El autor, sociólogo e investigador del Conicet Carlos Altamirano, analiza las diferencias entre la izquierda peronista y las otras corrientes, igualmente radicales. La pequeña burguesía, el Cordobazo y los acontecimientos posteriores.
El estudio del peronismo ejerce una atracción especial entre nosotros (los argentinos)”, escribió en un libro reciente Juan Carlos Torre (1990). Y agregaba: “Componente fundamental de la sociabilidad política en que nos hemos formado, el peronismo es una vía de entrada obligada para conocer la sociedad argentina actual, sus conflictos, sus esperanzas”. Ahora bien, durante muchas décadas, la interpretación de este movimiento que había dislocado todos los cuadros en que se expresaba y se representaba la sociedad argentina hasta su aparición fue considerada crucial no sólo intelectual sino también, y sobre todo, políticamente.
“El éxito o el fracaso del intento de unir al país depende, en buena medida, de cómo se interprete el hecho peronista”, eran las palabras de Mario Amadeo a siete meses del levantamiento que había puesto fin al gobierno de Perón y a cinco del golpe de palacio que desplazó a los nacionalistas –entre ellos al propio Amadeo– del elenco gobernante del nuevo orden. La centralidad que esa afirmación atribuía a la interpretación del “hecho peronista” no pudo ser más clarividente. Desde entonces, en efecto, la suerte de los proyectos políticos diferentes y aun opuestos –el establecimiento de la democracia, la integración y el desarrollo, la revolución...– se anudó, así sea imaginariamente, a la empresa de definir el significado del peronismo. Ello no quiere decir que sólo después del 16 de septiembre de 1955 se elaboraran definiciones y explicaciones del “hecho peronista”.
Podría decirse, por el contrario, que desde sus comienzos estuvo rodeado de interpretaciones, entre ellas las que eran parte del discurso peronista mismo, en contrapunto con las de la oposición. Sin embargo, sólo tras el derrocamiento del régimen justicialista comenzó a resultar evidente, para la heterogénea constelación de sus opositores, la consistencia y el arraigo popular de una identidad que, hasta entonces, podía parecer tan inextricablemente unida al funcionamiento del orden caído que, creían, se disgregaría más o menos rápidamente tras el desmantelamiento de este.
¿Qué era y qué había sido, finalmente, el peronismo? La pregunta volvería una y otra vez a lo largo de varios lustros, alimentada por la gravitación que el movimiento fundado por Perón ejercía en la vida política nacional. La proscripción de que fue objeto sólo lo puso al margen del sistema legal de partidos, pero no lo anuló como mayoría electoral y en muy poco tiempo demostró que era dominante en los sindicatos obreros. El éxito o el fracaso –para aprovechar nuevamente las palabras de Amadeo– de fórmulas políticas diversas se asociarían así al modo en que se respondiera a esa pregunta, planteada (o replanteada, como sería mejor decir en muchos casos) en círculos políticos e intelectuales cuyo número no haría sino crecer después de 1955.
El factum peronista no sólo dividió inmediatamente el campo político y social de quienes habían apoyado –o, al menos, confiado en las perspectivas que podía abrir– el derrocamiento del régimen justicialista sino que estuvo en el centro de las vicisitudes y las disyuntivas que acompañaron a los experimentos civiles emprendidos en los diez años que siguieron a la caída de Perón.
El antiperonismo recalcitrante de quienes asumieron la jefatura de la Revolución Libertadora después de noviembre de 1955 le transmitiría al curso político de esos diez años la regla –como la llaman Floria y García Belsunce– de que “todo aquello que significase la posibilidad de un retorno relevante del peronismo no sería admitido. Todo aquel que lo permitiera sería apartado”. Las Fuerzas Armadas se erigieron en custodia de esa regla que hizo de la oposición peronismo/antiperonismo el gran clivaje de la vida política argentina y de Perón uno de sus árbitros. Arturo Frondizi, quien había violado la regla para llegar a la presidencia en 1958 contrayendo un acuerdo secreto con Perón a cambio de los votos peronistas, fue derrocado en 1962, tras haberla desafiado nuevamente, permitiendo un “retorno relevante” del peronismo en las elecciones de ese año. Poco más de cuatro años después, otro presidente civil, Arturo Illia, sería desplazado, entre otras razones, para adelantarse a un desenlace electoral que pondría otra vez a las Fuerzas Armadas ante la instancia de ejercer el veto antiperonista. El peronismo, por su parte, hallaría los medios para escapar a la pura exclusión, presionando sobre el débil sistema político que se fundaba en su proscripción, sobre todo a través del control que ejercía en los sindicatos obreros.
Dicho de otro modo: la regla instituida por la Revolución Libertadora no impidió que el peronismo se convirtiera en actor central durante los diez años siguientes a 1955, atrayendo sobre sí, como un polo magnético, los discursos que desde los puntos más distantes del campo ideológico argentino buscaban definir su “naturaleza”.
Pues bien, el centro ordenador de este trabajo serán las visiones que el peronismo suscitó, en esos años, dentro de un área de la cultura política e intelectual argentina: la de la izquierda, para la cual comprender el “hecho peronista” se volvió también el problema capital, “la clave del destino” (Strasser, 1961). Me serviré de algunos puntos de referencia preliminares para delimitar menos genéricamente el terreno a explorar y enunciar la certidumbre que quisiera poner a prueba a través de la exploración.
Acaso ningún otro sector se vio tan perturbado y, sobre todo, tan desafiado por la aparición de ese movimiento que incorporaba a las masas a la arena política bajo la guía de un caudillo militar no sólo extraño, sino hostil a las significaciones de la cultura de izquierda. Desde el principio, socialistas y comunistas identificaron los signos del fascismo en la iniciativa que, desde el interior de un régimen militar nacionalista, comenzaba a disputarles la orientación de los sindicatos obreros. Conforme a esa identificación, los partidos Socialista y Comunista serían los primeros y más resueltos opositores de la empresa que, en muy poco tiempo, ya era inescindible de la figura del coronel Perón. Sólo después del 24 de febrero de 1946, tras la derrota electoral de la coalición que habían contribuido a gestar, los dos partidos llegarían a advertir que el nuevo movimiento los había desplazado a la periferia del mundo obrero. Por separado, después de ese año y siguiendo tácticas diferentes, tanto socialistas como comunistas se mantendrían en la oposición al régimen peronista, conservando para este la identificación inicial. Y con la excepción de unos pocos círculos marginales, el conjunto de la cultura de izquierda –entendiéndose a sí misma como cultura de resistencia democrática– se alinearía con arreglo a esa definición del peronismo en el poder.
“Enterrar y plantar”: así titulaba el semanario socialista La Vanguardia el editorial destinado a fijar la actitud “frente al derrocamiento de Perón por la revolución libertadora”. Tras saludar el acontecimiento (“¡Ahora tenemos patria!”), la declaración enjuiciaba sin ambigüedades el orden caído: “Hemos dejado de ser metecos en el propio país. Hasta ayer los argentinos libres no tenían siquiera la protección de un embajador que de alguna manera proveía cierta seguridad a los extranjeros. La revolución libertadora creó las condiciones para el gran bien ciudadano y humano; liberó a los hombres del íncubo fatal que pesaba sobre el corazón y la conciencia”. Los “alcances de la liberación” llegaban también para el “mundo peronista”, pues “¿cuántos peronistas se sienten felices de no tener miedo al gran patrón, de no verse obligados a adular y desempeñar los papeles innobles de sometidos, serviles o lacayos?”. Pero no para los dirigentes, “usufructuarios de la banda asaltante”. A todos les correspondía, en fin, enterrar el pasado tiránico y plantar la semilla de la futura democracia. “La izquierda liberal (...) ha tomado en serio su papel de guardiana de la ortodoxia revolucionaria”, escribiría poco después Mario Amadeo, quien incluía en esa constelación al Partido Socialista (PS), enrolado en el sector más intransigentemente antiperonista del conjunto de fuerzas civiles que daban apoyo al gobierno militar. Para los comunistas, el significado de la situación emergente tras el derrocamiento de Perón era menos neto. Previamente se habían declarado contrarios a la salida golpista y frente al nuevo gobierno oscilarían entre el apoyo condicionado y la oposición. Pero al juzgar el levantamiento reaparecía la antigua definición del peronismo: “Si bien el levantamiento tiene de positivo el hecho de haber derrocado a un gobierno de tipo corporativo-fascista, rompiendo así el muro de contención de la acción de masas, tiene de negativo la continuidad de métodos similares” (Codovilla, 1956).
Excluido del arco de fuerzas políticas que los jefes de la Revolución Libertadora habían convocado y reconocían como su soporte civil, el Partido Comunista (PC) tendrá como consigna central el reclamo de un gobierno de “amplia coalición democrática” y, a diferencia de los socialistas, buscará la unidad de acción con los dirigentes obreros peronistas tanto en las luchas reivindicativas como en la oposición a las políticas económicas del gobierno.
Es decir, entre 1955 y 1958 los comunistas se empeñarán en una táctica destinada a ordenar las fuerzas en términos políticos que escaparan del eje peronismo/antiperonismo. A su modo, ellos también aguardaban que el nuevo orden trajera la “liberación” al mundo peronista. No obstante, al igual que los socialistas habrán de encontrarse con que el levantamiento del “muro de contención” desatará, en efecto, la acción de las masas, pero no las desprenderá de la lealtad a Perón. Más aún: la idea de un nuevo alineamiento de fuerzas chocará con el dato de que, para la mayoría de los obreros, la acción de clase a la que se entregaban, por los salarios o por la recuperación de los sindicatos intervenidos por el gobierno, no se disociaba de la identidad peronista y el clivaje peronismo/antiperonismo no era, a sus ojos, una división secundaria sino central. Lo que el nuevo orden les había traído era, al mismo tiempo, una revancha social y política.
No sería sorprendente, entonces, que después de 1955 se generara una situación revisionista dentro del ámbito político e intelectual de la izquierda argentina, larvadamente y a través de manifestaciones aisladas al principio, como tendencia creciente después. Al comprobar, como el resto de los círculos ideológicos y políticos no peronistas, que el peronismo no era una figura pasajera de la Argentina industrial, se multiplicarán en ese sector los interrogantes y las interpretaciones destinadas a ofrecer las claves del movimiento que, desde la segunda mitad de la década del cuarenta, había hecho de la izquierda un dato marginal en la vida política nacional y, sobre todo, en el mundo obrero. De cómo se interpretara el “hecho peronista” –evoquemos una vez más la cita de Amadeo– dependería la suerte de la izquierda.
“El éxito o el fracaso del intento de unir al país depende, en buena medida, de cómo se interprete el hecho peronista”, eran las palabras de Mario Amadeo a siete meses del levantamiento que había puesto fin al gobierno de Perón y a cinco del golpe de palacio que desplazó a los nacionalistas –entre ellos al propio Amadeo– del elenco gobernante del nuevo orden. La centralidad que esa afirmación atribuía a la interpretación del “hecho peronista” no pudo ser más clarividente. Desde entonces, en efecto, la suerte de los proyectos políticos diferentes y aun opuestos –el establecimiento de la democracia, la integración y el desarrollo, la revolución...– se anudó, así sea imaginariamente, a la empresa de definir el significado del peronismo. Ello no quiere decir que sólo después del 16 de septiembre de 1955 se elaboraran definiciones y explicaciones del “hecho peronista”.
Podría decirse, por el contrario, que desde sus comienzos estuvo rodeado de interpretaciones, entre ellas las que eran parte del discurso peronista mismo, en contrapunto con las de la oposición. Sin embargo, sólo tras el derrocamiento del régimen justicialista comenzó a resultar evidente, para la heterogénea constelación de sus opositores, la consistencia y el arraigo popular de una identidad que, hasta entonces, podía parecer tan inextricablemente unida al funcionamiento del orden caído que, creían, se disgregaría más o menos rápidamente tras el desmantelamiento de este.
¿Qué era y qué había sido, finalmente, el peronismo? La pregunta volvería una y otra vez a lo largo de varios lustros, alimentada por la gravitación que el movimiento fundado por Perón ejercía en la vida política nacional. La proscripción de que fue objeto sólo lo puso al margen del sistema legal de partidos, pero no lo anuló como mayoría electoral y en muy poco tiempo demostró que era dominante en los sindicatos obreros. El éxito o el fracaso –para aprovechar nuevamente las palabras de Amadeo– de fórmulas políticas diversas se asociarían así al modo en que se respondiera a esa pregunta, planteada (o replanteada, como sería mejor decir en muchos casos) en círculos políticos e intelectuales cuyo número no haría sino crecer después de 1955.
El factum peronista no sólo dividió inmediatamente el campo político y social de quienes habían apoyado –o, al menos, confiado en las perspectivas que podía abrir– el derrocamiento del régimen justicialista sino que estuvo en el centro de las vicisitudes y las disyuntivas que acompañaron a los experimentos civiles emprendidos en los diez años que siguieron a la caída de Perón.
El antiperonismo recalcitrante de quienes asumieron la jefatura de la Revolución Libertadora después de noviembre de 1955 le transmitiría al curso político de esos diez años la regla –como la llaman Floria y García Belsunce– de que “todo aquello que significase la posibilidad de un retorno relevante del peronismo no sería admitido. Todo aquel que lo permitiera sería apartado”. Las Fuerzas Armadas se erigieron en custodia de esa regla que hizo de la oposición peronismo/antiperonismo el gran clivaje de la vida política argentina y de Perón uno de sus árbitros. Arturo Frondizi, quien había violado la regla para llegar a la presidencia en 1958 contrayendo un acuerdo secreto con Perón a cambio de los votos peronistas, fue derrocado en 1962, tras haberla desafiado nuevamente, permitiendo un “retorno relevante” del peronismo en las elecciones de ese año. Poco más de cuatro años después, otro presidente civil, Arturo Illia, sería desplazado, entre otras razones, para adelantarse a un desenlace electoral que pondría otra vez a las Fuerzas Armadas ante la instancia de ejercer el veto antiperonista. El peronismo, por su parte, hallaría los medios para escapar a la pura exclusión, presionando sobre el débil sistema político que se fundaba en su proscripción, sobre todo a través del control que ejercía en los sindicatos obreros.
Dicho de otro modo: la regla instituida por la Revolución Libertadora no impidió que el peronismo se convirtiera en actor central durante los diez años siguientes a 1955, atrayendo sobre sí, como un polo magnético, los discursos que desde los puntos más distantes del campo ideológico argentino buscaban definir su “naturaleza”.
Pues bien, el centro ordenador de este trabajo serán las visiones que el peronismo suscitó, en esos años, dentro de un área de la cultura política e intelectual argentina: la de la izquierda, para la cual comprender el “hecho peronista” se volvió también el problema capital, “la clave del destino” (Strasser, 1961). Me serviré de algunos puntos de referencia preliminares para delimitar menos genéricamente el terreno a explorar y enunciar la certidumbre que quisiera poner a prueba a través de la exploración.
Acaso ningún otro sector se vio tan perturbado y, sobre todo, tan desafiado por la aparición de ese movimiento que incorporaba a las masas a la arena política bajo la guía de un caudillo militar no sólo extraño, sino hostil a las significaciones de la cultura de izquierda. Desde el principio, socialistas y comunistas identificaron los signos del fascismo en la iniciativa que, desde el interior de un régimen militar nacionalista, comenzaba a disputarles la orientación de los sindicatos obreros. Conforme a esa identificación, los partidos Socialista y Comunista serían los primeros y más resueltos opositores de la empresa que, en muy poco tiempo, ya era inescindible de la figura del coronel Perón. Sólo después del 24 de febrero de 1946, tras la derrota electoral de la coalición que habían contribuido a gestar, los dos partidos llegarían a advertir que el nuevo movimiento los había desplazado a la periferia del mundo obrero. Por separado, después de ese año y siguiendo tácticas diferentes, tanto socialistas como comunistas se mantendrían en la oposición al régimen peronista, conservando para este la identificación inicial. Y con la excepción de unos pocos círculos marginales, el conjunto de la cultura de izquierda –entendiéndose a sí misma como cultura de resistencia democrática– se alinearía con arreglo a esa definición del peronismo en el poder.
“Enterrar y plantar”: así titulaba el semanario socialista La Vanguardia el editorial destinado a fijar la actitud “frente al derrocamiento de Perón por la revolución libertadora”. Tras saludar el acontecimiento (“¡Ahora tenemos patria!”), la declaración enjuiciaba sin ambigüedades el orden caído: “Hemos dejado de ser metecos en el propio país. Hasta ayer los argentinos libres no tenían siquiera la protección de un embajador que de alguna manera proveía cierta seguridad a los extranjeros. La revolución libertadora creó las condiciones para el gran bien ciudadano y humano; liberó a los hombres del íncubo fatal que pesaba sobre el corazón y la conciencia”. Los “alcances de la liberación” llegaban también para el “mundo peronista”, pues “¿cuántos peronistas se sienten felices de no tener miedo al gran patrón, de no verse obligados a adular y desempeñar los papeles innobles de sometidos, serviles o lacayos?”. Pero no para los dirigentes, “usufructuarios de la banda asaltante”. A todos les correspondía, en fin, enterrar el pasado tiránico y plantar la semilla de la futura democracia. “La izquierda liberal (...) ha tomado en serio su papel de guardiana de la ortodoxia revolucionaria”, escribiría poco después Mario Amadeo, quien incluía en esa constelación al Partido Socialista (PS), enrolado en el sector más intransigentemente antiperonista del conjunto de fuerzas civiles que daban apoyo al gobierno militar. Para los comunistas, el significado de la situación emergente tras el derrocamiento de Perón era menos neto. Previamente se habían declarado contrarios a la salida golpista y frente al nuevo gobierno oscilarían entre el apoyo condicionado y la oposición. Pero al juzgar el levantamiento reaparecía la antigua definición del peronismo: “Si bien el levantamiento tiene de positivo el hecho de haber derrocado a un gobierno de tipo corporativo-fascista, rompiendo así el muro de contención de la acción de masas, tiene de negativo la continuidad de métodos similares” (Codovilla, 1956).
Excluido del arco de fuerzas políticas que los jefes de la Revolución Libertadora habían convocado y reconocían como su soporte civil, el Partido Comunista (PC) tendrá como consigna central el reclamo de un gobierno de “amplia coalición democrática” y, a diferencia de los socialistas, buscará la unidad de acción con los dirigentes obreros peronistas tanto en las luchas reivindicativas como en la oposición a las políticas económicas del gobierno.
Es decir, entre 1955 y 1958 los comunistas se empeñarán en una táctica destinada a ordenar las fuerzas en términos políticos que escaparan del eje peronismo/antiperonismo. A su modo, ellos también aguardaban que el nuevo orden trajera la “liberación” al mundo peronista. No obstante, al igual que los socialistas habrán de encontrarse con que el levantamiento del “muro de contención” desatará, en efecto, la acción de las masas, pero no las desprenderá de la lealtad a Perón. Más aún: la idea de un nuevo alineamiento de fuerzas chocará con el dato de que, para la mayoría de los obreros, la acción de clase a la que se entregaban, por los salarios o por la recuperación de los sindicatos intervenidos por el gobierno, no se disociaba de la identidad peronista y el clivaje peronismo/antiperonismo no era, a sus ojos, una división secundaria sino central. Lo que el nuevo orden les había traído era, al mismo tiempo, una revancha social y política.
No sería sorprendente, entonces, que después de 1955 se generara una situación revisionista dentro del ámbito político e intelectual de la izquierda argentina, larvadamente y a través de manifestaciones aisladas al principio, como tendencia creciente después. Al comprobar, como el resto de los círculos ideológicos y políticos no peronistas, que el peronismo no era una figura pasajera de la Argentina industrial, se multiplicarán en ese sector los interrogantes y las interpretaciones destinadas a ofrecer las claves del movimiento que, desde la segunda mitad de la década del cuarenta, había hecho de la izquierda un dato marginal en la vida política nacional y, sobre todo, en el mundo obrero. De cómo se interpretara el “hecho peronista” –evoquemos una vez más la cita de Amadeo– dependería la suerte de la izquierda.
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