Guillermo Saccomanno y Orlando Balbo se juntaron para iniciar una experiencia pedagógica, que incluye el libro Un maestro, de reciente lanzamiento. El armado de una construcción colectiva.
El reencuentro de dos viejos amigos, después de años de no saber del otro, suele derivar en una salida para compartir una cerveza, una charla para ponerse al día y, quizás, hacerse alguna confidencia. Pocas veces resulta en algo más sustancioso, más apreciable para los involucrados y los que los rodean. Guillermo Saccomanno y Orlando “Nano” Balbo fueron compañeros de colimba en 1969, en Junín de los Andes, Neuquén. Durante un año compartieron rudezas de clima y de oficiales. Y luego se perdieron. Hasta 2008, cuando en una feria del libro neuquina, un docente le dijo a Saccomanno que Nano le mandaba saludos. Pocos días después se vieron y el reencuentro fue una excepción a la norma que domina las relaciones humanas: constituyó un hecho cultural y educativo. En palabras del escritor: “Nos volvimos a encontrar no para recordar la colimba en términos idílicos clase media fascistoide sino para generar acciones que repercutieran en el ámbito de la educación y el trabajo”.Los resultados fueron mucho más inmediatos que el libro Un maestro (Planeta) –un relato autobiográfico de Nano escrito por Saccomanno– que se acaba de presentar. El 24 de marzo de 2008, a 32 años del golpe militar que desapareció a Nano por un día, viajaron juntos a Chos Malal, ciudad neuquina rodeada de cerros y bordeada de ríos caudalosos, para dar una charla por el Día de la Memoria. “Además, Nano me invitó a dar un taller de literatura y escritura para el gremio docente. Entre esas idas y vueltas de nuestro reencuentro, cuando ya había surgido la idea del libro y con apoyo de la CTA antes de su fractura, hicimos una convocatoria abierta a todos los trabajadores para armar un libro de historias del trabajo”, recuerda Saccomanno.Un compendio de testimonios, de chiveros, peones, empleados de correo y aun los desocupados, que participaron sin restricciones, ya que los relatos podían ser de amor, de coraje, de traición, de lucha sindical, siempre que tuvieran como marco un ámbito laboral. “En ese momento yo trabajaba en el área de formación de la CTA. El neoliberalismo había arrasado con el mundo del trabajo, pero en silencio, de puntas de pie, entre las familias, había una narración de la experiencia de los compañeros. Eso fuimos a buscar. La sorpresa fue encontrarnos con más de lo que esperábamos”, explica Nano.Con el aporte de otras filiales sindicales y la financiación de la CTA, el libro se presentó en el Aula Magna de la Universidad del Comahue y se distribuye gratuitamente en bibliotecas populares y escuelas públicas, con secuelas interesantes: algunos docentes replicaron la experiencia con sus alumnos y algunos presos en la cárcel de Neuquén –en la que Nano estuvo detenido seis meses antes de que lo trasladaran al penal de Rawson durante la dictadura– decidieron participar.“Si no se ramificaba y se armaba una construcción colectiva, no tenía sentido –afirma Saccomanno–. Pero Un maestro también tiene que ver con la historia del trabajo. En la contratapa hay una frase de Rodolfo Walsh, la idea de cómo darle voz y escuchar al otro. David Viñas decía: ‘Hay que parar la oreja, hermanito’. De alguna manera, nosotros paramos la oreja en la historia del trabajo. Y cuando Nano dijo ‘yo cuento, vos escribís’, mi tarea consistió en parar la oreja y escuchar la historia que este fiaca no se animó a escribir.”En ese “parar la oreja” hubo, primero, intercambio de correos electrónicos y una semana de conversaciones diarias cara a cara, aquí en Buenos Aires, en las que Saccomanno acosó con preguntas a Balbo. La desgrabación de los veintipico de cassettes corrió por cuenta de la hija de Ángela Pradelli, otra escritora y docente. Luego, más e-mails y algunos viajes hacia allá y hacia acá para limpiar el recorte de esos diálogos y convertirlos en un relato en primera persona. “Fue un trabajo arduo, porque al hablar uno avanza y retrocede sin tenerlo en cuenta. Y yo hablaba como docente. Para Guillermo, que la pedagogía no es su metier, era difícil –reconoce Balbo–. Lo interesante es que su posición, dejar fluir mi voz y quedarse como escritor para iluminarla, subrayarla, marcarla y dirigirla, terminó siendo un hecho pedagógico. Me cuesta evaluar el libro porque es mi vida, pero hay una constante: defiendo la educación como el espacio donde se negocian culturas. El alumno que viene del campo se enfrenta a la escuela, que es añejamente urbana y lo obliga a dejar su patrimonio cultural en la puerta. No hay educación sino instrucción. Guillermo tomó eso como un hilo invisible para hilvanar mi historia: viví en el campo, estudié en el pueblo, hice el servicio militar con porteños, milité, pasé por la cárcel, la tortura, el exilio, el desexilio y el trabajo con los mapuches. Mi proceso de negociación cultural es el hilo, el libro tiene una importancia pedagógica muy fuerte, a pesar de Guillermo. Desde mi punto de vista eso es Rodolfo Walsh.”Hace falta una pregunta para sacar a Saccomanno del apuro en que lo pone semejante elogio.–Al escuchar a Balbo se lo reconoce en el libro, ¿cómo lo consiguió?–...Siempre me interesó Miguel Briante, que no sólo escribió esos cuentos camperos del boliche de Arispe sino que en la CGTA desarrolló un trabajo periodístico importante a la par de Walsh. Leyendo a Miguel, que tenía una tonada por momentos campera, me dije que debía escuchar esa voz, que no es la del criollo, pero sí. Hay una aspiración de la letra y un momento en el decir donde se apuran: “¿Vistelamorochaesaquevinodelarevistaveintitres… Raquel?”. Hay un paréntesis y un remate. Se trataba de escuchar eso. Como escritor, lo más interesante de este trabajo fue que debía escuchar y encontrar la manera de reproducir esa voz. Pero conté con una ventaja: Nano es un narrador. Cuenta su experiencia y la convierte en un hecho pedagógico. El problema es que muchas veces, sin necesidad y por tics de docente, le ponía moraleja a la anécdota.–Balbo, ¿era una forma de distanciarse de lo que contaba?–Por un lado es una desviación que tenemos los docentes, siempre sospechamos que los alumnos no entendieron y rematamos con una moraleja. Pero hay otra explicación. No me considero una víctima, soy testigo de hechos de una historia muy negra de este país. Y vengo guardando en mi memoria, como una pesada mochila, datos que espero entregar a la sociedad civil a través de la Justicia. Por eso el libro no termina, estamos esperando el juicio a los represores, entre ellos Guglielminetti. Cuando fui al exilio, relaté muchas veces estas experiencias, como denuncia para conseguir solidaridad con los que habían quedado acá, que estaban peor que nosotros. Las preguntas de Guillermo removían los almacenes de la memoria donde habían quedado cosas olvidadas, porque no eran cuestiones que fuera a contarle a un juez. Por ejemplo: leyendo un libro de John Berger en el que habla de Nazim Hiakmet, recordé que en el penal de Rawson algunos de nosotros recitábamos una poesía suya en el momento de entrar a las celdas, cuando debíamos formar con las manos detrás, la cabeza gacha y dar un paso atrás cuando veíamos la punta de los borceguíes del celador. Sospecho que los creyentes rezarían, pero este poema empezó a transmitirse como una especie de plegaria.“Acaban de sonar / las nueve de la noche. / Las puertas de las celdas pronto van a cerrarse. / Se hace largo, esta vez, un poco largo: / con sus noches, / sus días / y sus tardes. / Pero si el hecho de vivir, querida, / significa que esto ha de prolongarse, / vivir, querida mía, / tiene tanta importancia como amarte.” ¿Cómo pudo olvidarse de esa circunstancia?, se preguntaba Saccomanno, tomándose la cabeza, porque el recuerdo llegó cuando ya tenía una primera versión del libro. “Tuve que volver, buscar Rawson, ir a retomar la voz, porque no podía transcribir el mail. Este es mi libro menos y más literario, porque tuve que esconderme por debajo del texto”, admite el escritor.Un texto que habla de una infancia en el campo como hijo de un peón que, llegado el momento, decidió mandar a su retoño a la escuela del pueblo, porque la rural, decía, “formaba nuevos peones”. Para Balbo, el problema es siempre el mismo: “La escuela es una institución urbana que ni siquiera hoy comprende la cultura rural, como tampoco entiende los sectores suburbanos. Está en una crisis de muy difícil solución. Para pensar una escuela, tengo que pensar un país para dentro de 15 años. ¿Puedo imaginar cómo será el mundo cuando los chicos de hoy egresen? Ante eso, los docentes volvemos a la escuela sarmientina, de civilización o barbarie, aunque yo creo que esta civilización es barbarie. La escuela es reacia a absorber las pocas pistas que tenemos de ese mundo por venir y el chico se pregunta para qué va a estudiar. Se pierde el hábito del estudio, el saber que estudio es tiempo, ritmo, esfuerzo, trabajo, y se empieza a desmoronar la escuela. Pero las rurales, al menos en Neuquén, son un espacio de contención: los chicos hacen amigos, nada menos, pero también necesitan saber. A eso no le encontramos la vuelta. Por otro lado, decir escuela es hablar del modelo de sociedad al cual aspiramos”.Una formación absolutamente diferente a la de Saccomanno, quien nació en un barrio de calles de tierra, desde hace 20 años vive en Villa Gesell y se reconoce como un sujeto porteño. Claro que, alguna vez, fabuló con ser docente, un aspecto que satisface, y disfruta, con los talleres literarios que dicta. “Admiro a los docentes –confiesa–. Creo en la pasión de la docencia, más allá de los riesgos de lo que parece una salida laboral fácil. No vacilo en ir a escuelas si me llaman, es el lugar que los intelectuales deben tomar como lugar de combate. Las polémicas son interesantes, pero el lugar de elaboración hoy es el aula. Del mismo modo, toda la experiencia de aprendizaje de campo del Nano redunda en beneficio de su trabajo en Huncal. Es lo que le permite manejarse de manera no ortodoxa.”Huncal es el paraje neuquino donde la figura del maestro toma verdadera dimensión. Un poblado mapuche al que decidió ir a trabajar a su regreso del exilio en Roma, con el auricular que lo ayuda a atenuar la sordera que le dejó la tortura. Allí puso en práctica una frase de Paulo Freire, su guía en educación: “ponerse en los zapatos de cada uno de los alumnos”. Y aunque no fue sencillo ni rápido porque, como dice, “la negociación cultural siempre es tensa”, comprendió que debía adaptar la escuela a la vida de la comunidad: algunos meses da clase en el pueblo, otros en el cerro, cuando las familias van con su ganado a la veranada, el sitio de pastoreo. También entendió por qué le ocultaron el idioma mapuche durante años, hasta que se ganó la confianza de los mayores, y por qué la ubicación del cementerio es un secreto. Pequeños detalles que conforman un extenso y rico capítulo de Un maestro, para llevar el relato mucho más allá de una denuncia contra la violencia del Estado durante la dictadura militar y convertirlo en un hecho pedagógico y cultural.
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