad de todos nuestros desvelos, la de nuestros abuelos y la de nuestros hijos, hoy, ahora, urgente, nos pide que nos unamos para defenderla defendiendo a los más débiles entre los débiles.
Fuente: Revista Veintitrés.
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