Pablo Gentili (*)
Miércoles 7 de junio. João y Vilma llegan, como todos los días, de la mano,
a la Escuela Municipal Henrique Foréis, en una de las tantas favelas que
conforman el llamado Complejo del Alemán. Es invierno, pero en Río de
Janeiro hace calor, como siempre. Su madre ha salido a trabajar muy
temprano, antes que ellos despertaran. João y Vilma se cuentan cosas casi en
secreto. Ríen y bostezan, como ríen y bostezan los ciento cincuenta alumnos
de esa escuela modesta y pobre, pero digna, como suele definirla su
directora, Carolina de Sá Barreto. João le dice a Vilma que en el partido de
la tarde hará un gol y se lo dedicará a ella. Vilma le dice a João que un
día va a regalarle la camiseta de Ronaldinho. João bosteza y se ríe. Vilma
le aprieta su mano, levemente, sellando la promesa, casi en secreto. Se
despiden ya en la puerta de la escuela. Cada uno se dirige a su sala de
clase. João bosteza y arregla su remera blanca. Tiene 12 años. Vilma bosteza
y arregla su remera blanca. Tiene ocho. Nos vemos en el recreo, se dicen
simultáneamente. Y vuelven a reír su risa dulce. Minutos más tarde, cuando
el tiroteo comenzó, João pensó en Vilma y Vilma en João. Los dos, como
todos, corrieron a esconderse sin saber dónde. Abajo, abajo, abajo, gritaban
las profesoras. Al piso, debajo de los bancos. Ninguno de los ciento
cincuenta alumnos llegó a entender de qué se trataba, mientras se
apretujaban, temblando, en el piso gris de esa escuela modesta y pobre,
quizás digna. Más de doscientas balas fueron disparadas. De un lado, la
policía. Del otro, los traficantes. Unos contra otros. Todos contra todos,
separados por la escuela, frágil obstáculo desvanecido ante la brutalidad de
las balas. Dos bandos, un bando, el mismo lado de una guerra, como todas,
sin razón, sin buenos ni malos, sólo con malos. João y Vilma pensaron uno en
el otro, mientras sus remeras blancas se teñían de un rojo brillante,
ardiente como el miedo, amargo como las lágrimas que lloran los que no
entienden de qué se trata. Ni pueden entender. Su madre supo que estaban
internados en el Hospital Salgado Filho cuando volvió de trabajar. Tampoco
pudo ni quiso entender. Jacqueline, una compañera de Vilma, días más tarde,
hizo un dibujo, sin parar de llorar.
Viernes 23 de septiembre. Pedro termina de jugar su primer partido de
fútbol. Hoy juego, por lo menos, diez, veinte, cien partidos, pensó. Y
también voy a jugar en el recreo, siguió pensando. Sueña con ser defensor.
Jugar en la selección. Ser el mejor. Lástima que ahora tenga que ir a la
escuela. Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol, en la favela Guarabu,
del Complejo de Dendê, cerca del Aeropuerto donde llegan todos esos aviones
de gente cargada de maletas y de cámaras de fotos, con ganas de conocer Río
de Janeiro, la playa y el sol de una ciudad que se jacta de ser
"maravillosa". Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol, esa a la que,
vaya a saber por qué ironía, alguien le puso de nombre "Holanda". Algún día
voy a ser defensor, pensó Pedro. Y ser el mejor. Y viajar en avión. Y jugar
diez, veinte, cien partidos de fútbol sin tener que ir a la escuela. A pocos
metros de allí, el tiroteó comenzó. Policías y bandidos, bandidos y
policías. Mezclados, como siempre. La bala que lo mató era de ambos lados.
El certificado de defunción informó que tenía ocho años y que se trató de
una bala perdida.
Ese mismo día, en Vigario Geral, una de las más populosas y violentas
favelas de Río de Janeiro, Fabio Moraes da Silva estaba llegando a su
escuela cuando un tiroteo lo sorprendió soñando sueños perdidos. No era la
primera vez que sucedía. Asustado, distraído, olvidó que tenía que tirarse
al piso y hacerse una bolita, fundirse y confundirse con el polvo de la
calle, meterse, enterrarse en el barro casi seco de un camino sin nombre. Y
corrió, cerrando lo ojos, como si estuviera soñando sueños perdidos.
Temblando de espanto. Sobre el barro seco de un camino sin nombre, lo
atropelló un coche del 16º Batallón de la Policía Militar. Fabio no resistió
el impacto. Su padre dijo que nadie podría comprender el dolor que sentía,
que su corazón se partía, que ni llorar podía. Su hijo tenía siete años y
quería ser cantante. La policía lamentó el hecho "ocurrido en cumplimiento
del deber". El tiroteo, declararon a la prensa, comenzó cuando perseguían al
ladrón de un camión robado. La carga: cuatrocientas cajas de galletas y
fideos. Los ladrones huyeron, aunque la carga pudo ser devuelta a sus
legítimos dueños.
Quizás nada de lo que pueda decirse, escribirse o, simplemente, pensarse
sobre la violencia, sus causas y sus sentidos, sus orígenes y su destino, su
trivialidad y su totalitarismo pueda explicar la sinrazón de estas muertes.
Horrorizados, buscamos eufemismos, palabras banales para explicar lo
inexplicable, ocultando nuestro desconcierto, masticando nuestra
indignación, entrenando nuestra capacidad de convivir con la barbarie. En
Río de Janeiro, como en todas las grandes ciudades latinoamericanas, las
principales víctimas de la violencia urbana son los niños y niñas más
desprotegidos: los pobres. Aquellos que, en este lado del trópico, son
portadores de derechos meramente formales y decorativos. Víctimas de una
guerra que los pone sistemáticamente en el medio. De un sistema que llama
"perdidas" a las balas que los asesinan. Un sistema que se pudre arriba y
que golpea abajo, abajo, abajo.
(*) Investigador del Laboratorio de Políticas Públicas / Universidad del
Estado de Río de Janeiro. Coordinador del Observatorio Latinoamericano de
Políticas Educativas (OLPED) y del Foro Latinoamericano de Políticas
Educativas (FLAPE, Brasil).
Publicado en ESCUELA (Nº 3719, 05 de octubre de 2006), Madrid, Praxis.
Los nombres citados en este texto son ficticios. Las situaciones relatadas
son reales.
Miércoles 7 de junio. João y Vilma llegan, como todos los días, de la mano,
a la Escuela Municipal Henrique Foréis, en una de las tantas favelas que
conforman el llamado Complejo del Alemán. Es invierno, pero en Río de
Janeiro hace calor, como siempre. Su madre ha salido a trabajar muy
temprano, antes que ellos despertaran. João y Vilma se cuentan cosas casi en
secreto. Ríen y bostezan, como ríen y bostezan los ciento cincuenta alumnos
de esa escuela modesta y pobre, pero digna, como suele definirla su
directora, Carolina de Sá Barreto. João le dice a Vilma que en el partido de
la tarde hará un gol y se lo dedicará a ella. Vilma le dice a João que un
día va a regalarle la camiseta de Ronaldinho. João bosteza y se ríe. Vilma
le aprieta su mano, levemente, sellando la promesa, casi en secreto. Se
despiden ya en la puerta de la escuela. Cada uno se dirige a su sala de
clase. João bosteza y arregla su remera blanca. Tiene 12 años. Vilma bosteza
y arregla su remera blanca. Tiene ocho. Nos vemos en el recreo, se dicen
simultáneamente. Y vuelven a reír su risa dulce. Minutos más tarde, cuando
el tiroteo comenzó, João pensó en Vilma y Vilma en João. Los dos, como
todos, corrieron a esconderse sin saber dónde. Abajo, abajo, abajo, gritaban
las profesoras. Al piso, debajo de los bancos. Ninguno de los ciento
cincuenta alumnos llegó a entender de qué se trataba, mientras se
apretujaban, temblando, en el piso gris de esa escuela modesta y pobre,
quizás digna. Más de doscientas balas fueron disparadas. De un lado, la
policía. Del otro, los traficantes. Unos contra otros. Todos contra todos,
separados por la escuela, frágil obstáculo desvanecido ante la brutalidad de
las balas. Dos bandos, un bando, el mismo lado de una guerra, como todas,
sin razón, sin buenos ni malos, sólo con malos. João y Vilma pensaron uno en
el otro, mientras sus remeras blancas se teñían de un rojo brillante,
ardiente como el miedo, amargo como las lágrimas que lloran los que no
entienden de qué se trata. Ni pueden entender. Su madre supo que estaban
internados en el Hospital Salgado Filho cuando volvió de trabajar. Tampoco
pudo ni quiso entender. Jacqueline, una compañera de Vilma, días más tarde,
hizo un dibujo, sin parar de llorar.
Viernes 23 de septiembre. Pedro termina de jugar su primer partido de
fútbol. Hoy juego, por lo menos, diez, veinte, cien partidos, pensó. Y
también voy a jugar en el recreo, siguió pensando. Sueña con ser defensor.
Jugar en la selección. Ser el mejor. Lástima que ahora tenga que ir a la
escuela. Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol, en la favela Guarabu,
del Complejo de Dendê, cerca del Aeropuerto donde llegan todos esos aviones
de gente cargada de maletas y de cámaras de fotos, con ganas de conocer Río
de Janeiro, la playa y el sol de una ciudad que se jacta de ser
"maravillosa". Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol, esa a la que,
vaya a saber por qué ironía, alguien le puso de nombre "Holanda". Algún día
voy a ser defensor, pensó Pedro. Y ser el mejor. Y viajar en avión. Y jugar
diez, veinte, cien partidos de fútbol sin tener que ir a la escuela. A pocos
metros de allí, el tiroteó comenzó. Policías y bandidos, bandidos y
policías. Mezclados, como siempre. La bala que lo mató era de ambos lados.
El certificado de defunción informó que tenía ocho años y que se trató de
una bala perdida.
Ese mismo día, en Vigario Geral, una de las más populosas y violentas
favelas de Río de Janeiro, Fabio Moraes da Silva estaba llegando a su
escuela cuando un tiroteo lo sorprendió soñando sueños perdidos. No era la
primera vez que sucedía. Asustado, distraído, olvidó que tenía que tirarse
al piso y hacerse una bolita, fundirse y confundirse con el polvo de la
calle, meterse, enterrarse en el barro casi seco de un camino sin nombre. Y
corrió, cerrando lo ojos, como si estuviera soñando sueños perdidos.
Temblando de espanto. Sobre el barro seco de un camino sin nombre, lo
atropelló un coche del 16º Batallón de la Policía Militar. Fabio no resistió
el impacto. Su padre dijo que nadie podría comprender el dolor que sentía,
que su corazón se partía, que ni llorar podía. Su hijo tenía siete años y
quería ser cantante. La policía lamentó el hecho "ocurrido en cumplimiento
del deber". El tiroteo, declararon a la prensa, comenzó cuando perseguían al
ladrón de un camión robado. La carga: cuatrocientas cajas de galletas y
fideos. Los ladrones huyeron, aunque la carga pudo ser devuelta a sus
legítimos dueños.
Quizás nada de lo que pueda decirse, escribirse o, simplemente, pensarse
sobre la violencia, sus causas y sus sentidos, sus orígenes y su destino, su
trivialidad y su totalitarismo pueda explicar la sinrazón de estas muertes.
Horrorizados, buscamos eufemismos, palabras banales para explicar lo
inexplicable, ocultando nuestro desconcierto, masticando nuestra
indignación, entrenando nuestra capacidad de convivir con la barbarie. En
Río de Janeiro, como en todas las grandes ciudades latinoamericanas, las
principales víctimas de la violencia urbana son los niños y niñas más
desprotegidos: los pobres. Aquellos que, en este lado del trópico, son
portadores de derechos meramente formales y decorativos. Víctimas de una
guerra que los pone sistemáticamente en el medio. De un sistema que llama
"perdidas" a las balas que los asesinan. Un sistema que se pudre arriba y
que golpea abajo, abajo, abajo.
(*) Investigador del Laboratorio de Políticas Públicas / Universidad del
Estado de Río de Janeiro. Coordinador del Observatorio Latinoamericano de
Políticas Educativas (OLPED) y del Foro Latinoamericano de Políticas
Educativas (FLAPE, Brasil).
Publicado en ESCUELA (Nº 3719, 05 de octubre de 2006), Madrid, Praxis.
Los nombres citados en este texto son ficticios. Las situaciones relatadas
son reales.
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