Como si fuesen hijos de nadie, como si no fueran el cuerpo y el alma de los cambios sociales, como si diera lo mismo no invertir en ellos, allí están, nuestros jóvenes, como objeto de la arrolladora y mercantil pluma de titulares que los etiquetan como feos, sucios y malos. Y en la TV nos bombardean con las imágenes de un grupo de adolescentes que mientras reclaman por una escuela digna, o sea por su propio futuro, se equivocan al pegarle a un adulto que se equivoca aún mas desafiándolos (porque un adulto siempre es más responsable que un adolescente) y confirmando dicha provocación pide que los metan presos, que los echen del mundo.
Algunos medios de comunicación no sólo describen los acontecimientos sino que construyen un relato uniforme sobre los jóvenes, en especial sobre los más pobres. En vez de reconocerlos más frágiles, en vías de formación, los congela con el estigma del mal, asociándolos a una especie de epidemia contagiosa de violencia y descontrol.
Y, entonces, las pantallas ofrecen un voluminoso desfile de “periodismo de investigación”, una colección de videoclips que distribuyen el miedo como quien esparce maíz entre palomas mapeando territorios prohibidos, alertan una colección de inseguridades, y a partir de algunos rasgos (jóvenes morochos, ciertas gorras, zapatillas, etc.), configuran aquello que se denomina “portación de rostro”, sentenciando su condición de sospechosos.
Dicha mediatización es imposible desligarla de un contexto ciudadano muy ávido de seguridad, que vive en un permanente estado de “miedoambiente” en sintonía con un sentido común punitivo que parece estar al acecho del castigo ejemplar y público como única forma de solución de los conflictos. Y aquí llegamos a una cuestión que cada tanto vuelve como un boomerang del menú mediático. La baja de edad en la imputabilidad como única solución de los problemas de inseguridad.
Sería necesario, desde una perspectiva adulta y responsable, intentar trocar la idea de pibes y adolescentes peligrosos que construyen los medios de comunicación y un dominante sentido común represivo por la idea de niños y jóvenes en peligro. Mientras sigan existiendo brutales niveles de desigualdad y la carencia de un proyecto de vida, todos como sociedad estamos en peligro.
Pero siempre los pibes están por delante. Quienes asumimos el desafío de educar, sabemos que los adultos podemos padecer serios desamparos, pero nunca debemos anteponerlos a los de los propios pibes, nuestros alumnos, nuestros hijos. Ellos son siempre la clara expresión de lo que los adultos hemos hecho con ellos y somos siempre responsables por ellos y ante ellos. Vale entonces no confundir los tantos...
Soy docente y apuesto a que en nuestras aulas, pero también fuera de ellas, podamos generar reflexión y análisis crítico sobre los medios de comunicación. De esta manera, es probable que nos hagamos de una herramienta clave para promover prácticas educativas menos excluyentes y más plurales, así como un ejercicio de ciudadanía democrática.
En los modos de mirar, en la manera de expresar lo que vemos, ponemos en juego nuestras representaciones de los otros, de lo deseable, de lo repudiable, de cuánto los incluimos o si los estamos excluyendo. En nuestros modos de mirar a los más jóvenes es posible que exista el desafío de hacerles un lugar y darles confianza.
* Licenciado en Ciencias de la Educación, capacitador de docentes y directivos e Investigador del proyecto Ubacyt “Desigualdad, violencias y escuela: dimensiones de la socialización y la subjetivación” . Y coautor del libro Violencia escolar bajo sospecha, de Editorial Miño y Dávila.
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