Tres años después de que el gimnasio de Núñez cerrara sus puertas “por reformas”, el ex Redondos Skay Beilinson fue el encargado de volver a abrirlas. Y aunque los fans pidieron y pidieron por el regreso de la banda, el guitarrista hizo eje en su más que interesante carrera solista.
Por Juan Ignacio Provéndola
Por Juan Ignacio Provéndola
“¡Volvimos a casa!”, grita en el campo un cuarentón de barba entrecana y alguien le devuelve un pulgar en alto desde la platea. Skay Beilinson y su banda aún no habían salido al escenario, pero Obras ya era una caldera de ansiedades y expectativas desde las horas previas. Es que, para muchos, el sábado fue una noche de reivindicaciones y recuperaciones simbólicas. Cuando el rock era otra cosa y Obras no más que Obras (a secas, sin sponsors que lo rebautizaran), llegar al gimnasio de Núñez significaba toda una gesta que certificaba status y reputaciones populares. Con el tiempo, estrenarse en Obras se convirtió en un sueño literalmente caro: los costos de producción se elevaron tanto que, para cumplir el anhelo, ya no bastaban los méritos propios sino, también, el mecenazgo de capitales ajenos.
Pocas bandas han sido tan marcadas a fuego por el lugar como Los Redonditos de Ricota, para quienes Obras significó un hito de ruptura desaforado en el que conviven el desembarco de 1989 cargado de polémicas y su memorable seguidilla de presentaciones hasta 1991; también la grabación de En Directo (su único registro “oficial” en vivo) y la muerte de Walter Bulacio. Al cabo de dos años convulsionados, el grupo fue definiendo su relato masivo definitivo en el reducto de Avenida del Libertador a través de una accidentada transición entre la escalada post-pubs y la era moderna de los megaestadios. Eran tiempos donde se hablaba de “templo del rock” no por estrategia comercial sino porque allí las grandes bandas escribían los trazos gruesos de su historia a través de ceremonias gloriosas e inmejorables.
La elección de Skay como encargado de descolgar la faja de “cerrado por reformas” que el espacio mantenía desde fines de 2008, entonces, no parece casual, sino la decisión premeditada de quienes hoy manejan el lugar, entre los que se encuentra el ex baterista de Hermética Claudio Strunz. Será una forma de devolverle el viejo lustre al estadio, o tal vez de apostar a quien hizo de sus nuevas convocatorias solistas una fortaleza para explotar recursos que antes se diluían en los estruendos de la masividad. Porque si tras el divorcio ricotero resignó cotas de popularidad que solo el Indio Solari fue capaz de conservar, Skay al menos –y como si esto fuera poco– procuró desandar otros caminos, tan dispuesto él a mostrarse como un peregrino de la música a través de señas que abundan en su obra personal.
En esa expedición de luces, gestualidades y nuevas texturas se sumergió el ex redondo desde que inició su derrotero personal, a fines del 2002, explotando una teatralidad que el monstruo de multitudes le tiene vedado a su ex vecino por motivos harto evidentes. Desde que sube al escenario, Skay va por un contrato moral con su público; allí sobran símbolos y guiños que todos conocen, pero también se concibe un libreto donde todo está permitido, incluso los solos de los clásicos ricoteros no a su cargo sino por cuenta de la guitarra de Oscar Reyna o de los teclados de Javier Lecumberry, o extendidas versiones de sus propias canciones (como en “El golem de la Paternal” o “Tal vez mañana”, que le permiten lucirse como el auténtico guitar hero de cuero y nervios que fue y será) y, por qué no, momentos de tensión y disputa simbólica a ambos márgenes del escenario.
Es que la gente canta una y otra vez “que se vuelvan a juntar”. Lo piden, lo exigen, lo reclaman y lo suplican, según como venga la mano, a través de cantitos, de banderas y de gritos desgarrados. Insisten sobre el asunto una y otra vez y Skay contesta, a su manera: con material de sus cuatro discos solistas. También lo reafirma a viva voz, cada tanto. “Una alegría vernos de nuevo, vamos a seguir por este camino” fueron sus primeras palabras en la noche, antes de abundar con “El camino” (“el rebaño abandoné, yo decido caminar liviano y libre por aquí”). Minutos más tarde, retoma la cuestión pidiendo celebrar “por los viejos buenos tiempos, por los futuros y por los mejores, que son los que tenemos hoy”.
En ese recorte de la dimensión temporal en tiempo presente es donde Skay se muestra más cómodo, y la muestra está en que a sus propias creaciones le pone tripa y corazón para lograr adaptaciones conmovedoras, lo mismo sea con “Luna en Fez” o “Astrolabio”. Pero “las bandas” seguirán siendo “las bandas”; así pasen mil años, así grabe mil discos, Skay tendrá que saciar la sed de las fieras, aunque nomás sea en micropíldoras, con “El pibe de los astilleros”, una versión lounge de “Todo un palo” y un “Jijiji” que fue elegido para los bises pero no para el final. En tal caso, le corresponde a “Oda a la sin nombre”, hit radial e hito inicial de su carrera en solitario, adorable puente entre el ADN ricotero de su guitarra inconfundible y sus nuevos talentos para escribir y para cantar.
Y así llegó el final. Alguien descolgó una bandera que seguramente ya visitó lugares y ciudades, otro recordó viejas redadas en un estadio cuya fachada se camufla, hoy, con una gigantografía que refiere no a Obras sino a la Bombonera (!). Se prenden todos los reflectores, señal que invita a retirarse. Skay hizo su propio ritual dentro del ritual, a ese juego lo llamaron. Un nuevo espacio es recuperado y, como siempre, la historia espera a la vuelta para ser escrita otra vez.
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Pocas bandas han sido tan marcadas a fuego por el lugar como Los Redonditos de Ricota, para quienes Obras significó un hito de ruptura desaforado en el que conviven el desembarco de 1989 cargado de polémicas y su memorable seguidilla de presentaciones hasta 1991; también la grabación de En Directo (su único registro “oficial” en vivo) y la muerte de Walter Bulacio. Al cabo de dos años convulsionados, el grupo fue definiendo su relato masivo definitivo en el reducto de Avenida del Libertador a través de una accidentada transición entre la escalada post-pubs y la era moderna de los megaestadios. Eran tiempos donde se hablaba de “templo del rock” no por estrategia comercial sino porque allí las grandes bandas escribían los trazos gruesos de su historia a través de ceremonias gloriosas e inmejorables.
La elección de Skay como encargado de descolgar la faja de “cerrado por reformas” que el espacio mantenía desde fines de 2008, entonces, no parece casual, sino la decisión premeditada de quienes hoy manejan el lugar, entre los que se encuentra el ex baterista de Hermética Claudio Strunz. Será una forma de devolverle el viejo lustre al estadio, o tal vez de apostar a quien hizo de sus nuevas convocatorias solistas una fortaleza para explotar recursos que antes se diluían en los estruendos de la masividad. Porque si tras el divorcio ricotero resignó cotas de popularidad que solo el Indio Solari fue capaz de conservar, Skay al menos –y como si esto fuera poco– procuró desandar otros caminos, tan dispuesto él a mostrarse como un peregrino de la música a través de señas que abundan en su obra personal.
En esa expedición de luces, gestualidades y nuevas texturas se sumergió el ex redondo desde que inició su derrotero personal, a fines del 2002, explotando una teatralidad que el monstruo de multitudes le tiene vedado a su ex vecino por motivos harto evidentes. Desde que sube al escenario, Skay va por un contrato moral con su público; allí sobran símbolos y guiños que todos conocen, pero también se concibe un libreto donde todo está permitido, incluso los solos de los clásicos ricoteros no a su cargo sino por cuenta de la guitarra de Oscar Reyna o de los teclados de Javier Lecumberry, o extendidas versiones de sus propias canciones (como en “El golem de la Paternal” o “Tal vez mañana”, que le permiten lucirse como el auténtico guitar hero de cuero y nervios que fue y será) y, por qué no, momentos de tensión y disputa simbólica a ambos márgenes del escenario.
Es que la gente canta una y otra vez “que se vuelvan a juntar”. Lo piden, lo exigen, lo reclaman y lo suplican, según como venga la mano, a través de cantitos, de banderas y de gritos desgarrados. Insisten sobre el asunto una y otra vez y Skay contesta, a su manera: con material de sus cuatro discos solistas. También lo reafirma a viva voz, cada tanto. “Una alegría vernos de nuevo, vamos a seguir por este camino” fueron sus primeras palabras en la noche, antes de abundar con “El camino” (“el rebaño abandoné, yo decido caminar liviano y libre por aquí”). Minutos más tarde, retoma la cuestión pidiendo celebrar “por los viejos buenos tiempos, por los futuros y por los mejores, que son los que tenemos hoy”.
En ese recorte de la dimensión temporal en tiempo presente es donde Skay se muestra más cómodo, y la muestra está en que a sus propias creaciones le pone tripa y corazón para lograr adaptaciones conmovedoras, lo mismo sea con “Luna en Fez” o “Astrolabio”. Pero “las bandas” seguirán siendo “las bandas”; así pasen mil años, así grabe mil discos, Skay tendrá que saciar la sed de las fieras, aunque nomás sea en micropíldoras, con “El pibe de los astilleros”, una versión lounge de “Todo un palo” y un “Jijiji” que fue elegido para los bises pero no para el final. En tal caso, le corresponde a “Oda a la sin nombre”, hit radial e hito inicial de su carrera en solitario, adorable puente entre el ADN ricotero de su guitarra inconfundible y sus nuevos talentos para escribir y para cantar.
Y así llegó el final. Alguien descolgó una bandera que seguramente ya visitó lugares y ciudades, otro recordó viejas redadas en un estadio cuya fachada se camufla, hoy, con una gigantografía que refiere no a Obras sino a la Bombonera (!). Se prenden todos los reflectores, señal que invita a retirarse. Skay hizo su propio ritual dentro del ritual, a ese juego lo llamaron. Un nuevo espacio es recuperado y, como siempre, la historia espera a la vuelta para ser escrita otra vez.
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