jueves, 20 de junio de 2013

MADRE DEL DOLOR

Entrevista exclusiva con la madre de Mariano Ferreyra. Por primera vez habla Beatriz Rial, la mamá de Mariano. Veintitrés la visitó en su casa. “Me interesa que le den perpetua a Pedraza, para que no haya tanta impunidad”, dice. Fotos, recuerdos y ausencia. 
 
Por Adrián Pérez
 
En sus primeras horas de vida, el pibe de Sarandí le hizo frente a un invierno de temperaturas bajo cero y a los vaivenes de un embarazo complicado: el parto se adelantó más de la cuenta y llegó al mundo el 3 de junio de 1987. Si era nena sus padres la llamarían Mariana. La enfermera que lo cuidaba en la clínica Itoiz había dado a luz a un bebé, también sietemesino. Con la experiencia a cuestas, la trabajadora de la salud trató de despejar los temores de la flamante mamá, a quien le aseguró: “Este nene va a andar bien, le voy a poner Esteban en la pulserita, como mi hijo”. El niño apenas arañaba los dos kilos de peso, por eso tuvo que permanecer en una incubadora durante siete días. Estuvo al borde de la muerte. “Tenía que poner el despertador para darle la mamadera; no se despertaba porque no tenía fuerza”, recuerda su madre. Un mes de cuidados en la casa familiar, resguardado al abrigo de una habitación calefaccionada con estufas de cuarzo, lo ayudaron a salir adelante. Con el tiempo fue ganando peso. Aunque no había dado los primeros pasos, Mariano Esteban Ferreyra ya mostraba una vida marcada por la entrega y la obstinación del que no abandona el barco.

Un enjambre de autos corre presuroso sobre las dos manos de la avenida Mitre. A metros del viaducto, los alumnos del Simón Bolívar salen del colegio y se mezclan en las paradas de colectivos con otros pasajeros. En las paredes no hay pintadas que recuerden al joven militante del Partido Obrero. Ricardo, padre de Mariano, ya se fue a su trabajo en un hipermercado de Sarandí. A cuatro días de conocerse la sentencia en el juicio oral por el asesinato de su hijo, Beatriz Rial recibe a Veintitrés en la intimidad de su casa para conversar sobre sus sentimientos y los recuerdos que atesora de Mariano. De entrada, señala que los primeros días del juicio fueron “bastante bravos” porque se encontró cara a cara con los acusados del crimen de Barracas.

Durante las audiencias pasaron videos del ataque perpetrado en ese barrio porteño por la patota de ferroviarios contra la columna de tercerizados y militantes de izquierda. “Algunos eran más fuertes que los transmitidos por televisión. Es como que uno se va acostumbrando a las imágenes, lamentablemente es así”, concede Beatriz, movilizada aún por cada testimonio de los compañeros de Mariano y de los testigos de la patota. Durante el juicio, recuerda, un testigo presentado por la defensa de Pedraza deslizó que la familia del joven militante no sólo perseguía un fin político, sino también económico. “Todavía tengo fe en la Justicia, sé que no todos van a tener cadena perpetua, vamos a ver qué pasa el viernes”, reconoce con esperanza la mamá de Mariano, que asistió a cada audiencia –con calor o frío– acompañada por Rocío, la más chica de los hermanos Ferreyra.

Sobre la celeridad en la investigación y su posterior elevación a juicio oral, asegura que eso fue fruto de un interés de la sociedad, que se mostró conmovida e interesada por la causa. “La gente está cansada de que siempre pasen cosas, la Justicia es terrible, no pueden dejarlos sin condena porque se va a armar mucho lío. A mí me interesa mucho más que le den perpetua a (José) Pedraza y a (Juan Carlos) Fernández para que no haya tanta impunidad”, espera la mujer. Resalta, además, que las campañas del Partido Obrero y de otras fuerzas políticas fueron importantes para apuntalar el caso.

Entre el dolor de la pérdida, y mientas el juicio avanzaba, llegó su primer nieto –hijo de Pablo y Carolina– que le dio ánimo para continuar. León Ferreyra nació el 13 de octubre de 2012, una semana antes de que se cumplieran dos años del crimen. El hermano mayor de Mariano se puso el seguimiento de la investigación y del juicio al hombro y fue la cara visible de la familia ante cada consulta periodística. Se encargó de ese aspecto, en parte, porque su familia se lo pidió, porque es joven, le gusta la política y sabe desenvolverse. “A mí no me gusta estar en los medios, lo hecho por Pablo fue muy importante, tuvo una carga bastante grande y lo hizo muy bien”, dice Beatriz. Mientras estudiaba en la Casa de la Cultura, Pablo se incorporó al PO. El compañerismo y la buena relación que mantenía con su hermano acercaron a Mariano a esa militancia. Hacía lo que su hermano mayor no quería hacer: repartía volantes y periódicos del partido.

En el colegio Simón Bolívar, donde Beatriz trabajó como jefa de preceptores hasta hace dos años, cuando se jubiló, Mariano quiso armar un centro de estudiantes. Aunque la iniciativa le parecía bien, asegura que el clima todavía estaba medio pesado para armar un centro de estudiantes. “Uno tiene que hacer lo que realmente le gusta porque, de otro modo, la vida no tiene sentido; a los dos les gustaba la política, y a esa edad es típico. Si la juventud tiene fuerza está bueno porque ellos son los que van a llevar adelante al país”, expresa. Por las noches, Mariano solía tirarse en la cama a leer libros de historia. “Le gustaba de alma y lo hacía contento”, señala la mamá.

Aunque ni ella ni su marido tuvieron militancia política, Beatriz fue a la misma escuela que el hijo de Azucena Villaflor, con quien compartió “asaltos” cuando eran chicos. A la fundadora de Madres de Plaza de Mayo se la llevaron del mismo barrio donde transcurre esta entrevista. Vivía en la calle Cramer, hoy rebautizada con su nombre. Frente a la casa de los Ferreyra se levantó un monolito que la recuerda.

Como otros jóvenes, los Ferreyra crecieron a los ponchazos en un fin de siglo por demás aciago. La crisis económica y política eclosionaba en 2001 dejando tendales de pibes sin futuro, abrazados a la adversidad de cada esquina en los primeros cordones del conurbano bonaerense. Esa ola empujó a los hermanos hasta los techos de Sasetru –fábrica de alimentos del barrio fundida y cerrada por sus dueños– para solidarizarse con los trabajadores que la ocupaban. A Pablo, incluso, lo arrastró hasta la base del puente Pueyrredón la misma jornada que asesinaban a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Beatriz recuerda aquel día: “Vi a mi hijo en televisión. Lo distinguí porque era flaquito, tenía las piernas largas. Lo perseguían, venía corriendo desde el puente hacia la plaza Alsina”, reconstruye la mamá, y confiesa que en ese momento “estaba como loca”, pero que se calmó cuando recibió el llamado de Pablo para avisarle que estaba bien.

En la casa de Sarandí crecieron cuatro hermanos. Pablo, Paula, Mariano y Rocío. De chico, Mariano era bueno, tranquilo, más bien tímido. Los hermanos lo disfrazaban; él se dejaba, se reía. En las vacaciones viajaban a Mar del Plata. La madre de Beatriz había comprado una casa a pocas cuadras de la playa La Perla para recibir a los nietos en verano. “Todo lo que no podían hacer acá lo hacían allá, andaban en bicicleta, jugaban en la calle”, comenta. En Sarandí, Pablo estaba a cargo de los hermanos más chicos, los entretenía, dibujaban, armaban historietas. Si el hermano mayor no se daba una vuelta por el colegio, la mamá se hacía una escapada en los recreos.

–¿Cómo surge en Mariano esa preocupación por los que menos tienen, por los trabajadores?

–Creo que eso viene de la casa. Toda la vida trabajé en una escuela, crié a una chica del colegio que tenía problemas con la madre. Ellos estaban acá. El chico de barrio es otra cosa, está en la calle. A ellos no les gustaba jugar a la pelota. Mariano jugaba a veces con los amigos pero era un desastre. Lo escuchaba en la secundaria, cuando iba a las aulas para hablar porque quería formar el centro de estudiantes. Ahí te das cuenta. Mariano era muy buen compañero, tenía muchos amigos, muchos amigos.

En los cumpleaños, la mamá le preguntaba cuántos chicos tenía pensado invitar. Mariano decía cinco o seis. Pero aparecían veinte. “Mi mamá va a hacer pizza, vengan a comer”, convocaba a sus amigos de cuarto grado. Con su primer sueldo organizó un asado para agasajar a sus compañeros. “Casi no había comida, los chicos seguían llegando. Terminaba de comer uno, lavaban los cubiertos y comía otro. Mariano era así”, semblantea con orgullo la madre. Su primer empleo fue a los 18 años, como pintor de muebles de metal y bicicletas. Trabajaba en negro. Juntó dinero y se compró un acordeón. Luego trabajó como tornero en una fábrica.

Además de la política, lo apasionaba la música. La madre le insistía para que tomara clases, pero él se quejaba de que le enseñaban cosas aburridas. Luego cambió el acordeón por un teclado que compró por Internet. Al llegar a la casa entraba silbando. “Agarraba la guitarra y la computadora y empezaba con la música; tenía mucho oído”, dice Beatriz, y recuerda que en junio de 2010 le compró una guitarra eléctrica, para su cumpleaños, que casi no pudo usar. También le gustaba el cine, placer que compartía con Pablo. Cursó dos años en el CBC de Avellaneda. Y estaba a punto de retomar el profesorado de Historia cuando lo asesinaron.

Rocío, la más chica de los hermanos Ferreyra, se acerca tímidamente a la cocina para convidar unos mates. Beatriz afirma que Mariano era inteligente, paciente y muy tranquilo al hablar; aunque nunca lo vio ponerse a estudiar en la secundaria, tenía notas altas. En el PO empezó a militar a los 14 años; afilió a toda la familia. Con el tiempo, Pablo se alejó de esa agrupación. Los hermanos preferían hablar de cine, de las cosas que hacían, de música. Tenía amigos en otros partidos, con quienes se llevaba muy bien. Una vez, uno de ellos le regaló un libro de Perón. Mariano, a cambio, le dio uno de sus libros. “Yo iba a las marchas de la escuela. A veces no coincidíamos, pero no discutíamos”, sostiene la mamá.

El sol se escurre por una puerta vidriada que da al lavadero e ilumina el rostro de Beatriz. La mujer da un suspiro corto y afirma que el 20 de octubre de 2010 salió para hacerse unas radiografías por un problema en las cervicales. Llegaba a su casa del médico: no alcanzó a ver la televisión cuando sonó el teléfono. Era Mauro, compañero de su hijo en el PO.

–A Mariano le pegaron un tiro en el estómago –soltó el joven. 

–¿Cómo está? –quiso saber la madre– ¿Está consciente? –insistió ante el silencio de Mauro.

“Me di cuenta de que era muy grave o que estaba muerto, pero en el fondo esperaba…”, sostiene Beatriz. Rocío llamó a Pablo y a un remis, en el que pasaron a buscar a su hermana Paula. Cuando arribaron al hospital Argerich, Mariano ya había muerto. Una doctora joven recibió a la madre en la guardia. “Señora, discúlpeme, hice todo lo que pude”, lanzó la médica. “En la tele decían un muerto antes de que nos informaran los médicos”, agrega Rocío. Sus compañeros lloraban en el hall del nosocomio, uno se golpeaba la cabeza contra la pared.

–¡Mami, quedate tranquila, se va a poner bien! –trató de consolarla Pablo en el hospital.

–¡Qué se va a poner bien, si Mariano está muerto! –contestó Beatriz.

“No tenés tiempo de elaborar algo, fue terrible, muy rápido”, confía la mamá. Cuando entró con Rocío a la habitación del hospital, Mariano parecía dormido. Su marido, que estaba trabajando, vio las primeras imágenes de su hijo en los televisores del hipermercado. Salió rumbo al nosocomio; el resto de la familia regresaba a Sarandí. En la casa de los Ferreyra el teléfono volvió a sonar al día siguiente, a las 6 de la mañana. Esta vez eran los periodistas, que buscaban comunicarse con la familia. En un mes, la madre de Mariano sólo dejó su casa para realizar algún trámite.

Para Beatriz los primeros meses fueron muy tristes. “Se extraña verlo bajar de la escalera, silbando, descalzo. Yo le decía: ‘Nene, hace frío, ponete unas medias’. Te falta la persona. Todavía lo sigo extrañando. A veces quiero imaginarme otras cosas, quiero verlo y no puedo, no es tan fácil”, confiesa, con los ojos llenos de lágrimas. La mamá de Mariano vuelve en el tiempo y habla de la reunión que mantuvo, en el comienzo de la investigación, con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. En ese encuentro, los Ferreyra pidieron que no cayera sólo el que había apretado el gatillo, sino también el ideólogo. CFK respondió: “Yo me casé una sola vez en la vida, y con el que me casé está muerto”. “Creo que ahí le soltó la mano a Pedraza”, completa la mamá de Mariano.
Con Elsa Rodríguez, compañera de Mariano en el PO, se cruzó en el estreno de la película ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? También en el alegato presentado por el Centro de Estudios Legales y Sociales, que la representa en el juicio oral. Ese día, Gustavo Alcorcel, uno de los imputados, sonrió mientras Elsa entraba en silla de ruedas a la audiencia. La militante del barrio Bustillo, en Hudson, fue rodeada por un aplauso cerrado de la sala.

“Pedraza es un mentiroso, se hace el enfermo para pasarla bien”, describe la actitud del ex mandamás de la Unión Ferroviaria en el juicio. “Tiene 68 años, si sigue detenido le van a dar la (prisión) domiciliaria”, presagia la mujer. De todos modos, arriesga, su intención es cerrar un capítulo. Y anticipa que seguirá adelante: “Con estos tipos solos no se termina; esto continúa con los que van a seguir llamando”. En las audiencias, dice Beatriz, se deslizó la posibilidad de investigar el rol que jugaron –entre otros funcionarios– el ex secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi y el ex subsecretario de Transporte Ferroviario Antonio Luna, hombre vinculado con el gremio de La Fraternidad. Consultada sobre cómo imagina su vida después del viernes, la mamá de Mariano es cauta. Prefiere esperar la sentencia. Si las condenas son ejemplificadoras, apunta, “voy a sentir alegría en base a una gran tristeza”.

Rocío también arrima su opinión: “Uno tiene esperanza de que todo salga bien, pero no me ilusiono porque las cosas pueden no darse. Falta poco, llegamos hasta esta instancia y no vamos a abandonar”, dice y confiesa que, como era chica, nunca se metió mucho en discusiones políticas con sus hermanos. “Mariano nunca fue de decirte lo que tenías que pensar”, añade. Alguien entró silbando a la casa de los Ferreyra días atrás. Entonces, Beatriz volvió a recordar a su hijo. La última vez que subió a la habitación de Mariano fue cuando Fabricio, novio de Rocío, pintó la cara del joven sobre una pared. Algunos libros se repartieron entre los amigos más cercanos; otros fueron a parar al local del PO en Avellaneda. Fabricio conserva la gorra del partido y la guitarra eléctrica. Pablo se quedó con el teclado. Rocío y Paula tienen su ropa.

Además de Pedraza y Fernández, el CELS pidió en su alegato –en nombre de Beatriz– prisión perpetua para los delegados Pablo Díaz, Daniel González y Claudio Alcorcel; los ferroviarios Salvador Pipito y Gabriel Sánchez y el barrabrava Cristian Favale, y los policías Hugo Lompizano, Luis Mansilla, Jorge Ferreyra, Luis Echavarría, Rolando Garay y Gastón Conti. En sus últimas palabras, Maximiliano Medina, patrocinante de la mamá de Mariano, señaló ante los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal 21: “Esta señora que está acá atrás, que escuchó hablar de enfrentamientos, que su hijo formaba parte de una horda criminal que usaba armas, con toda la indignación del mundo, se mantuvo en silencio”. Cuando se publique esta crónica, los acusados de uno de los crímenes políticos más resonantes de los últimos años conocerán la sentencia. Fueron 74 audiencias, ocho meses y trece días en los que desfilaron cerca de 200 testigos de 360 ofrecidos por las partes. Mientras repasa viejas fotos de Mariano, Beatriz espera poder cerrar esta etapa de su vida. La opinión pública reclama justicia para el pibe de Sarandí.
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Opinión
Sensaciones
por Rubén Pereyra

No era una nota más. Ya en el auto, periodistas y fotógrafo sabíamos que pasaríamos por una de esas experiencias que la profesión nos tiene reservadas para muy pocas veces. Beatriz Rial se animó a abrir la puerta de su casa, por primera vez en mucho tiempo, para hablar de Mariano Ferreyra, su hijo, presuntamente asesinado por una patota sindical en connivencia con la policía. Los acusados, este viernes 19 de abril, escucharán el fallo de la Justicia.
Como habíamos prometido una charla distendida, en la que ella no se sintiera una entrevistada, lo primero que hizo fue invitarnos a pasar a la cocina para tomar unos mates. Coqueta al fin, prefirió no posar para las fotos y que el fotógrafo hiciera su trabajo mientras ella hablaba.
Beatriz Rial transmite serenidad, paz, tristeza y dolor, todo en un combo difícil de reflejar periodísticamente. Ella viene desde un lugar que pocos visitan. Se repuso junto a su familia del dolor más grande y se dispuso a luchar. Como hace mucho lo hicieron aquellas Madres del pañuelo blanco. Beatriz no usa pañuelo, se viste de negro, y también busca justicia.

Rocío, hija de Beatriz y hermana de Mariano, es la encargada de hacer los mates. “Los hago lavados a propósito, pero siempre me toca cebar”, se queja. Es una casa de familia, un hogar que hasta hace unos años habitaba un pibe de barrio, militante político, que había decidido acompañar a los trabajadores en su eterna lucha contra la explotación y la precarización laboral. Un hogar al que ese pibe entraba silbando. “Se extrañan las pequeñas cosas –asiente Beatriz–, cuando bajaba descalzo las escaleras, o cuando entraba silbando a la casa”. Se quiebra. Es imposible no hacerlo. El silencio invade la cocina, disimulamos las lágrimas y la voz quebrada para volver a preguntar. Pero Beatriz no para, llora y habla a la vez, y recuerda, es el momento de hablar de Mariano. 

Si uno recorre la casa, no se da cuenta de que en ese lugar habitó Mariano Ferreyra, no hay grandes fotos, ni muebles, ni instrumentos que lo demuestren. Sin embargo, en cada palabra desgrabada, en cada letra escrita, Mariano está, son sensaciones. En cada trabajador precarizado, en cada movilización, en cada bandera, en cada militante, Mariano está, es justicia. Para Beatriz y para Rocío, Mariano está, es ausencia.
 
Fuente: Revista Veintitrés

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