El Big Bang de una nueva generación movilizada. Son los hijos de la crisis del 2001. Éstán en lucha desde el 12 de agosto, fecha en que estalló el conflicto.Los acusaron de vagos y “chavistas” por reclamar condiciones dignas de estudio. Cómo piensan y con qué sueñan.
Por Tomás Eliaschev y Bruno Lazzaro
La fachada del edificio no deja duda: los carteles, las pintadas, el tumulto en la puerta, son evidencias de que la actividad académica está suspendida. La pintura negra resalta sobre la tela blanca: “Colegio tomado”. Imágenes que se repiten en otros establecimientos y conforman una postal particular de la ciudad de Buenos Aires. Los estudiantes, esos mismos que son calificados de semianalfabetos o ágrafos, brindan por estos días una lección de ciudadanía y organización social: hace tres semanas que mantienen un reclamo de mejoras edilicias en sus escuelas. La reacción del macrismo fue amenazar con listas negras, descalificar la protesta por “política” y quejarse porque estaría impulsada por “chavistas”. Los chicos no se amedrentaron. Lo que quieren, y lo dicen con todas las letras, es tener clases en condiciones dignas. Dejando de lado los supuestos enfrentamientos entre floggers, cumbieros, chetos y emos, se muestran como sujetos políticos con plena conciencia de sus derechos.
El conflicto estalló el jueves 12 de agosto, cuando los alumnos del colegio Manuel Belgrano, ubicado en Ecuador y Mansilla, tomaron el edificio y el reclamo corrió como pólvora hasta alcanzar a 27 escuelas porteñas que ahora están a la expectativa de la reunión que tendrán el lunes 6 de septiembre con el ministro Esteban Bullrich, quien se comprometió a responder a sus demandas. Matías Burgos cursa 5º año, luce un corte punk y rememora que en “en 2008 luchamos por las becas, las viandas y conseguimos 16 mil becas. Dos años después, tenemos los mismos problemas. Nos dimos cuenta de que tenemos que demostrar que con la educación no se jode”. Las más de dos semanas de toma no fueron fáciles, pero los jóvenes se organizaron: “Hicimos comisiones de seguridad y de limpieza. Controlamos que no se tome alcohol, y que no se hagan fiestas. Comimos las viandas, calentadas en un tostador que trajimos. También hicimos fideos y pattys”, detalla Burgos, presidente de su centro de estudiantes.
Cada colegio es un mundo donde habitan chicos con sus propias particularidades. Al Normal 4, ubicado al lado del Parque Rivadavia, asiste otro Matías, éste con largas rastas. Cursa 4º año y confiesa, entre el asombro y el entusiasmo, que “es difícil organizarse sin tener nadie que te explique qué hacer y qué no, pero es una enseñanza regrande. Es un aprendizaje y de concientización directa sobre lo que pasa con la educación, cómo la policía te aprieta, como el gobierno se caga en vos todo el tiempo. Es un curso intensivo”. Y luego destaca la unidad lograda con las otras escuelas: “Es muy gratificante. Cuando los chicos de un colegio toman solos, capaz que se comen todas las represalias, pero acá es un frente gigante de 27 colegios tomados que están en la misma lucha y con contacto fluido todo el tiempo. Cuando hay un problema en un colegio, vamos todos a dar una mano, hay una fraternidad muy grande”. Constanza, un año más avanzada que Matías, explica que “nos sentimos muy contenidos por las autoridades y por los profesores. Se nota que no somos sólo nosotros atrincherados en el colegio con una pancarta, sino que el reclamo es mucho más fuerte. Nos interesamos por estudiar, estamos luchando por una buena causa, somos muchas personas que estamos contrarrestando la opinión de que somos vagos, expresada por algunos comentaristas mediáticos”.
En ese colegio se realizó la última asamblea de la Coordinadora Unificada de Estudiantes Secundarios (CUES), ámbito que nuclea a los chicos y donde se toman las decisiones. A diferencia de lo que sucedía en décadas anteriores, entre los jóvenes actuales se destaca el espíritu asambleario. El nivel discursivo y las responsabilidades que asumen los sub 18 sorprenden. Nacieron en pleno menemismo y vivieron en el seno familiar la quietud de esos años. Pero también la pueblada de diciembre del 2001, las movilizaciones y los cacerolazos contra el estado de sitio decretado por Fernando de la Rúa.
“Esto es una lucha que emprendemos como ciudadanos –afirma Diego, estudiante de 4º año del Carlos Pellegrini, ubicado en Marcelo T. de Alvear y Callao–. Toda la sociedad debería estar involucrada en la defensa de la educación pública.”
El joven recuerda que cuando entró al secundario, en 2007, protagonizaron “una lucha muy importante por la democratización de la UBA que fortaleció al centro de estudiantes”, y desde entonces, el “Pelle” –que depende de la universidad– es “un referente importante”. Su compañera, Lara, sostiene que “es un problema de voluntad y no de presupuesto, hace seis años que no tenemos gas, por eso nos sumamos a la lucha aunque sabemos que en el barrio es bastante complicado, pero tratamos de explicarle a la gente cuáles son nuestras reivindicaciones. Muchos nos apoyan, otros no”. Con argumentos sólidos reclaman el respaldo de los adultos, los mismos que en más de una ocasión los llevaron de la mano a cacerolear en 2001, cuando ellos eran niños. En algunos casos tienen respuesta: “Muchos padres nos apoyaron y algunos hasta se quedaron a dormir. Una profesora nos cocinó, nos ayudó a limpiar, se la jugó, otros nos dijeron que no podían porque los iban a sancionar”, cuenta Ohiana, de 17 años y cursante de 4º año en el tradicional Colegio Urquiza, ubicado a la vera de las vías del Sarmiento, en el barrio de Flores.
La joven cuenta que tienen “asambleas constantes, hasta para hacer los fideos es democrático, hay discusiones pero no peleas fuertes. En los intermedios, algunos escuchan y bailan cumbia, otros tocan la guitarra, casi todos jugamos a las cartas”. Además de detallar los cables pelados, las estufas viejas y los focos que titilan, se muestra preocupada por la gran cantidad de compañeras embarazadas o ya madres que tienen en el nocturno: “No hay guardería y los ascensores no funcionan”. Por lo pronto, consiguieron organizar el centro de estudiantes, algo a lo que las autoridades se opusieron férreamente hasta ahora.
En El Salvador al 5500 se ubica el Colegio Nicolás Avellaneda. Roberta, alumna de 4º año en la orientación letras y vestida de negro como sus amigas, demuestra su enojo: “Estamos acá para defender la educación. Quiero que a mis hijos no les falte nada y no pienso mandarlos a una escuela privada porque la educación es un derecho, pero siempre que reclamamos nos bicicletean, chamuyan que es un reclamo político y que somos unos vagos. Acá las viandas vienen podridas y muchas veces no llegan. Los techos se caen. Entra el agua. Y ahora están demoliendo el edificio que había atrás y se agrietan las paredes”. El crecimiento inmobiliario de esta zona, “Palermo Soho”, amenaza uno de los anexos del edificio escolar.
No muy lejos de allí, en el pasaje Balboa, detrás del cementerio de la Chacarita, está la escuela Esnaola, especializada en música, de más bajo perfil que el Pellegrini, pero no por eso menos movilizada. Julián, de 5º, que eligió estudiar guitarra, cuenta la preocupación que sienten por la seguridad en el interior del edificio: “El sistema de electricidad está colapsado y explota. No tenemos puerta de emergencia, las puertas abren para adentro. Pero además, somos un colegio de música: necesitamos aulas acustizadas, insumos y auditorio. Por eso reclamamos el nuevo edificio que nos prometieron hace como veinte años”. Federico, del mismo colegio y también guitarrista, comenta que “la relación con los vecinos es muy buena, están muy comprometidos con el tema. La toma le dio bastante onda al barrio y los vecinos se coparon bastante. Y nos dieron una gran mano”.
Leandro es baterista. Ante las acusaciones de los funcionarios, da su postura: “Hacer política es tratar de cambiar las cosas, si estos tipos hacen política para mal, nosotros vamos a hacer política para defender nuestros derechos. Si defender la educación para ellos es hacer política, nosotros hacemos política”.
En ese camino también están los chicos del colegio Alberto Larroque, de Floresta: fue inaugurado hace dos años, pero los alumnos no quieren dejar pasar los inconvenientes que presenta el edificio. Luciano, de tercer año, señala que como en el resto de los colegios, las decisiones se toman en asamblea: “Es difícil llegar a un consenso pero nos ponemos de acuerdo con la organización, aunque todavía nos faltan actividades. Nos reunimos con directivos y profesores para que nos den clases de apoyo mientras dure la toma. La dirección nos pidió que dejáramos entrar a la gente de secretaría y nos pareció lógico: si estamos peleando por mejorar la escuela no vamos a obstaculizar la inscripción”. En cuanto a terminar las clases en febrero para cumplir los 180 días de clase –advertencia del ministro Bullrich–, a Luciano le parece “justo, debemos recuperar lo que perdimos, la idea no es perder clases sino tenerlas de manera digna”.
Ohiana retoma la palabra y cuenta: “Estaba en el colectivo y me puse a pensar: esta gente que viaja conmigo, ¿tendrá idea de lo que estamos haciendo? Si es por lo que publican los medios, tienen sólo un título, estaría bueno que profundizaran. Que supieran que somos conscientes de que tenemos que luchar.”
La fachada del edificio no deja duda: los carteles, las pintadas, el tumulto en la puerta, son evidencias de que la actividad académica está suspendida. La pintura negra resalta sobre la tela blanca: “Colegio tomado”. Imágenes que se repiten en otros establecimientos y conforman una postal particular de la ciudad de Buenos Aires. Los estudiantes, esos mismos que son calificados de semianalfabetos o ágrafos, brindan por estos días una lección de ciudadanía y organización social: hace tres semanas que mantienen un reclamo de mejoras edilicias en sus escuelas. La reacción del macrismo fue amenazar con listas negras, descalificar la protesta por “política” y quejarse porque estaría impulsada por “chavistas”. Los chicos no se amedrentaron. Lo que quieren, y lo dicen con todas las letras, es tener clases en condiciones dignas. Dejando de lado los supuestos enfrentamientos entre floggers, cumbieros, chetos y emos, se muestran como sujetos políticos con plena conciencia de sus derechos.
El conflicto estalló el jueves 12 de agosto, cuando los alumnos del colegio Manuel Belgrano, ubicado en Ecuador y Mansilla, tomaron el edificio y el reclamo corrió como pólvora hasta alcanzar a 27 escuelas porteñas que ahora están a la expectativa de la reunión que tendrán el lunes 6 de septiembre con el ministro Esteban Bullrich, quien se comprometió a responder a sus demandas. Matías Burgos cursa 5º año, luce un corte punk y rememora que en “en 2008 luchamos por las becas, las viandas y conseguimos 16 mil becas. Dos años después, tenemos los mismos problemas. Nos dimos cuenta de que tenemos que demostrar que con la educación no se jode”. Las más de dos semanas de toma no fueron fáciles, pero los jóvenes se organizaron: “Hicimos comisiones de seguridad y de limpieza. Controlamos que no se tome alcohol, y que no se hagan fiestas. Comimos las viandas, calentadas en un tostador que trajimos. También hicimos fideos y pattys”, detalla Burgos, presidente de su centro de estudiantes.
Cada colegio es un mundo donde habitan chicos con sus propias particularidades. Al Normal 4, ubicado al lado del Parque Rivadavia, asiste otro Matías, éste con largas rastas. Cursa 4º año y confiesa, entre el asombro y el entusiasmo, que “es difícil organizarse sin tener nadie que te explique qué hacer y qué no, pero es una enseñanza regrande. Es un aprendizaje y de concientización directa sobre lo que pasa con la educación, cómo la policía te aprieta, como el gobierno se caga en vos todo el tiempo. Es un curso intensivo”. Y luego destaca la unidad lograda con las otras escuelas: “Es muy gratificante. Cuando los chicos de un colegio toman solos, capaz que se comen todas las represalias, pero acá es un frente gigante de 27 colegios tomados que están en la misma lucha y con contacto fluido todo el tiempo. Cuando hay un problema en un colegio, vamos todos a dar una mano, hay una fraternidad muy grande”. Constanza, un año más avanzada que Matías, explica que “nos sentimos muy contenidos por las autoridades y por los profesores. Se nota que no somos sólo nosotros atrincherados en el colegio con una pancarta, sino que el reclamo es mucho más fuerte. Nos interesamos por estudiar, estamos luchando por una buena causa, somos muchas personas que estamos contrarrestando la opinión de que somos vagos, expresada por algunos comentaristas mediáticos”.
En ese colegio se realizó la última asamblea de la Coordinadora Unificada de Estudiantes Secundarios (CUES), ámbito que nuclea a los chicos y donde se toman las decisiones. A diferencia de lo que sucedía en décadas anteriores, entre los jóvenes actuales se destaca el espíritu asambleario. El nivel discursivo y las responsabilidades que asumen los sub 18 sorprenden. Nacieron en pleno menemismo y vivieron en el seno familiar la quietud de esos años. Pero también la pueblada de diciembre del 2001, las movilizaciones y los cacerolazos contra el estado de sitio decretado por Fernando de la Rúa.
“Esto es una lucha que emprendemos como ciudadanos –afirma Diego, estudiante de 4º año del Carlos Pellegrini, ubicado en Marcelo T. de Alvear y Callao–. Toda la sociedad debería estar involucrada en la defensa de la educación pública.”
El joven recuerda que cuando entró al secundario, en 2007, protagonizaron “una lucha muy importante por la democratización de la UBA que fortaleció al centro de estudiantes”, y desde entonces, el “Pelle” –que depende de la universidad– es “un referente importante”. Su compañera, Lara, sostiene que “es un problema de voluntad y no de presupuesto, hace seis años que no tenemos gas, por eso nos sumamos a la lucha aunque sabemos que en el barrio es bastante complicado, pero tratamos de explicarle a la gente cuáles son nuestras reivindicaciones. Muchos nos apoyan, otros no”. Con argumentos sólidos reclaman el respaldo de los adultos, los mismos que en más de una ocasión los llevaron de la mano a cacerolear en 2001, cuando ellos eran niños. En algunos casos tienen respuesta: “Muchos padres nos apoyaron y algunos hasta se quedaron a dormir. Una profesora nos cocinó, nos ayudó a limpiar, se la jugó, otros nos dijeron que no podían porque los iban a sancionar”, cuenta Ohiana, de 17 años y cursante de 4º año en el tradicional Colegio Urquiza, ubicado a la vera de las vías del Sarmiento, en el barrio de Flores.
La joven cuenta que tienen “asambleas constantes, hasta para hacer los fideos es democrático, hay discusiones pero no peleas fuertes. En los intermedios, algunos escuchan y bailan cumbia, otros tocan la guitarra, casi todos jugamos a las cartas”. Además de detallar los cables pelados, las estufas viejas y los focos que titilan, se muestra preocupada por la gran cantidad de compañeras embarazadas o ya madres que tienen en el nocturno: “No hay guardería y los ascensores no funcionan”. Por lo pronto, consiguieron organizar el centro de estudiantes, algo a lo que las autoridades se opusieron férreamente hasta ahora.
En El Salvador al 5500 se ubica el Colegio Nicolás Avellaneda. Roberta, alumna de 4º año en la orientación letras y vestida de negro como sus amigas, demuestra su enojo: “Estamos acá para defender la educación. Quiero que a mis hijos no les falte nada y no pienso mandarlos a una escuela privada porque la educación es un derecho, pero siempre que reclamamos nos bicicletean, chamuyan que es un reclamo político y que somos unos vagos. Acá las viandas vienen podridas y muchas veces no llegan. Los techos se caen. Entra el agua. Y ahora están demoliendo el edificio que había atrás y se agrietan las paredes”. El crecimiento inmobiliario de esta zona, “Palermo Soho”, amenaza uno de los anexos del edificio escolar.
No muy lejos de allí, en el pasaje Balboa, detrás del cementerio de la Chacarita, está la escuela Esnaola, especializada en música, de más bajo perfil que el Pellegrini, pero no por eso menos movilizada. Julián, de 5º, que eligió estudiar guitarra, cuenta la preocupación que sienten por la seguridad en el interior del edificio: “El sistema de electricidad está colapsado y explota. No tenemos puerta de emergencia, las puertas abren para adentro. Pero además, somos un colegio de música: necesitamos aulas acustizadas, insumos y auditorio. Por eso reclamamos el nuevo edificio que nos prometieron hace como veinte años”. Federico, del mismo colegio y también guitarrista, comenta que “la relación con los vecinos es muy buena, están muy comprometidos con el tema. La toma le dio bastante onda al barrio y los vecinos se coparon bastante. Y nos dieron una gran mano”.
Leandro es baterista. Ante las acusaciones de los funcionarios, da su postura: “Hacer política es tratar de cambiar las cosas, si estos tipos hacen política para mal, nosotros vamos a hacer política para defender nuestros derechos. Si defender la educación para ellos es hacer política, nosotros hacemos política”.
En ese camino también están los chicos del colegio Alberto Larroque, de Floresta: fue inaugurado hace dos años, pero los alumnos no quieren dejar pasar los inconvenientes que presenta el edificio. Luciano, de tercer año, señala que como en el resto de los colegios, las decisiones se toman en asamblea: “Es difícil llegar a un consenso pero nos ponemos de acuerdo con la organización, aunque todavía nos faltan actividades. Nos reunimos con directivos y profesores para que nos den clases de apoyo mientras dure la toma. La dirección nos pidió que dejáramos entrar a la gente de secretaría y nos pareció lógico: si estamos peleando por mejorar la escuela no vamos a obstaculizar la inscripción”. En cuanto a terminar las clases en febrero para cumplir los 180 días de clase –advertencia del ministro Bullrich–, a Luciano le parece “justo, debemos recuperar lo que perdimos, la idea no es perder clases sino tenerlas de manera digna”.
Ohiana retoma la palabra y cuenta: “Estaba en el colectivo y me puse a pensar: esta gente que viaja conmigo, ¿tendrá idea de lo que estamos haciendo? Si es por lo que publican los medios, tienen sólo un título, estaría bueno que profundizaran. Que supieran que somos conscientes de que tenemos que luchar.”
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