lunes, 26 de septiembre de 2011

MILES DE INMIGRANTES NEGROS VÍCTIMAS INVISIBLES DE LA GUERRA



Marginados por el régimen y los rebeldes en Libia, perdieron todo. No tienen dónde ir ni a quién recurrir.


A unos 40 kilómetros de Trípoli, en un cementerio de barcos de madera, se amontonan cerca de dos millares de negros de media docena de países africanos a quienes se les prohíbe abandonar ese baldío a donde los han arrastrado. Son las víctimas más invisibles de esta guerra. Han perdido todo, no tienen documentos, no pueden probar quiénes son y a muchos de ellos los han golpeado, las mujeres, vejadas y sólo los afortunados lograron sacar a tiempo a sus familias de Libia.
“Ellos dicen que somos mercenarios porque somos negros, si salimos nos arrestan”. El hombre que habla se llama Efosa, nació en Ghana y hace años que vino a Libia a trabajar en la construcción. Su nombre significa riqueza en su lengua, pero está desolado. Muestra una remera con dos agujeros y el pantalón corto que lleva puesto como sus únicas pertenencias.
Efosa no tiene familia. Había un hermano con él antes de la guerra, pero dice que lo perdió, no sabe si lo mataron, era muy chico, cuenta, y las palabras se le arrebatan. Dice que en un instante lo dejó de ver y no lo encontró más y no hay a quién preguntar.
El hombre habla con este cronista junto a un barco desvencijado al que le han colgado de un costado una cortina de toalla. Detrás de esa mínima protección pusieron dos colchones que es donde duerme él y el grupo que en ese instante lo rodea.
Todos estiran las manos pidiendo cigarrillos que el periodista no tiene. No hay comida a la vista ni nada que se parezca a una enfermería. Los botes de madera colorida están dispuestos uno al lado del otro y en largas hileras dejando calles entre cada fila. Así clavados sobre esa amplia plataforma de cemento, se han convertido en casas que no pueden habitarse . Todos llegaron allí creyendo que esa pesadilla sería provisoria.
“Debe haber algún país que se preocupe por nosotros”, dice Walter Ojewe, quien vino desde Nigeria hace tres años. La suya es la colectividad más numerosa en ese páramo miserable donde también hay gente de Sudán, Somalia o Gambia, entre otros países. No hay ancianos y sólo vimos dos o tres niños, pero hay más protegidos en las sombras del sol.
Walter parece el más político. “Somos negros, aquí hay una gran discriminación y racismo”, dice para intentar explicar por qué los arrinconó la dictadura cuando comenzó la guerra y los retienen ahora como prisioneros los milicianos rebeldes. Recuerda que los llevaron ahí hace dos meses cuando la ciudad aún estaba en manos de Kadafi. Y siguen sin libertad después que la ciudad cayó en manos de los revolucionarios.
Para ellos no hay diferencias entre unos y otros .
“Necesitamos ayuda, muchos de nosotros no tenemos papeles. Y han venido de nuestras embajadas pero no sirvió de nada ”, afirma. Esa extraña prisión está bajo supervisión de la ACNUR, la oficina de refugiados de la ONU, Médicos Sin Fronteras y Human Rights Watch, pero no se nota el efecto de esas presencias .
Hay al menos seis sitios con estos refugiados, el mayor donde estamos en Sidi Beller, y todos con esta enorme precariedad e historias de espanto. En una de las calles que se forman entre los barcos, hay una mujer muy delgada y pequeña delante de ellos. La muchacha se llama Gift (regalo) William, tiene 26 años y también es nigeriana. Mira con enorme desconfianza al periodista. Lleva una cicatriz debajo del ojo derecho. Es una herida de bala, dirá luego. Tiene más en un brazo. Cuenta que la atacaron en una calle de Trípoli al comenzar la guerra, hace seis meses. No sabe quiénes fueron, pero en el tiroteo le mataron al marido. El ojo de la herida se le abre en un gesto que parece asombro pero que es furia. No quiere volver a Nigeria porque su única familia, su padre, acaba de morir. No tiene a nadie allá ni nadie aquí.

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