Por Ricardo Foster
Leo, no sin cierta preocupación, la utilización que, desde los editoriales que nos viene propinando desde el último domingo 14/4 el diario La Nación, se hace de la palabra “totalitarismo”; una utilización irresponsable, cínica y banalizadora que se encadena con la que otros periodistas y miembros de la oposición han hecho con otros términos terribles y oscuros de la historia política contemporánea, como “fascismo”, “hitlerismo”, “dictadura”, “estalinismo”, todos dirigidos contra un gobierno democrático y falseando con notable impudicia la significación real que esos conceptos han tenido para millones de seres humanos que padecieron en sus cuerpos, bajo la forma del más abyecto terror, las consecuencias de sistemas efectivamente totalitarios. Si lo que viene sucediendo en la Argentina es equiparable, en mayor o menor grado, a esos sistemas oprobiosos y exterminadores que vertebraron parte de la travesía trágica del siglo XX, si en nuestra cotidianidad se reproduce la censura absoluta, la persecución de quienes piensan diferente hasta encarcelarlos y asesinarlos, si se les quitan sus derechos y luego se los encierra en campos de exterminio a quienes pertenecen a otras etnias u otras religiones, si se despliega una máquina de terror que mantiene silenciada a la sociedad en su conjunto, si a la “noche sigue más noche”, si la libertad queda asfixiada mientras los esbirros hacen sus trabajos diabólicos, si todo ese horror habita nuestros días y nuestras noches y recorre las calles, significa que estamos atravesados por un mal absoluto que no alcanzamos a reconocer por complicidad o estupidez; o, por el contrario, la infamia y la banalidad se han constituido en recursos de una oposición que no sólo subestima el totalitarismo real e histórico sino que corrompe el sufrimiento de las víctimas de esos horrores. O, como consecuencia de esto último y bajo la forma de una estrategia política deslegitimadora, lo que la oposición busca, a través de sus operadores mediáticos y despreciando el voto popular mayoritario, es poner en evidencia que lo que existe en el país es apenas una fachada de democracia, el resto paupérrimo de una república amenazada por los portadores de este nuevo “totalitarismo”.
Leo, no sin cierta preocupación, la utilización que, desde los editoriales que nos viene propinando desde el último domingo 14/4 el diario La Nación, se hace de la palabra “totalitarismo”; una utilización irresponsable, cínica y banalizadora que se encadena con la que otros periodistas y miembros de la oposición han hecho con otros términos terribles y oscuros de la historia política contemporánea, como “fascismo”, “hitlerismo”, “dictadura”, “estalinismo”, todos dirigidos contra un gobierno democrático y falseando con notable impudicia la significación real que esos conceptos han tenido para millones de seres humanos que padecieron en sus cuerpos, bajo la forma del más abyecto terror, las consecuencias de sistemas efectivamente totalitarios. Si lo que viene sucediendo en la Argentina es equiparable, en mayor o menor grado, a esos sistemas oprobiosos y exterminadores que vertebraron parte de la travesía trágica del siglo XX, si en nuestra cotidianidad se reproduce la censura absoluta, la persecución de quienes piensan diferente hasta encarcelarlos y asesinarlos, si se les quitan sus derechos y luego se los encierra en campos de exterminio a quienes pertenecen a otras etnias u otras religiones, si se despliega una máquina de terror que mantiene silenciada a la sociedad en su conjunto, si a la “noche sigue más noche”, si la libertad queda asfixiada mientras los esbirros hacen sus trabajos diabólicos, si todo ese horror habita nuestros días y nuestras noches y recorre las calles, significa que estamos atravesados por un mal absoluto que no alcanzamos a reconocer por complicidad o estupidez; o, por el contrario, la infamia y la banalidad se han constituido en recursos de una oposición que no sólo subestima el totalitarismo real e histórico sino que corrompe el sufrimiento de las víctimas de esos horrores. O, como consecuencia de esto último y bajo la forma de una estrategia política deslegitimadora, lo que la oposición busca, a través de sus operadores mediáticos y despreciando el voto popular mayoritario, es poner en evidencia que lo que existe en el país es apenas una fachada de democracia, el resto paupérrimo de una república amenazada por los portadores de este nuevo “totalitarismo”.
Porque si la Argentina de estos días es equiparable, en la dimensión de su gobierno, a aquellos poderes terroríficos no nos quedaría otra alternativa, para salvar nuestras vidas y nuestras libertades, que rebelarnos contra la opresión. Dicho con otras palabras: la consecuencia lógica del editorial de La Nación que se acompaña con los artículos de los inefables “demócratas” Mariano Grondona y Joaquín Morales Sola, es avanzar hacia un llamado a derrocar la tiranía de Cristina Kirchner para salvar a la República del “totalitarismo” que, hoy y entre nosotros, se disfraza “bajo ropaje democrático”. ¿Es eso lo que piensan y lo que desean generar asociándose al nuevo llamado al cacerolazo del 18/4? ¿Qué otra interpretación puede tener el título del editorial del liberalconservadurismo argentino: “Hacia un totalitarismo bajo ropaje democrático” sino colocarse en el andarivel de aquellos cultores del neogolpismo latinoamericano, con sus seguidores autóctonos, que señalan que son los gobiernos llamados “populistas” los que horadan y debilitan a las democracias desde adentro? ¿Cómo descifrar, si no, este uso arbitrario y viscoso de quienes se pretenden defensores de la república y de la democracia al mismo tiempo que trivializan el verdadero horror totalitario? Ellos, los virtuosos, los heroicos defensores de las instituciones, los adalides de la libertad de prensa y de opinión, los heraldos de una justicia independiente, llevan a su negación histórica la significación efectiva de lo que, por ejemplo entre nosotros, ha implicado la dictadura cívico-militar y la implementación del terrorismo de Estado. ¿Qué oscuros intereses ha venido a cuestionar la decisión del gobierno nacional de elevar, para su tratamiento parlamentario, un paquete de propuestas de leyes que van en dirección de reformar y democratizar al sistema judicial? ¿Qué extraña y perversa paradoja convierte a quienes a lo largo de la mayor parte de nuestra historia apoyaron y justificaron ideológicamente golpes de Estado y dictaduras, en garantes virtuosos de la democracia?
¿Qué es lo que está en juego en estos días argentinos siempre tan intensos y convulsionados en los que los legos nos movemos con absoluta incomodidad y, bajo la perspectiva contraria, hasta cierta regocijada impunidad por la selva del lenguaje jurídico? ¿De qué manera intentar analizar las diferencias y tensiones que existen, como resulta muchas veces inevitable, entre los tres poderes de la república tratando de comprender, al mismo tiempo, qué intereses están moviéndose por debajo y por detrás de los principales actores? ¿Qué le ocurre a la política cuando queda atrapada en la telaraña tribunalicia y se vuelve deudora de un lenguaje de especialistas? ¿De qué modo recordar que la democracia habita en la incompletud y desconfía de los paradigmas absolutos sin por ello hacer el elogio de la discrecionalidad? Preguntas que surgen allí donde lo que se percibe es la gravedad de una disidencia que no todos alcanzan a descifrar pero que intuyen que tiene relación directa con el poder y con su ejercicio pleno o limitado. Algo demasiado importante está en disputa en nuestro país y va más allá de tal o cual grupo mediático que se niega a cumplir una ley votada mayoritariamente por senadores y diputados hace ya largos tres años. Una cierta idea de soberanía democrática es la que, en el fondo, está en discusión.
Las querellas entre los poderes de la república siempre ponen de manifiesto la trama conflictiva de la vida democrática y, sobre todo, evidencian que existen otros poderes que persisten en su afán por mantener sus privilegios. A la Justicia le ha costado muchísimo, y pocas veces lo ha logrado, autonomizarse efectivamente de esos poderes económico-ideológicos. Pocas veces, también, el poder político logró sustraerse a esas determinaciones. Hoy, y desde hace unos años, nos encontramos ante el retorno de ese litigio allí donde un poder nacido de la legitimación del voto popular ha decidido no aceptar las demandas, las imposiciones y los chantajes de los poderes corporativos. No hay mayor escándalo, para democracias condicionadas y vueltas escuálidas por la horadación sistemática a las que fueron sometidas durante demasiado tiempo, que un gobierno ejerciendo en plenitud la soberanía que emana de las urnas y revitalizando esa misma vida democrática tan dañada a lo largo de las últimas décadas allí donde fue convertida, por la acción de las grandes corporaciones, en un pellejo vacío. Por qué no decir que lo que viene disputándose es, precisamente, la ampliación de los derechos y de la matriz igualitarista que se enfrentan a aquellos sectores que buscan mantener privilegios y hegemonías económicas y jurídicas.
Para plantearlo desde otro costado posible: ¿acaso lo que se juega en esta pulseada judicial tiene relación directa con el ejercicio pleno de la soberanía popular democrática? ¿Se intenta dirigir al país hacia una democracia condicionada y eternamente vacilante incapaz de imponer sus decisiones a los grandes grupos económicos? ¿Qué significa y cuáles deberían ser los alcances genuinos de la independencia de la Justicia? ¿Le cabe sólo, como se dijo en un documento sin firmas individuales pero sí con firmas institucionales y con el aval de algunos jueces supremos, mantenerse fuera de los intentos de sujeción del Poder Ejecutivo o, por el contrario, y como lo han dicho decenas de jueces, fiscales, rectores, decanos y profesores de distintas universidades nacionales, la independencia debe constituirse en relación a todos los poderes incluyendo a las corporaciones económicas y mediáticas y a los propios jueces de las instancias superiores? ¿Permanecen ajenos a los conflictos y contradicciones que se despliegan en la sociedad aquellos que tienen como misión impartir justicia tratando de que los afectos, los prejuicios, los intereses y las ideas propias no interfieran en ese gesto que debería ser neutral? Soy consciente de que algunas de estas preguntas no tienen una sola respuesta o que, incluso, su mera formulación moviliza un agudo debate cuya resolución queda siempre diferida.
Discutir la Justicia supone internarse, en ocasiones, por un territorio minado cuyas cargas explosivas pueden venir de diferentes posiciones. Lo cierto es que existe, al menos, un consenso que fija la idea de la necesidad imprescindible de una Justicia independiente pero, e inmediatamente surgen los litigios interpretativos, lo que no queda claro o sus límites permanecen borrosos es cuáles son los alcances de esa independencia que tanto se reclama en el interior de una sociedad en la que existen tantos intereses enfrentados, tantas desigualdades y tantas formas de uso discrecional del poder que, por lo general, suelen ir en detrimento de los más débiles y de las mayorías populares. El aparato judicial no ha dejado de ser cómplice, a lo largo de nuestra historia, de esos poderes. ¿Sería pecar de ingenuo o iluso si pensara que desde la llegada de Néstor Kirchner al gobierno se dieron grandes pasos para reparar el brutal daño que las políticas dictatoriales y luego neoliberales produjeron también en la estructura judicial? ¿Acaso esta Corte que tanto le debe a esa decisión histórica de reconstruirla bajo verdaderos principios republicanos está dispuesta a olvidar su antigua deslegitimación arrogándose como mérito propio lo que se debió a una extraordinaria visión política?
Preguntas, todas, que recorren la médula de la vida democrática y que llevan implícitas diferencias interpretativas de muy difícil resolución, en especial cuando de lo que se trata es, ni más ni menos, que de garantizar las condiciones de igualdad jurídica en un espacio social atravesado por diversas desigualdades amplificadas, en nuestro país, por la facilidad con la que los grandes grupos económicos han logrado influir y determinar a amplios sectores del Poder Judicial. El mito de la absoluta independencia del Poder Judicial termina por ocultar sus condicionamientos y sus profundas debilidades a la hora de poner en su lugar a los dueños del capital. Sigue habiendo, entre nosotros, una Justicia de clase que no suele ser reconocida por los jueces allí donde más deudores son de sus determinaciones.
Con los jueces parece suceder lo mismo que, así nos lo presentan ciertos medios de comunicación, con ciertos debates teológicos medievales que se interrogaban por el sexo de los ángeles: jueces y ángeles pertenecen a otro reino muy distinto al animal, sus andanzas por la vida no pueden medirse con los instrumentos profanos y plebeyos con los que se intenta comprender, por ejemplo, las acciones y las conductas de los seres humanos comunes y corrientes. Ellos, así nos lo dice cierta ideología preocupada por sostener la virtuosidad de los magistrados alejándolos de todo mal y de toda tentación, deben permanecer impolutos y entregarse, de cuerpo y alma, a impartir justicia desde la pureza de la imparcialidad nacida de su condición virginal. Ángeles y jueces transitan por un andarivel exclusivo que los mantiene al margen de tanta mezquindad profana. Salvo cuando algunos de ellos se atreven a salir de esa caja de cristal que mantiene un clima de perfecta pureza y se dedican a impartir un tipo de justicia que pone en cuestión el poder de las corporaciones o busca encontrar una cierta correspondencia entre la idea de igualdad y su aplicación efectiva en una vida social atravesada por la impunidad de los acaparadores de la mayor parte de la riqueza material y simbólica. Cuando eso sucede dejan inmediatamente de responder al paradigma de la virtud y se convierten, de la noche a la mañana, en esclavos de la demagogia o del populismo. Sólo si la Justicia y sus jueces defienden el sacrosanto principio de propiedad privada, y si lo hacen sin dudarlo, merecerán seguir permaneciendo en el reino de los justos y de las criaturas angelicales. Cuando cruzan de vereda o cuando recuerdan que impartir justicia es también intentar comprender la violencia de la desigualdad y de la impunidad de los poderosos, se transforman en jueces venales. Las “exageraciones” de estas reflexiones, estimado lector, sirven para evidenciar lo que efectivamente suele suceder: el reclamo de independencia del Poder Judicial de parte de los grupos corporativos es siempre proporcional a la continuidad de sus privilegios refrendados por esa misma Justicia que se vuelve cómplice de esos poderes.
Grave es el momento en el que la política queda capturada, como ya se señalaba, en las telarañas del lenguaje jurídico y cuando la propia idea y práctica de la democracia no puede eludir quedar atrapada en la palabra indescifrable del experto. De la misma manera en que también es grave que no exista una Justicia capaz de actuar con autonomía de los poderes fácticos (sean los públicos y/o los de la esfera privada). Para algunos (siempre interesados en colocarse en el lugar del republicanismo) esa independencia debe de ser exclusivamente en relación a los otros poderes estatales y silencian, por conveniencia, la que también es indispensable en relación a las fuentes de imposición económica, mediática o incluso en el seno de la propia estructura judicial. El concepto de independencia es una exigencia central en el interior de una sociedad que sabe que siempre se encuentra en posición de ser vulnerado y cuya consistencia y continuidad conoce de la fragilidad permanente que emana de una realidad política, económica, social, cultural e ideológica fuertemente signada por lo irresuelto. Pero la reclamada independencia de la Justicia no debe servir para alejar a los jueces del escrutinio de la ciudadanía blindándolos de todo contacto con demandas y exigencias a las que también deben estar dispuestos a someterse. No hay genuina vida democrática allí donde persisten el secreto, la distancia y los privilegios.
No deja de ser un momento excepcional el que le permite a la sociedad develar lo que permanecía velado. Así como con la ley de medios se abrió un debate inédito y enriquecedor que impide regresar a las épocas en las que el universo periodístico y comunicacional permanecía intocado e impermeable a cualquier crítica, hoy, a la luz de lo que viene sucediendo con el accionar de ciertos ámbitos de la Justicia, también se habilita un gran debate capaz de abordar lo que no podía ser abordado desmitificando ese aura de autarquía y pureza de un universo estatal por el que también ha pasado, de una manera recurrente, el vendaval de las contaminaciones. Los jueces también deben ser auscultados y sus fallos pueden y deben ser discutidos allí donde se apartan de los intereses de la ciudadanía. Su legitimidad, que no es la que nace, como los otros poderes de la república, del voto popular, debe mostrarse a través de sus fallos y de la transparencia de sus acciones que le den un impulso virtuoso a una palabra siempre en riesgo de ser envilecida: la independencia. Por ahora, y a lo largo de nuestra historia, esa no ha sido la experiencia de un poder, el judicial, capaz de moverse por regiones inaccesibles a la ciudadanía que acaba por sospechar que la reivindicación de “independencia” no hace otra cosa que ocultar los intereses de quienes nunca se someten al escrutinio popular.
Fuente: Revista Veintitrés
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