viernes, 14 de enero de 2011

MIRANDO DORMIR A UNA MUJER


Por Juan Forn

En medio del acto sexual, un hombre repara en que le ha sacado unas gotas de sangre al pecho de su amada, no entiende cómo. Ella tampoco, cuando él se lo hace ver después del orgasmo: ni siquiera puede localizar el punto de donde salieron esas gotas de sangre. En la vida de ese hombre, esa joven terminará siendo únicamente ese momento: aquel en el que aprendió que los labios pueden, si son lo suficientemente suaves, sacar sangre del cuerpo amado sin que duela, más bien al contrario.


Si tuviera que elegir una escena que encarne el erotismo elegíaco en su máximo esplendor, sería ésta. Si digo que la escena es de Kawabata, parecerá que estoy diciendo que es ciento por ciento japonesa pero, para llegar a ese ciento por ciento de niponidad, Kawabata la completa así: el hombre que recuerda esa escena ya tiene 67 años, está en la cama con otra muchacha, la muchacha es virgen, está dormida y él ha pagado el doble de lo que pagaría para estar con una muchacha despierta (incluso con una virgen) porque en esa casa secreta, en el fondo oscuro de la noche japonesa, los viejos –que son tan viejos que ya no pueden ni satisfacer ni obtener satisfacción de una mujer en la cama– pagan por pasar la noche junto a una muchacha virgen dormida. El sueño es inducido por narcótico. Las muchachas están dormidas cuando el cliente entra en la habitación y siguen durmiendo cuando culmina su tiempo con ellas, con las primeras luces del amanecer. No se puede dormir dos veces con la misma muchacha. Nada de mal gusto puede hacérseles (el eufemismo es clásicamente japonés, pero se cumple a rajatabla, a la manera japonesa, por supuesto). Al despertar, la muchacha ignorará si el hombre con quien compartió la noche la abrazó, la besó o lamió o mordió o lloró sobre su cuerpo núbil, o simplemente yació a su lado sin tocarla, intoxicado de recuerdos, como el personaje de Kawabata.


Kawabata tenía sesenta años cuando escribió La Casa de las Bellas Durmientes. Pero cuando tenía treinta escribió País de nieve, donde hay un personaje que es un experto en ballet occidental, aunque jamás ha visto uno con sus propios ojos. No es una pose sino una concepción estética: prefiere contemplar el rostro de una joven que viaja en su vagón de tren a través del reflejo que ofrece la ventanilla, en lugar de mirarla directamente, porque de esa manera logra la distancia que le permite valorar la belleza sin sus “accidentes” (de ahí su negativa a asistir a funciones de ballet en vivo). En los días más fríos del año, este diletante de Tokio parte en tren a las montañas donde se hace la seda Chijimi: la seda Chijimi es hilada por jóvenes vírgenes en oscuros sótanos al rojo vivo, luego es puesta a secar sobre la nieve un día y una noche enteros, hasta que alcanza el punto de blancura que habrá de convertirla en la tela perfecta para kimonos de verano, porque su hilado “conserva como ningún otro el espíritu de la nieve”.


Antes de descubrir las termas de montaña y el espíritu de la nieve, cuando era un joven veinteañero, Kawabata acompañó un día a su amigo Akutagawa a elegir una prostituta por las calles de Asakusa, el famoso Sexto Distrito, conocido como la letrina de Tokio, porque allí convivían los marginales tradicionales que hacían nido en los alrededores de cada gran templo nipón y la “nueva promiscuidad” que generaba el culto a lo occidental en Japón. Detrás del templo Kanon, cuyos jardines daban al río, los callejones de Asakusa hervían de varietés, vendedores de pájaros, fabricantes de kimonos, viejos calígrafos, informantes de la policía, geishas impolutas y mendigas prostitutas. Asakusa ofrecía toda la gama concebible de diversiones y perversiones a la japonesa, y a imitación occidental. El joven Kawabata había pisado por primera vez Asakusa poco después de llegar a Tokio, a los dieciséis. Había visto morir a sus padres, luego a su única hermana, luego a su abuela y por fin al abuelo, que se lo llevó a vivir al campo. En uno de los mil cafés de Asakusa vio, rodeado de chicas hermosas, a Tanizaki (que era trece años mayor que él y ya disfrutaba de fama como escritor), y decidió qué quería ser en la vida.


Desde entonces vivía en el Sexto Distrito, razón por la cual le resultó de lo más normal acompañar a su compadre Akutagawa a elegir una prostituta. Lo que le sorprendió fue que su excéntrico amigo llevara el rostro maquillado de blanco, y más aún le sorprendió que ninguna prostituta quisiera irse con él, siendo un cliente altamente apreciado. Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un fantasma. Tres días después, el pronóstico se hizo realidad: Akutagawa había calculado cuidadosamente la dosis de veronal que ingirió, para que su cadáver luciera plácido; por eso en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que sus “mariposas de la noche” se fueran acostumbrando a verlo muerto.


Tanizaki diría años después que todos ellos querían escribir lujurioso, pero les salía elegíaco porque estaban hablando de un mundo que moría delante de sus ojos. Cuando dijo “todos” se refería en realidad a cuatro: Kawabata y Akutagawa y él y Kafu. Kafu era el preferido de los otros tres, quizá porque era el más disipado, quizá porque era al que menos le importaba escribir de los cuatro. Kafu se casó una vez, contra el consejo de sus amigos, con una geisha tan disipada como él. Era pleno invierno y no tenían ni para el fuego del caldero, así que se limitaron a permanecer abrazados, dándose calor uno al otro. “Cuando se rasgaba alguno de los paneles de papel de las puertas de nuestra habitación, lo cubríamos con las cartas que nos habíamos ocultado hasta entonces el uno al otro, y nos leíamos en voz alta los pasajes más escabrosos, mientras intentábamos que no se colara más frío en la habitación. Puedo dar fe de que ése es un placer que jamás conocerán los que tienen dinero.”


No sé exactamente qué estoy tratando de decir, pero lo poco que he logrado saber de las mujeres lo aprendí leyendo libros de ellos y mirándolas dormir a ellas.

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