Un día el cartero no paró más en la casa de la familia Rosencof. No había más cartas desde Polonia hacia Uruguay. Eran épocas de guerra, de campos de concentración y de tristeza, y los familiares de Isaac y de Rosa, los padres de Mauricio, dejaron de escribir como dejaron de comer y luego de vivir. Sin embargo, esas letras que nunca se escribieron por manos de los familiares judíos de los Rosencof de Polonia tomaron la bella forma de una novela. Las cartas que no llegaron, la última novela del escritor uruguayo Mauricio Rosencof, reescribe estas posibles cartas, al tiempo que cuenta la historia de un niño, que desde su particular visión infantil describe su casa, su patio, su padre sastre, su madre, su barrio y esa escena de lectura de cartas que, por no haber nuevas, repetía incansablemente las que habían logrado llegar. “Me crié en un hogar obrero de inmigrantes judíos, fundador del Sindicato Unico de la Aguja, en una casa de inquilinato y en un barrio lleno de los personajes que están en la novela. Don Evelio, por ejemplo, estaba en un comité de apoyo a las Brigadas Internacionales en España. Es muy difícil sustraerse de todo ese clima. Ahora bien, cuando tengo que escribir un artículo político, no escribo una novela ni escribo novelas ni teatro para pensar la política. No se me mezclan los piolines. Mis viejos vivían pendientes de la llegada del cartero que traería las cartas de los familiares de un pueblito perdido de Polonia. Una carta que debía atravesar toda Europa en carretas, trenes para luego salir en barco y volver a repartirse y llegar a Uruguay. Era todo un acontecimiento. Ahí venían la noticias de los abuelos, los tíos y los sobrinos. También las de los animales, porque les contaban si la gallina ponía huevos o estaba clueca. Y el cartero era recibido con una copita y se lo hacía pasar. Hasta que un día no vino más”, explica Rosencof con una larga trayectoria como dramaturgo, poeta y narrador.
La patria es la infancia y durante ella Mauricio Rosencof aprendió dos palabras. Seguramente incorporó muchas más pero, en el transcurso de un período muy corto entre una y otra, supo de la existencia de la palabra socialismo y burgués. La primera se la escuchó a Don Evelio, el zapatero que pasaba las películas de Chaplin y que cuando no podían pagar los dejaba pasar igual porque, como él decía, “eso era socialismo”. La otra se la dijo Ramón Lezcano, un vecino que preparaba unos pucheros inolvidables, cuando lo fue a visitar porque el pequeño Mauricio estaba en la cama de sus padres con edredón de plumas y todo, como consecuencia de un golpe en la cabeza. Allí mismo, parado a los pies de la cama, le dijo: “Estás hecho un burgués”. Y desde esa vez, la primera vez, le sonó como una cosa muy delicada.
A esa historia del niño se le suma la historia del hombre que está encerrado en un calabozo y que utiliza las palabras para sobrevivir por medio de un conmovedor diálogo imaginario con su padre. También la autobiografía tiene su cruce con la ficción y Mauricio Rosencof fue dirigente de Tupamaros. En 1972 fue detenido y durante 13 años estuvo en una cárcel subterránea: “Trece años en calabozo subterráneo y haber sido dirigente de Tupamaros hacen muy difícil que pueda tocar un tema que no esté referido a eso. En la vida de cualquier persona se provocan acontecimientos que te marcan para siempre. En la novela, en el segundo capítulo, se cuentan estas cosas, pero más se habla con el Viejo. Ese diálogo que se quiere tener con los padres, las cosas que se te ocurren preguntarles o que te cuenten, cuando no están más”.
Me cuesta encontrar la forma más apropiada de preguntarle por los trece años de encierro. Creo que lo mejor es que me cuente lo que quiera sobre esos años.
–Te voy a contestar con una frase que usaba un dramaturgo uruguayo que iba a todos los espectáculos y cuando no le gustaban se acercaba al finaly decía: “Esto ha sido una experiencia muy interesante”. Cuando salimos, no por la ley de amnistía sino por una ley especial que nos computaba cada día de prisión por tres, así que tengo todavía unos cuantos días por cualquier cosa que pase, nos ubicamos en los conventos de los franciscanos; desde allí fui a visitar a mis viejos al asilo y a una reunión con gente de teatro. Allí me encontré nuevamente con este dramaturgo y luego de un abrazo en que comprobé su flacura y lo viejito que estaba, lo miro y le digo: “Don Atahualpa, hemos vivido una experiencia muy interesante”. Mi periplo fue: nueve meses de “risas y besos, biaba corrida”, parafraseando al tango, y después incomunicado, al igual que otros ocho dirigentes. El jefe del operativo declaró que como no pudieron matarnos, nos iban a volver locos. De los nueve, uno murió en el calabozo y dos enloquecieron. Estábamos bajo tierra en calabozos de dos metros por uno, que alternaban las ratas y los milicos. Siempre parados y a media ración. No nos daban agua, así que bebíamos nuestros orines. A veces no nos daban de comer y te digo: las moscas son dulzonas, las arañas no tienen gusto a nada y el bichito de la humedad es crocante.
Seguramente se habrá preguntado cómo se hace para resistir en esas condiciones.
–Hay que tener cuidado de sentir lástima por uno mismo. Es mal síntoma. Tampoco transferir la cruz que te tocó en el sorteo a todos los demás; nosotros teníamos una militancia que nos preparó para resistir. Pero todos los individuos tienen reservas interiores suficientes como para encarar las situaciones más terribles. La resistencia no está determinada por una condición ideológica, está determinada por una condición inherente al ser humano y que la podés encontrar en judíos, musulmanes, comunistas, católicos. Yo, por ejemplo, pensaba en mi viejo. Toda la historia que se narra en la novela es la que estuve pensando en esos años. El Ñato, que era mi vecino de celda y coautor de un sistema de comunicación por golpecitos mediante el cual teníamos infinitas conversaciones y nos “contábamos” nuestras vidas, pensaba en sus tíos españoles. Este sistema de código morse reinventado nos estimuló para lograr sobrevivir para testimoniar. Con el Ñato nos hicimos un juramento de que, si salíamos, íbamos a escribir. Lo hicimos y son los tres tomos de Memorias del calabozo (en colaboración con Eleuterio Fernández Huidobro).
GRAMATICA DEL HORROR
En la novela no hay adjetivos. Una prosa diáfana, sin golpes bajos que cuenta cosas terribles. Un modo de acercarse a la historia del nazismo y de la dictadura sin nombrarlos, pero sin perderlos del vista: “Que las cosas se infieran de los hechos. El adjetivar hace perder el sentido a los hechos. Las palabras se gastan. En mis textos no aparece la palabra tortura y yo tampoco digo la sangrienta dictadura militar”.
¿Cómo piensa la relación entre escritura y la experiencia?
–El haber estado preso, la única patente que te da es la de preso y nada más. Podés haber estado preso y haber sido un hijo de puta, un delator y robarle a un enfermo. No te da ninguna certeza.
¿Qué opinión le merece lo de Barenboim tocando Wagner en Israel?
–Lo de Daniel Barenboim ni me enfría ni me calienta. Comprendo lo de uno y lo de otro, y no me siento ni binario ni dicotómico. Agregaría que en Alemania se observa un fenómeno muy curioso en muchos alemanes militantes jóvenes. Ellos tenían que explicar que la historia empezaba con ellos y que no podían mirar hacia atrás porque se encontraban con sus propias familias metidas en el nazismo. Por eso noto que les resulta mucho más fácil militar en solidaridad con Chiapas, El Salvador, la ecología o por las mujeres, que son todas cosas formidables, que volver hacia atrás. Los alemanes les han regalado el folklore popular al nazismo y les da vergüenza cantar canciones que fueron tomadas como propias durante eseperíodo, pero que existían antes de Hitler. Tampoco es cuestión de regalarlo.
¿Por qué agregó fotos al final de la novela?
–Porque son fotos de mis padres y familiares con epígrafes sacados de la novela y ya forman parte de la ficción.
¿Cómo fue el encuentro con sus padres luego de su libertad?
–Una parte está contada en la novela. Cuando los voy a visitar al hogar israelita, donde estaban hospedados porque les habían quitado la casa, mi madre me mira y como si no me hubiera visto por unos días me pregunta: “¿Comiste?”. Con mi padre fue distinto, me hace sentar a su lado y me dice: “Boino, ahora que estás afuera, ¿me podés explicar la diferencia entre los Tupamaros y los comunistas? El Viejo estaba sordo y yo un poco cansado, entonces le digo: “Los Tupamaros somos los comunistas”. Y me vuelve a preguntar: “Entonces, ¿ellos son los Tupamaros?”.
LA VIDA ES BELLA
Aunque resulte singular, la novela tiene unas ráfagas de humor chispeante, que en la buena técnica teatral distienden a una platea o un lector cuando está por llegar a los límites de tolerancia. En la charla, Rosencof utiliza el mismo recurso y parece que lo ha puesto en práctica durante sus años de prisión con excelentes resultados: “El humor es inherente a mi personalidad y con el Ñato sacábamos humor de cualquier situación. Un 31 de diciembre, que nos dejaron sin agua, habíamos meado en la lata, luego del proceso de dejar reposar, como dicen las cocineras, para que lo más pesado vaya al fondo, brindamos con el Ñato y dijimos ‘Pommery’ y chocamos las copas, pared de por medio. Otro día hicimos un descubrimiento que nos llenó de alegría: nos habían dado unos elementos de limpieza, pedazo de jabón y desodorante. El Ñato me golpea y me dice: ‘Chupá el antisudoral’. ‘Estás loco, Ñato’, le contesto. ‘¡Tiene alcohol!’”.
Su modo de plantear el humor se diferencia bastante de una película como La vida es bella de Roberto Benigni.
–La película no me gustó nada y Benigni me parece un mercachifle en un país como Italia que dio artistas del carajo. No uso el humor para desvirtuar los hechos como creo que se hace en la película.
Hay un referente en su escritura que es insoslayable y es Primo Levi.
–Claro. Me siento muy identificado porque es un hombre que no adjetiva y que da testimonio. Sus textos son impecables. También la experiencia de la escritura en la cárcel o el campo es muy cercana. Un día baja un milico y me pregunta: “Manda a decir el sargento si usted es el escritor”. Yo respondí que sí. Entonces me dice: “Ordena el sargento que le escriba una carta a la novia, a la del sargento”. Desde ese día comencé a escribir cartas, arreglé matrimonios, dediqué poemas a madres, novias, hermanas. Además de que logré cierto intercambio: un poema por un huevo duro, cigarrillos por cartas. Tenían un valor de cambio de la gran puta y a veces conseguía la parte de adentro del bolígrafo y en las hojillas de papel de armar escribía las cosas que tenían pensadas. Me hice especialista en acrósticos; me tiraban el nombre de una mujer y yo empezaba a armar las palabras horizontales. Ellos tenía prohibido comunicarse con nosotros, so pena de biaba, entonces bien despacio y con disimulo, me decían: “Rosencof, ¿no me hace uno de esos acrílicos?”.
LAURA ISOLA
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