Por Tomás Forster
La tensión entre su deseo de realizarse como escritor y la necesidad de integrarse a la lucha popular se convertiría en el motor que lo llevó a plasmar una obra cargada de identificación con los oprimidos. La Resistencia como punto de partida.
El autor de “Esa Mujer”, cuento extraordinario sobre Evita, y de “Ese Hombre”, relato inconcluso basado en su único encuentro con el General exiliado en Puerta de Hierro, nunca se definió decididamente como peronista. En su juventud pasó fugazmente por las filas del nacionalismo conservador en la Alianza Libertadora Nacionalista pero, a partir del golpe oligárquico del ’55, comenzó a involucrarse en la lucha del pueblo por el regreso de Perón y a denunciar los atropellos que imponía el régimen gorila.
Los ecos de los años de la Resistencia resonarían en su oído siempre sensible.
Desde aquella noche en la que se encontraba jugando al ajedrez en un café de La Plata cuando estalló la rebelión comandada por el general Juan José Valle hasta otra noche similar, seis meses después, en la que escuchó que alguien soltaba la frase: “Hay un fusilado que vive”, algo se transformaría para siempre en el promisorio intelectual y escritor que era Rodolfo Walsh por esos años.
Es que la investigación sobre los fusilamientos ordenados por el dictador Pedro Eugenio Aramburu en el basural de José León Suárez, que derivó en Operación Masacre, supuso una instancia fundamental en el desarrollo de su conciencia militante. Además de erigirse, vale remarcarlo, como la obra fundacional de la literatura policial, basada plenamente en hechos reales y con un manifiesto trasfondo político.
Cuando se trata de hurgar en el pensamiento de toda persona que se sumergió en los debates y las luchas colectivas de su época, la necesidad de contextualizarlo e interpelarlo a tono con su tiempo suele ser un lugar repetido y común entre los historiadores. Esa necesidad se vuelve imprescindible a la hora de comprender y desmitificar a un hombre tan singular como Rodolfo Walsh al que, a veces, se le puede perder el rastro, si simplemente se lo encasilla en abstracto como periodista militante. Es indiscutible que lo fue, pero esa característica debería ser una motivación para ahondar en su figura y no para quedarnos con un reflejo superficial de su mayúscula presencia.
Operación Masacre se publicó por primera vez en 1957, en Ediciones de la Flor, pese a la censura y la persecución imperantes. Eran los meses finales de la dictadura regida por Aramburu y el almirante Isaac Rojas, y se vivía cierto clima de apertura política. No obstante, pese a algunas ilusiones iniciales, emergería una nueva etapa caracterizada por un cambio en la forma pero no en el fondo. Así y todo, un suceso pudo haber cambiado considerablemente la situación política y económica del país.
Fue en 1958, en Caracas. Allí se realizó el pacto entre Juan Perón y Arturo Frondizi. Los arquitectos de aquel encuentro fueron John William Cooke y Rogelio Frigerio, enviado dos veces a Venezuela por Frondizi. Aunque supuestamente secretos, los pormenores del concilio fueron rápidamente conocidos. Frondizi garantizó el fin cercano de la proscripción y se comprometió a continuar con los elementos principales de la política económica edificada hasta el ’55. Perón dio la señal de votar por el referente de la Unión Cívica Radical Intransigente y, aunque muchísimos peronistas votaron en blanco, los que aceptaron la decisión definieron la votación a favor del radicalismo. El partido fundado por Leandro Nicéforo Alem retornaba a la Casa Rosada luego de casi tres décadas.
Al poco tiempo, al norte del Mar Caribe, otro hecho protagonizado esta vez por el pueblo campesino y el liderazgo de unos jóvenes vehementes produjo un cisma inigualable en la historia del continente. Culminaba el régimen opresivo y semicolonial de Fulgencio Batista y se iniciaba un proceso que, en pocos años, llegaría a la plena igualdad y a la ruptura total con el imperialismo yanqui.
Simultáneamente, mientras en esos épicos días de enero de 1959, el ejército rebelde conducido por Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos ingresaba triunfal a La Habana, el barrio porteño de Mataderos amaneció conmovido. Una revuelta obrera se levantaba contra la privatización del Frigorífico Lisandro de la Torre, el más grande de América Latina por ese entonces. Apoyada por la mayoría de los vecinos, la huelga general duró varios días. La comuna de Mataderos –como la llamó José Pablo Feinmann en su monumental Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina– puso en jaque al gobierno radical y acrecentó las esperanzas, siempre latentes, por el regreso de Perón.
Si bien el desenlace no fue el esperado y la privatización se terminó realizando, aquellas jornadas dejaron la huella indeleble de una enorme experiencia de lucha y unidad obrera. Ninguneada por la izquierda trotskista y vilipendiada por la historia oficial, la huelga del Lisandro fue un acontecimiento fundamental en el derrotero del proletariado nacional. Dejó en claro que la represión era la única respuesta gubernamental a las demandas de los trabajadores y demostró que Frondizi no sólo se desentendía de los principales puntos acordados en Caracas sino que comenzaba a ceder, temerosamente, a las imposiciones del poder militar y al capital trasnacional.
A pesar de formarse bajo la estela del último Yrigoyen y predicar por la soberanía nacional, Arturo Frondizi y sus correligionarios fueron, en la práctica, los continuadores de Marcelo T. de Alvear y del sector del radicalismo que habilitó el golpe de Estado del ’30. Evidentemente, algo tenían que ver con quienes se autodenominaban como antipersonalistas, abominaban el carácter plebeyo del “peludo” y la presencia creciente de la “chusma ultramarina” que lo respaldaba. Como un guiñó confeso de esa herencia, en 1947 el diputado radical Ernesto Sanmartino acuñó el mote de “aluvión zoológico” para referirse al subsuelo de la patria sublevado que irrumpió el 17 de octubre de 1945. El mismo Sanmartino sería diputado nuevamente con Frondizi.
En el corto plazo lo que la UCRI prolongó, desde su apariencia republicana y constitucional, fue el proceso oligárquico iniciado en 1955. Para consolidar ese proceso, que quebraba al Estado de Bienestar, el frondizismo cedió a las presiones del poder militar y coartó sistemáticamente a los sectores populares a través del Plan Conintes, ejecutado, en el marco de la Alianza para el Progreso, pergeñado por la Casa Blanca. Luego del interinato del intrascendente José María Guido, Arturo Illia hizo algunos intentos por alterar esa tendencia. Sus dos grandes medidas fueron la anulación de los contratos petroleros firmados por Frondizi y la ley de medicamentos que regulaba la producción y comercialización. Pero poco pudo hacer este honesto médico, sin virtud carismática alguna ni apoyo popular, frente a las reglas de juego y los límites que imponía el sistema político restrictivo que él mismo avaló con su candidatura por la Unión Cívica Radical del Pueblo. Así y todo, merece ser recordado como el único presidente digno que tuvo el país en 18 años de proscripción.
En la segunda mitad de los ’60, a poco de comenzada la autollamada Revolución Argentina comandada por Juan Carlos Onganía, Truman Capote (que no es culpable de nada en esta historia) publicó A Sangre fría, al otro lado del Río Bravo. Desde ese momento, fue celebrada como la obra que inauguró un nuevo género literario: la novela periodística. Claro, ningún crítico especializado, ni otros agentes de la maquinaria cultural yanqui, se preocuparon por considerar que pudiera existir algún antecedente de importancia en el rincón más alejado de su patio trasero.
En el caso hipotético de que supieran de la existencia de Walsh, era indudable que no resultaba cómodo un personaje que escandalizaba tanto a la elite política y cultural de nuestro país, aliada inmutable del imperio liberal de turno.
Es que podía incomodar y mucho ese argentino con antepasados irlandeses (al igual que el “Bebe” Cooke) que desmenuzó, sesuda y brillantemente la brutalidad de la dictadura gorila. Y aún había más. Ese “peligroso subversivo” apoyó a los barbudos de la Sierra Maestra e, incluso, se trasladó a Cuba y participó de una experiencia de periodismo alternativo como fue Agencia Prensa Latina.
Mientras tanto, el naciente vínculo entre el joven escritor y el peronismo se consolidaría en los años venideros con su minuciosa indagación sobre los tejes y manejes del sindicalismo conciliador y burocrático que manejaba Augusto Timoteo “el lobo” Vandor. Esa “intromisión” culminaría en Quién mató a Rosendo. Con el develamiento del crimen de un trabajador a manos de matones vandoristas, se ganaría a varios enemigos entre una dirigencia sindical que negociaba con el sistema oligárquico y acrecentaba su lugar de privilegio.
Pero, también aquel libro le otorgó una influencia considerable entre los militantes sinceramente combativos y le dejó una fructífera relación con el sindicalismo de base. Los lazos se estrecharon aún más cuando Walsh asumió al frente del Semanario de la CGT de los Argentinos, que conducía Raimundo Ongaro.
Meses antes de su designación, ambos se conocieron en la mismísima residencia madrileña de Juan Perón. Tal como se menciona al comienzo de esta nota, lo sucedido aquel día fue el puntapié para su inacabado cuento titulado “Ese hombre”. Sin pretensiones de explicar y enumerar convincentemente cuáles eran los motivos que tenía para no obnubilarse por la estatura como conductor de Perón, dado que pudieron intervenir disímiles razones, algo de lo expresado en estas líneas lleva a esbozar la siguiente conjetura: quizás porque siempre hubo algo del propio líder que no le convenció, o que no le cerraba, Walsh nunca pudo completar ese cuento o terminar de darle un sentido y una forma que lo satisficieran plenamente.
En otra palabras, no deja de tener cierto sentido entrelazar que el Rodolfo escritor no finalizó nunca aquel relato y que, en simultáneo, el Rodolfo militante jamás se definió como un peronista con todas las letras o, como suele decirse, un peronista de Perón. Si vida y obra confluyen, en el autor de Los oficios terrestres, de manera tan categórica, entonces ¿por qué no esbozar un punto de contacto tan sugerente?
Ahora más vale tomar lo que el propio Walsh escribió en el programa de la CGT de los Argentinos, un 1 de mayo de 1968, para entender sobre qué sólidos pilares construían su edificio de ideas y de acción: “El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra.”
Rodolfo Walsh nunca fue de los que recitaban de memoria las 20 Verdades del justicialismo, pero sí percibió cabalmente la experiencia y el cambio sustancial que significaron los años de Perón y Evita para los excluidos de la patria. Con el paso del tiempo, al calor de la influencia de la Revolución cubana, de su propia experiencia en la isla y de los distintos acontecimientos insurreccionales que se daban en el llamado “Tercer Mundo”, llegó a una conclusión paradigmática en ese entonces. Luego de que el propio Cooke lo prefigurara tempranamente, Walsh vislumbró en el peronismo la expresión nacional de la lucha de clases y el punto de inflexión hacia el socialismo.
En los años de su participación militante en Montoneros, formó parte del diario Noticias junto a otros referentes fundamentales del periodismo argentino como Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky y los poetas Paco Urondo y Juan Gelman.
El 1 de julio de 1974, el día en el que falleció Juan Domingo Perón, fue el encargado por unanimidad de escribir un breve texto como bajada de la desoladora noticia. Aquellas pocas palabras quedarían en la historia de la prensa gráfica. Se fue con la máquina de escribir a un rincón de la redacción y escribió en un relampagueo: “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos 30 años, murió ayer a las 13:15. En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un líder excepcional.”
Eran horas difíciles, trágicamente premonitorias, signadas por el vínculo áspero y cortante del viejo líder con la izquierda del movimiento, la cacería creciente de la tres A y la impaciencia golpista y sanguinaria en los cuarteles. Pero Walsh fue alguien que comprendió y actuó. Como en cada momento crucial de una vida como la suya, cruzada por la convulsionada historia nacional. En esa recordada síntesis, su acción como intelectual, a partir del conocimiento del oficio periodístico, le significó decir sustancialmente mucho en contadas y apiladas palabras. También, quizás, le significó algo más. Posiblemente en esa escueta, directa y extraordinaria semblanza, Rodolfo Walsh se sintió más peronista que nunca.
La tensión entre su deseo de realizarse como escritor y la necesidad de integrarse a la lucha popular se convertiría en el motor que lo llevó a plasmar una obra cargada de identificación con los oprimidos. La Resistencia como punto de partida.
El autor de “Esa Mujer”, cuento extraordinario sobre Evita, y de “Ese Hombre”, relato inconcluso basado en su único encuentro con el General exiliado en Puerta de Hierro, nunca se definió decididamente como peronista. En su juventud pasó fugazmente por las filas del nacionalismo conservador en la Alianza Libertadora Nacionalista pero, a partir del golpe oligárquico del ’55, comenzó a involucrarse en la lucha del pueblo por el regreso de Perón y a denunciar los atropellos que imponía el régimen gorila.
Los ecos de los años de la Resistencia resonarían en su oído siempre sensible.
Desde aquella noche en la que se encontraba jugando al ajedrez en un café de La Plata cuando estalló la rebelión comandada por el general Juan José Valle hasta otra noche similar, seis meses después, en la que escuchó que alguien soltaba la frase: “Hay un fusilado que vive”, algo se transformaría para siempre en el promisorio intelectual y escritor que era Rodolfo Walsh por esos años.
Es que la investigación sobre los fusilamientos ordenados por el dictador Pedro Eugenio Aramburu en el basural de José León Suárez, que derivó en Operación Masacre, supuso una instancia fundamental en el desarrollo de su conciencia militante. Además de erigirse, vale remarcarlo, como la obra fundacional de la literatura policial, basada plenamente en hechos reales y con un manifiesto trasfondo político.
Cuando se trata de hurgar en el pensamiento de toda persona que se sumergió en los debates y las luchas colectivas de su época, la necesidad de contextualizarlo e interpelarlo a tono con su tiempo suele ser un lugar repetido y común entre los historiadores. Esa necesidad se vuelve imprescindible a la hora de comprender y desmitificar a un hombre tan singular como Rodolfo Walsh al que, a veces, se le puede perder el rastro, si simplemente se lo encasilla en abstracto como periodista militante. Es indiscutible que lo fue, pero esa característica debería ser una motivación para ahondar en su figura y no para quedarnos con un reflejo superficial de su mayúscula presencia.
Operación Masacre se publicó por primera vez en 1957, en Ediciones de la Flor, pese a la censura y la persecución imperantes. Eran los meses finales de la dictadura regida por Aramburu y el almirante Isaac Rojas, y se vivía cierto clima de apertura política. No obstante, pese a algunas ilusiones iniciales, emergería una nueva etapa caracterizada por un cambio en la forma pero no en el fondo. Así y todo, un suceso pudo haber cambiado considerablemente la situación política y económica del país.
Fue en 1958, en Caracas. Allí se realizó el pacto entre Juan Perón y Arturo Frondizi. Los arquitectos de aquel encuentro fueron John William Cooke y Rogelio Frigerio, enviado dos veces a Venezuela por Frondizi. Aunque supuestamente secretos, los pormenores del concilio fueron rápidamente conocidos. Frondizi garantizó el fin cercano de la proscripción y se comprometió a continuar con los elementos principales de la política económica edificada hasta el ’55. Perón dio la señal de votar por el referente de la Unión Cívica Radical Intransigente y, aunque muchísimos peronistas votaron en blanco, los que aceptaron la decisión definieron la votación a favor del radicalismo. El partido fundado por Leandro Nicéforo Alem retornaba a la Casa Rosada luego de casi tres décadas.
Al poco tiempo, al norte del Mar Caribe, otro hecho protagonizado esta vez por el pueblo campesino y el liderazgo de unos jóvenes vehementes produjo un cisma inigualable en la historia del continente. Culminaba el régimen opresivo y semicolonial de Fulgencio Batista y se iniciaba un proceso que, en pocos años, llegaría a la plena igualdad y a la ruptura total con el imperialismo yanqui.
Simultáneamente, mientras en esos épicos días de enero de 1959, el ejército rebelde conducido por Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos ingresaba triunfal a La Habana, el barrio porteño de Mataderos amaneció conmovido. Una revuelta obrera se levantaba contra la privatización del Frigorífico Lisandro de la Torre, el más grande de América Latina por ese entonces. Apoyada por la mayoría de los vecinos, la huelga general duró varios días. La comuna de Mataderos –como la llamó José Pablo Feinmann en su monumental Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina– puso en jaque al gobierno radical y acrecentó las esperanzas, siempre latentes, por el regreso de Perón.
Si bien el desenlace no fue el esperado y la privatización se terminó realizando, aquellas jornadas dejaron la huella indeleble de una enorme experiencia de lucha y unidad obrera. Ninguneada por la izquierda trotskista y vilipendiada por la historia oficial, la huelga del Lisandro fue un acontecimiento fundamental en el derrotero del proletariado nacional. Dejó en claro que la represión era la única respuesta gubernamental a las demandas de los trabajadores y demostró que Frondizi no sólo se desentendía de los principales puntos acordados en Caracas sino que comenzaba a ceder, temerosamente, a las imposiciones del poder militar y al capital trasnacional.
A pesar de formarse bajo la estela del último Yrigoyen y predicar por la soberanía nacional, Arturo Frondizi y sus correligionarios fueron, en la práctica, los continuadores de Marcelo T. de Alvear y del sector del radicalismo que habilitó el golpe de Estado del ’30. Evidentemente, algo tenían que ver con quienes se autodenominaban como antipersonalistas, abominaban el carácter plebeyo del “peludo” y la presencia creciente de la “chusma ultramarina” que lo respaldaba. Como un guiñó confeso de esa herencia, en 1947 el diputado radical Ernesto Sanmartino acuñó el mote de “aluvión zoológico” para referirse al subsuelo de la patria sublevado que irrumpió el 17 de octubre de 1945. El mismo Sanmartino sería diputado nuevamente con Frondizi.
En el corto plazo lo que la UCRI prolongó, desde su apariencia republicana y constitucional, fue el proceso oligárquico iniciado en 1955. Para consolidar ese proceso, que quebraba al Estado de Bienestar, el frondizismo cedió a las presiones del poder militar y coartó sistemáticamente a los sectores populares a través del Plan Conintes, ejecutado, en el marco de la Alianza para el Progreso, pergeñado por la Casa Blanca. Luego del interinato del intrascendente José María Guido, Arturo Illia hizo algunos intentos por alterar esa tendencia. Sus dos grandes medidas fueron la anulación de los contratos petroleros firmados por Frondizi y la ley de medicamentos que regulaba la producción y comercialización. Pero poco pudo hacer este honesto médico, sin virtud carismática alguna ni apoyo popular, frente a las reglas de juego y los límites que imponía el sistema político restrictivo que él mismo avaló con su candidatura por la Unión Cívica Radical del Pueblo. Así y todo, merece ser recordado como el único presidente digno que tuvo el país en 18 años de proscripción.
En la segunda mitad de los ’60, a poco de comenzada la autollamada Revolución Argentina comandada por Juan Carlos Onganía, Truman Capote (que no es culpable de nada en esta historia) publicó A Sangre fría, al otro lado del Río Bravo. Desde ese momento, fue celebrada como la obra que inauguró un nuevo género literario: la novela periodística. Claro, ningún crítico especializado, ni otros agentes de la maquinaria cultural yanqui, se preocuparon por considerar que pudiera existir algún antecedente de importancia en el rincón más alejado de su patio trasero.
En el caso hipotético de que supieran de la existencia de Walsh, era indudable que no resultaba cómodo un personaje que escandalizaba tanto a la elite política y cultural de nuestro país, aliada inmutable del imperio liberal de turno.
Es que podía incomodar y mucho ese argentino con antepasados irlandeses (al igual que el “Bebe” Cooke) que desmenuzó, sesuda y brillantemente la brutalidad de la dictadura gorila. Y aún había más. Ese “peligroso subversivo” apoyó a los barbudos de la Sierra Maestra e, incluso, se trasladó a Cuba y participó de una experiencia de periodismo alternativo como fue Agencia Prensa Latina.
Mientras tanto, el naciente vínculo entre el joven escritor y el peronismo se consolidaría en los años venideros con su minuciosa indagación sobre los tejes y manejes del sindicalismo conciliador y burocrático que manejaba Augusto Timoteo “el lobo” Vandor. Esa “intromisión” culminaría en Quién mató a Rosendo. Con el develamiento del crimen de un trabajador a manos de matones vandoristas, se ganaría a varios enemigos entre una dirigencia sindical que negociaba con el sistema oligárquico y acrecentaba su lugar de privilegio.
Pero, también aquel libro le otorgó una influencia considerable entre los militantes sinceramente combativos y le dejó una fructífera relación con el sindicalismo de base. Los lazos se estrecharon aún más cuando Walsh asumió al frente del Semanario de la CGT de los Argentinos, que conducía Raimundo Ongaro.
Meses antes de su designación, ambos se conocieron en la mismísima residencia madrileña de Juan Perón. Tal como se menciona al comienzo de esta nota, lo sucedido aquel día fue el puntapié para su inacabado cuento titulado “Ese hombre”. Sin pretensiones de explicar y enumerar convincentemente cuáles eran los motivos que tenía para no obnubilarse por la estatura como conductor de Perón, dado que pudieron intervenir disímiles razones, algo de lo expresado en estas líneas lleva a esbozar la siguiente conjetura: quizás porque siempre hubo algo del propio líder que no le convenció, o que no le cerraba, Walsh nunca pudo completar ese cuento o terminar de darle un sentido y una forma que lo satisficieran plenamente.
En otra palabras, no deja de tener cierto sentido entrelazar que el Rodolfo escritor no finalizó nunca aquel relato y que, en simultáneo, el Rodolfo militante jamás se definió como un peronista con todas las letras o, como suele decirse, un peronista de Perón. Si vida y obra confluyen, en el autor de Los oficios terrestres, de manera tan categórica, entonces ¿por qué no esbozar un punto de contacto tan sugerente?
Ahora más vale tomar lo que el propio Walsh escribió en el programa de la CGT de los Argentinos, un 1 de mayo de 1968, para entender sobre qué sólidos pilares construían su edificio de ideas y de acción: “El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra.”
Rodolfo Walsh nunca fue de los que recitaban de memoria las 20 Verdades del justicialismo, pero sí percibió cabalmente la experiencia y el cambio sustancial que significaron los años de Perón y Evita para los excluidos de la patria. Con el paso del tiempo, al calor de la influencia de la Revolución cubana, de su propia experiencia en la isla y de los distintos acontecimientos insurreccionales que se daban en el llamado “Tercer Mundo”, llegó a una conclusión paradigmática en ese entonces. Luego de que el propio Cooke lo prefigurara tempranamente, Walsh vislumbró en el peronismo la expresión nacional de la lucha de clases y el punto de inflexión hacia el socialismo.
En los años de su participación militante en Montoneros, formó parte del diario Noticias junto a otros referentes fundamentales del periodismo argentino como Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky y los poetas Paco Urondo y Juan Gelman.
El 1 de julio de 1974, el día en el que falleció Juan Domingo Perón, fue el encargado por unanimidad de escribir un breve texto como bajada de la desoladora noticia. Aquellas pocas palabras quedarían en la historia de la prensa gráfica. Se fue con la máquina de escribir a un rincón de la redacción y escribió en un relampagueo: “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos 30 años, murió ayer a las 13:15. En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un líder excepcional.”
Eran horas difíciles, trágicamente premonitorias, signadas por el vínculo áspero y cortante del viejo líder con la izquierda del movimiento, la cacería creciente de la tres A y la impaciencia golpista y sanguinaria en los cuarteles. Pero Walsh fue alguien que comprendió y actuó. Como en cada momento crucial de una vida como la suya, cruzada por la convulsionada historia nacional. En esa recordada síntesis, su acción como intelectual, a partir del conocimiento del oficio periodístico, le significó decir sustancialmente mucho en contadas y apiladas palabras. También, quizás, le significó algo más. Posiblemente en esa escueta, directa y extraordinaria semblanza, Rodolfo Walsh se sintió más peronista que nunca.
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