Por Ricardo Foster
La realidad no sólo se compone de lo que efectiva y materialmente ocurre alrededor nuestro, no es pura y exclusivamente lo que nuestros sentidos nos ofrecen de ella ni tampoco es el resultado de una comprobación objetiva; además, y no en menor medida, es el producto de las múltiples descripciones que hacemos de sus peculiaridades unidas a la articulación de prejuicios, puntos de vista, conflictos interpretativos, políticas del relato y lenguajes comunicacionales. La realidad es, por lo tanto, mucho más que una experiencia material o una evidencia de nuestros sentidos. En una sociedad atravesada de lado a lado por los dispositivos de la comunicación y la información, la dimensión experiencial y subjetiva de la realidad queda cada vez más definida, y diseñada, por los grandes mediadores, es decir, por aquellos lenguajes construidos en el interior de la máquina comunicacional. Decir que ya no “hacemos experiencia de la realidad” es equivalente a decir “que son ahora los medios de comunicación los que elaboran aquella experiencia que luego convertiremos, sin siquiera darnos cuenta, en algo propio”. No se trata apenas de una disquisición filosófica alejada de las vicisitudes de lo cotidiano ni tampoco de una descripción indescifrable para el habitante atribulado de esta época telemática. Se trata, por el contrario, de una densa trama tecnológico-cultural que ha redefinido, desde hace bastante tiempo, nuestra relación con el mundo y con esa antigua espesura que llamábamos, con cierta ingenuidad, “la realidad”. Ese sustantivo ha quedado definitivamente a nuestras espaldas allí donde lo que domina nuestra visión y nuestra sensibilidad, lo que articula la manera de estar en el mundo y de relacionarnos con la exterioridad ya no responde a lo propio, a lo íntimo y a la fiabilidad de nuestras experiencias y nuestra acumulación de conocimiento, sino que responde, nuestro vínculo con la realidad, a dispositivos, relatos, construcciones que quedan cada vez más intensa y decididamente del lado de los lenguajes massmediáticos. El ojo de la cámara, el relato del cronista y el montaje de laboratorio definen aquello que acabaremos viendo y percibiendo como lo real. El hilado de nuestra subjetividad, aquello que considerábamos lo más propio, lo intransferible de nosotros mismos, en gran medida recibe la materia prima con la que teje la experiencia a la que se considera, falsamente, como algo autónomo, de esa compleja urdimbre hecha de tecnologías de la comunicación, políticas del sentido, espectacularización mediática de acontecimientos que, mientras dura su exposición alucinante, se convierten en el centro neurálgico de la vida social y de aquello que define la existencia de cada uno. “En la actualidad –escribe el filósofo italiano Giorgio Agamben–, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizá sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone de sí mismo” (por eso, cuando la experiencia es algo cada vez más difuso, su lugar de “producción” queda allende el individuo). Agamben, al continuar su descripción cita a otro filósofo –Walter Benjamin– que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa “pobreza de experiencia” de la época moderna, al señalar sus causas en la catástrofe de la guerra mundial, de cuyos campos de batalla “la gente regresaba enmudecida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano”. Agamben dirá que, sin embargo, para realizar la destrucción de la experiencia “no se necesita en absoluto una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia”. Para eso, agregamos nosotros, tiene que encender el televisor, para que otro defina aquello que adquirirá el rango de lo vital, el centro indiscutido de la vida y de la experiencia. Nada más arduo y difícil, en el contexto de nuestra sociedad, que “salvar”, si así puede decirse, algo de lo propio e intransferible, de aquello que todavía queremos seguir llamando “experiencia”, de esa colosal expropiación que encuentra, hoy, ahora y entre nosotros, en los grandes medios de comunicación, núcleos vitales de la industria del espectáculo, su brazo poderoso puesto al servicio de la reproducción de un sistema de injusticias y desigualdades. Más allá de las evidentes dificultades de esa batalla por el sentido, de ese litigio político-cultural, no queda ninguna duda de que renunciar a ese esfuerzo es perdernos definitivamente. Por eso no es posible permitir que la impudicia, el morbo, la falsificación, la sobreexposición, la mentira y el amarillismo sean los modos dominantes de describir la realidad. En aquello que hemos denominado la disputa por el sentido se juega la posibilidad misma de reconstruir una política emancipatoria. Los grandes medios de comunicación se mueven entre el amarillismo y la operación política. Su lógica juega al límite de la impudicia y de la morbosidad allí donde se entremezclan los negocios con el afán de mantener un lugar decisivo en la conformación de un sentido común que se adecue a sus necesidades de perpetuación del poder. Nunca hay ingenuidad en la manera de cubrir un hecho policial. Todo se conjuga en las estéticas mediáticas: el morbo multiplicado desde pantallas y rotativas puestas a escupir las informaciones más horrendas por aquellos (movileros, periodistas y otras especies) que desconocen el pudor y hasta la conmiseración, el negocio de la industria de la información transformada también en espectáculo contemplado por millones, la especulación política que se asocia al intento de horadar al Gobierno haciéndolo responsable, a los ojos de la ciudadanía, de la supuesta “impunidad que reina generalizada” y, por último pero no menos importante, la multiplicación de una sensación de vida intolerable atravesada por todo tipo de peste social. La que suele salir debilitada de estas operaciones mercantil-políticas es la propia libertad allí donde uno de los objetivos de la política neoliberal es producir ciudadanos pasivos y atemorizados disponibles, cada vez más, como masa de maniobra acrítica y prejuiciosa. El caso Candela es, más allá de su proliferación mediática a lo largo de un par de semanas asfixiantes, otra muestra del funcionamiento de la máquina informacional. Sus tentáculos se dirigen a distintos objetivos: uno se posa sobre los miedos atávicos recordándonos que lo siniestro está a la vuelta de la esquina y que aquello que le sucedió a la niña de 11 años puede sucederles a nuestros hijos; otro toca las fibras sensibles (hiperbólicamente desarrolladas por los propios medios de comunicación) que nos recuerda que prolifera la inseguridad, mal de una época en la que se han perdido todas las garantías; otro se detiene en “los responsables políticos” para recordarnos, por si lo olvidamos, que el combo amarillista incorpora, también, al Gobierno y a su absoluta incapacidad para defender a la sociedad que permanece inerme ante la abundancia exponencial de bandas criminales que confinan al ciudadano a la intimidad de su hogar donde, también lo sabe, ni siquiera está del todo seguro. Tentáculos que apuntan a desplegar un relato aterrorizante de la vida urbana. Nuevas formas del disciplinamiento y el prejuicio nacen de esta reducción de las prácticas sociales a lenguajes del miedo. Una intencionalidad despolitizadora habita el relato espectacularizante allí donde todo está corrompido por las mafias, la corrupción y la venalidad. No poco contribuyen a esto instituciones policiales que no han logrado sacarse de encima el envilecimiento heredado de la dictadura (la figura ominosa del genocida Camps persiste en el emponzoñamiento estructural de la Bonaerense). Una deuda que le cabe al gobierno de la provincia de Buenos Aires que sigue sin reconocer la incoherencia de defender un proyecto que a nivel nacional busca darles forma a políticas de la inclusión asociadas a una profunda reforma de las fuerzas de seguridad con la perpetuación, en territorio bonaerense, de una policía incapacitada para, en el marco de las garantías democráticas, combatir eficazmente a la delincuencia. La metástasis amarillista contribuye a la multiplicación de la sospecha transformando, muchas veces, a los ciudadanos en turbas que exigen el linchamiento allí donde nada parece garantizar una existencia segura y donde toda versión de justicia ha caído en el más absoluto descrédito. Mayor es la estrategia discursiva de la inseguridad cuanto más diferencias existen entre las grandes corporaciones mediáticas y las políticas gubernamentales. Pero también hay algo así como una lógica autorreferencial que habita las estructuras íntimas de la maquinaria mediática, una estructura que juega al filo de lo aceptable, que estetiza el horror hasta convertirlo en una mercancía cultural que es consumida por masas telemáticas ávidas de esos productos manufacturados en las zonas cloacales de la sociedad. Alrededor de una niña de 11 años todo fue dicho y mostrado hasta la extenuación, movilizando lo peor y lo más ruin de la condición humana y sin ninguna intención redentora, apenas con el afán de enturbiar más a una opinión pública hipersensibilizada por aquellos mismos que multiplican las imágenes de la impudicia. No se trata, claro, de negar la violencia que recorre a las grandes megalópolis contemporáneas, ni tampoco de desconocer que la idea misma de seguridad ha quedado como un mito del pasado, como figura idílica de tiempos antiguos. El sistema, sus injusticias, sus enormes desigualdades junto con la formidable maquinaria que promueve el consumo de los bienes más apetecibles y maravillosos lleva dentro de sí una violencia que nace de su propia estructura y que es muy difícil de combatir allí donde es el resultado, en gran medida, de su propia expansión ilimitada. Suponer que en sociedades cruzadas por todos estos rasgos es posible erradicar la inseguridad es apenas una ilusión. Lo que si se puede es modificar algunas de las condiciones que garantizan la reproducción de la violencia y la criminalidad. Me refiero tanto a la problemática social como a la reforma estructural de las instituciones policiales. Decisión política que debe atacar más de un frente al mismo tiempo y que tampoco puede descuidar la utilización mediática de un crimen horroroso.
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