Por Greg Beals
Abdulahi Haji Hassan observa las caras agotadas y confusas de su familia y contempla el precio que la sequía y el hambre se ha cobrado en sus vidas. Su hijo de dos años, Madey, deja caer su cuerpo sobre el pecho de su madre.Fama, la hija de cuatro años de Abdulahi, está cubierta del polvo de los 27 días de camino a través del clamoroso desierto desde su hogar cerca de Baidoa, en el sur de Somalia, hasta la frontera keniana. Sus lágrimas han formado regueros en su cara polvorienta. Haway, su mujer, aprieta los labios cuando piensa que pueden pasar años hasta que vuelva a ver su casa. Pero Abdulahi ha hecho un cálculo del cambio en su vida: “Mi casa ya no es más que polvo y hambre” dice, “no puedo volver allí”.Echar a andar para buscar refugio no era una cuestión de elección. El sustento de la familia dependía de los animales. Las 70 cabras y 30 vacas de Abdulahi enfermaron y fueron muriendo una por una a medida que la peor sequía que se recuerda les privaba de agua y comida. El ganado era considerado hasta cierto punto parte de su extensa familia, y su pérdida fue una catástrofe para ellos.Cuando murió la última vaca, todo el mundo supo que los niños serían los siguientes. La madre de Abdulahi le recomendó que abandonara la aldea. “No quiero que tus hijos mueran de hambre”, le dijo. “Ve donde puedas conseguir ayuda, y yo rezaré para que lleguen sanos y salvos.”La familia Hassan es una de los 1.300 refugiados que llegan cada día desde Somalia a los alrededores de los campos de Dadaab, en el noroeste de Kenia, entre ellos Dagahaley.La capacidad de Acnur para acomodar a las personas recién llegadas mejora cada día, pero gestionar una ciudad de 400.000 refugiados no es tarea fácil. Acnur y el gobierno de Kenia han dado grandes pasos, pero se necesitan muchos recursos para proteger a los más vulnerables, ofrecerles cobijo y atender sus necesidades médicas. Para aquellos que huyen de Somalia el primer –y quizás el más doloroso– paso que dan es el viaje en sí mismo. La familia de Hassan emprendió su viaje con otras siete familias más. Se llevaron todo lo que les quedaba en este mundo: un carro tirado por burros hecho con ejes de coches desechados, una bolsa de maíz molido y un recipiente de plástico con agua.Descansaban durante el día y caminaban por la noche. Después de una semana, todos los días eran iguales. “Todas las noches que viajas son iguales. No hay una noche buena ni una mala. Sólo hay noche”, dice Abdulahi. “Piensas en la situación de tus hijos, cuál de ellos te preocupa más. Yo estaba preocupado por el más pequeño, claro”. Los niños comían pequeñas cantidades de maíz y agua y los padres ninguna.A medida que se acercaban a la frontera con Kenia, el grupo empezó a encontrarse con asaltantes. Armados con fusiles de asalto AK-47 los ladrones registraron cada saco que llevaban. “Cuando no encontraron nada empezaron a golpearnos con la culata de sus rifles”, relata Abdulahi. Uno de sus hermanos acabó con dos costillas rotas.Son las siete de la mañana y los recién refugiados se amontonan frente a la entrada del centro de recepción del campo de refugiados de Dagahaley. Una mujer mayor tose quejándose de una enfermedad. Mariam Mohamud, de 30 años, ha dado a luz a una niña durante la noche. La sostiene en sus brazos, envuelta en una tela roja. Los trabajadores sanitarios de Médicos sin Fronteras, contraparte de Acnur en la zona, hacen un reconocimiento a la madre y al bebé y las llevan a la clínica del centro de acogida. Hassan Abdi normalmente presume de poder mantener su profesionalidad, pero ahora su emoción se puede leer en el rostro del médico.Se acerca a la diminuta niña y la sostiene delicadamente entre sus manos. Después de unos minutos respira aliviado. “Esta niña está bien” dice. Su madre está agotada y todavía tiene que ponerle nombre a la pequeña. Finalmente se decide por Mariam. Madre e hija son trasladadas en ambulancia en dirección al hospital local, junto a Muhammed Abdulahi, que sufre desnutrición severa. Después de dos años de vida, Abdulahi sólo pesa cinco kilos –un poco más que la mayoría de los bebés recién nacidos–. Mientras tanto, funcionarios del gobierno de Kenia registran a los recién llegados al tiempo que Acnur y sus socios los asisten ofreciéndoles comida y material no alimentario. Madres, padres e hijos pasan por un control donde se les toman las huellas dactilares e información esencial sobre ellos, que se introduce en una base de datos de un ordenador de Acnur. El proceso es fundamental para el seguimiento del flujo de solicitantes de asilo y para garantizar que todos los que necesitan ayuda puedan conseguirla.En fila, las familias se sientan juntas en silencio. Es un momento de relativa paz dentro de una existencia marcada por la desesperación.“No te engañes con la tranquilidad” dice Roger Taylor, un oficial de campo de Acnur en Dagahaley. “La razón por la que hay calma es porque estamos muy bien organizados y porque estos refugiados están exhaustos”.David Owalo Magolo, de 48 años, ha trabajado en los campos de Dadaab desde 1996. Nunca ha sido testigo de una emergencia tan crítica como la que estamos enfrentando ahora. “Las mujeres y los niños han sufrido terriblemente. Cuando emprenden su viaje hacia Kenia, a menudo tienen que llevarse a bastantes niños con ellas. Avanzan medio kilómetro con un niño, lo dejan en el suelo y vuelven a recoger al siguiente.
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