Utilizan celulares que sus cómplices les arrojan desde la calle, junto con el dinero de los rescates y drogas. Eligen a sus víctimas al azar en la guía telefónica y cuentan con “cobradores” que se mueven por la ciudad en motos o taxis.
Ezequiel dice que en el patio que reciben a las visitas hay días que llueven pelotas de tenis. Pasar droga o teléfonos celulares a una cárcel de máxima seguridad resulta más fácil de lo que cualquiera podría imaginar: apenas se deben traspasar muros blancos de unos 15 metros de altura, con agentes del Servicio Penitenciario Federal que hacen guardia mirando a la calle y que, a veces, de tantas horas de trabajo, se quedan dormidos en las garitas. Ahí nomás, debajo de ellos, está la calle, y más atrás hay pasajes, donde suelen frenar a diario jóvenes en moto que toman carrera y lanzan teléfonos celulares como si fuesen jabalinas. Así de fácil ingresan lo que está prohibido a la Unidad 2 de Villa Devoto: en pelotas de tenis partidas, que luego atan con cinta adhesiva, viaja la droga, dinero y cualquier otro objeto que entre y sea de utilidad dentro del penal. Algunos teléfonos lo hacen en bolsas poco más grandes que esas pelotas.
“Desde acá llamamos a nuestros compañeros y les decimos los horarios en los que no hay nadie en el patio, vienen y nos tiran las pelotitas. Cada vez más presos tenemos teléfonos, pasa que cuando los guardias te los incautan, después te los venden ellos, y si no tenés plata los venden en otro pabellón. Como ellos saben que hacemos guita con esto, muchas veces nos piden un billete a cambio”, cuenta Ezequiel. Él lleva casi dos años en el penal. Fue trasladado desde la unidad de Marcos Paz, y con esos teléfonos celulares mantiene económicamente a su esposa y a su madre, haciendo desde adentro secuestros virtuales. Con los teléfonos también entran cargadores “tumberos”. Los presos en el pabellón de Ezequiel son 80, y más de la mitad tiene celulares que guardan en las cañerías cuando llega el horario de requisa.
Víctor tiene 24 años, está en libertad y es quien cobra los secuestros virtuales. La cita con él es en una confitería de Devoto, hasta donde viene a alcanzarles el dinero a los familiares de sus compañeros.
Su rutina diaria es levantarse temprano y esperar el llamado desde la cárcel. El primer dato que recibe es la característica telefónica de la zona en que se va a trabajar. Entonces, Víctor va en moto a un barrio y hace tiempo en una plaza o en un bar. Antes robaba autos y supermercados chinos, pero después del debut en los virtuales cambió de rubro.
“Antes ibas con fierros a un chino, y si caías, te ponen robo calificado y tenencia de arma de guerra y te tiran como mínimo cinco años. La causa de robo automotor es jodida y no se justifica por la plata que ganás, y con el tema de las alarmas satelitales está complicado venderlos. Con esto vas tranqui, sin armas, nadie se da cuenta que estás trabajando y hacés muchísima más guita”, relata.
Se estima que muchos damnificados no denuncian el secuestro virtual por vergüenza al notar que fueron engañados. Para el Código Penal el delito es una estafa y no una extorsión.
A partir del crimen del despachante de aduanas Facundo Azulay, ocurrido en febrero de 2005, el Ministerio de Seguridad y Justicia de la Nación decidió que quienes reciban llamadas de los teléfonos públicos ubicados en penitenciarias de todo el país sean advertidos mediante un mensaje de voz de una locutora. El caso Azulay comenzó como un secuestro virtual ideado desde el Complejo de Ezeiza, y cuando el despachante se acercó a pagar el falso secuestro, fue capturado. Allí comenzó otra negociación que derivó en el homicidio.
Los pibes que trabajan con Ezequiel son cuatro. Agarran la guía telefónica temprano , al azar eligen un nombre y marcan el número, siempre en una misma zona por cobrador. Lo hacen en el fondo del pabellón, poniendo unas frazadas sobre las rejas para evitar que los guardias los vean.
Ellos saben que lo más probable es que por cada 20 llamados, “pesquen” uno. Cuando pescan –generalmente personas mayores de edad a las que después de sacarle información de familiares le hablan de un accidente– lo llaman a Víctor, que al estar en el barrio y en moto no tardará más que unos pocos minutos en llegar a la dirección. Víctor llega y por teléfono describe la casa, mira que no haya policías y elije el lugar donde quiere que dejen el rescate.
Luego, desde la cárcel, vuelven a llamar al damnificado y le tiran datos de la casa y de la cuadra, cuestión de sostener la mentira. En la última comunicación le ordenan a la víctima donde debe dejar el dinero. Puede ser en un cantero, o en un tacho de basura, o en una bolsa arrojada desde un edificio. Entonces, Víctor pasa y se va con el botín en un bolsito como cualquier motoquero que trabaja en una mensajería.
Víctor se ríe cuando habla de las cartas pidiendo que “por favor no maten al secuestrado”, que vienen con la plata, y dice: “Si la gente se cree la del secuestro virtual y tiene tanto miedo, es por culpa de los noticieros que exageran todo. Así nos ayudan a nosotros.”
El rescate se divide en partes iguales. A veces tienen días buenos y otros regulares. Llegaron a cobrar hasta cuatro por día por cada cobrador. Además de Víctor, la banda de Ezequiel tiene taxistas, remiseros, y otros motoqueros trabajando afuera. Con esa plata pueden comprar drogas en los pabellones poblados por narcos peruanos, alcohol a los guardias y comida especial para no pasar hambre con la que brinda el Servicio Penitenciario.
Muchas veces también son engañados los familiares de los presos nuevos y deben pagar rescates con tarjetas telefónicas. Cuando ven que un recluso deja el teléfono público del pabellón, otros van y marcan el botón para remarcar. Allí dicen que lo tienen a su pariente secuestrado por haber “hecho las cosas mal en el pabellón”, y que si no quieren verlo muerto, deben mandarles tarjetas.
Otra manera de cobrar rescates en dólares y en euros son con las comunicaciones al exterior cuando ingresa un detenido por tráfico de drogas, las denominadas “mulas”. Desde Devoto llaman a los familiares o bandas narco para exigir dinero aprovechado que, al estar recién ingresados, los extranjeros no tienen forma de notificar a sus parientes del arresto. Los presos argentinos les ganan de mano, exigen el rescate que luego, en un muy buen día, cobrarán a través de Western Union.
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