domingo, 16 de enero de 2011

HASTA QUE NO QUEDE UN SOLO MURO










(APe).-El gobierno (socialista) de Giorgios Papandreu ha prometido levantar antes de abril una valla de acero de 12,5 kilómetros de largo, provista de cámaras infrarrojas y sensores de movimiento, en la frontera terrestre de Grecia con Turquía. El resto --una línea de casi 200 kilómetros trazada por el río Evro-- es patrullado día y noche por efectivos de Frontex (policía europea de fronteras) y por unidades especiales entrenadas en el dulce país de Platón y de las musas.



Pese a los recaudos, unos 128 mil indocumentados (entre hombres, mujeres y niños) ingresaron en 2010 a Grecia, país que ven como destino transitorio, en el viaje a su patria definitiva. La procedencia invariable de estos migrantes --que deberían ser tratados como refugiados-- es Iraq, Afganistán, Paquistán o Somalía. Curiosamente, se trata de escenarios en donde se libra la guerra de las fuerzas del bien contra el eje del mal (a esta altura, ya no sabemos si Hollywood escribe los libretos del Pentágono o es al revés).

Con notable hipocresía, organismos internacionales que no hace mucho consintieron esas guerras de agresión que causaron la emigración masiva y desesperada, hoy se sorprenden de la avalancha de ilegales que penetran las fronteras blandas del Imperio para avanzar luego hacia el corazón (un tanto extraviado) de la civilización accidental y cristiana.

Si el Primer Mundo --perdón por este reduccionismo-- no hubiera hecho imposible la vida en el Segundo y el Tercero, se hallaría hoy en una situación más aliviada.



Documentos de barbarie


Los primeros bárbaros, etimológicamente hablando, fueron aquellos pueblos balbuceantes de los extramuros de Atenas o de Roma, incapaces de hablar la lengua de la civilización (aunque las cumbres espirituales de esa civilización, acotemos, estuvieron siempre sostenidas por el trabajo esclavo de la humanidad balbuceante).

Durante las campañas militares del César, bárbaros eran aquellos pueblos conquistados y sometidos del norte de Europa y el Asia, los mismos que al desmembrarse el Imperio dieron origen a las primeras naciones de Occidente. Hasta en el mundo antiguo del Islam hubo bereberes (o bárbaros. Así llamaban a los árabes del norte de África, desde Egipto hasta Marruecos.

A grandes rasgos, podría decirse que el civilizado es aquél que menta y enuncia la civilización, mientras que el bárbaro representa, ni más ni menos, al Otro, al reverso mudo de la historia. Un filósofo frankfurtiano escribió alguna vez, certero, que no hay documento de civilización que no sea a la vez un documento de barbarie. Porque la barbarie no cuenta con registros propios. La barbarie no habla ni escribe. Sólo podemos oir su hondo suspiro como contracara, negada, del discurso del vencedor.



Náufragos de la guerra


Poco antes de terminar 2010, el naufragio de una embarcación precaria en el océano Indico, cerca de Isla Navidad, causó 27 muertos. Entre esos muertos había hombres, mujeres y niños. Al amanecer, tras una oscura noche de tormenta en la que se oían los gritos de los náufragos, los isleños descubrieron en la playa los cadáveres de aquellos infelices, todavía abrazados a los chalecos salvavidas.

Aunque dista 2.600 kilómetros de Australia, Isla Navidad es territorio australiano, y hoy se ha convertido en centro informal de detención de inmigrantes ilegales. Los sobrevivientes del mar esperan allí la llegada (que nunca se producirá) de los papeles otorgándoles el status de refugiados. Curiosamente, el origen de estos migrantes sin destino es el mismo de los que llegan a Turquía y Grecia. Todos están huyendo de la guerra y de las masacres. Postergan un tiempo su muerte, con alguna esperanza.

Australia, lo anunciaron ministros, ya está pensando en ampliar su filtro de refugiados hasta Timor oriental, para atajar allí a los bárbaros (perdón) antes de que lleguen a sus mares y sus playas.

A veinte años de la caída del Muro de Berlín, ya se han construido en el planeta más de treinta nuevos muros, para separar a los separatistas de los integrados, a los sin papeles de los legalizados, a los migrantes de los arraigados, a los bárbaros de los civilizados.

Entre los más extensos se cuentan el de Marruecos (2.500 kilómetros), el de la frontera sur norteamericana (1.600 kilómetros) y el que separa a Israel de los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania (721). Pero hay también
muros acuáticos, como los de Australia en el Indico; hay muros en el aire y en los aeropuertos (el de Rotterdam es el más importante) y hay muros invisibles.

Todos los años, decenas de miles de migrantes son asesinados, son accidentados en alta mar o bien desaparecen del mapa, de variadas formas. Tan sólo en la frontera del río Bravo (México-EEUU) la cuota anual es de 500 muertos, a muchos de los cuales ni siquiera se les concede la tierra para su sepultura.



Un solo mundo o ninguno


La construcción del muro de la vergüenza en la frontera con México le costó a Estados Unidos 3.000 millones de dólares. Y mantenerlo, en los próximos veinte años, le costará 6.500 millones. Sólo pensemos que con la mitad de esa inversión podrían erradicarse el hambre y la pobreza extrema en varios países de Centroamérica, ayudándolos a retener a sus jóvenes y a mejorar sus recursos humanos.

Ahora, extendamos la mirada a los treinta muros de la vergüenza que todavía se alzan en el mundo. Y también pensemos en los otros muros, en ésos que no se ven, en ésos que no salen en los diarios, ésos que matan en las sombras, ésos que matan en silencio.

“Un solo mundo o ninguno”, escribieron en una carta abierta los científicos nucleares, al fin de la segunda guerra mundial. Y su consigna fue adoptada por las flamantes Naciones Unidas. Hoy podríamos repetir, obsesivamente, aquella consigna, cerrando los ojos y apretando los puños, hasta que no quede un muro, un solo muro, dividiéndonos el horizonte.

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