domingo, 9 de enero de 2011

VIVIR Y ESCRIBIR



Su poemario Giribone 850 alude a la situación que vive desde 1986, cuando entró al 3º “D” de esa dirección, que estaba abandonado y sin terminar. Ya no se fue de allí. Silvia Jurovietzky debió superar prejuicios propios y ajenos. “Soy mejor gente desde que vivo acá. Y escribo mejor.”



Por Silvina Friera


La puerta de chapa verde está abierta las veinticuatro horas del día. No hay cerradura que resista las nervaduras de los sueños de las mujeres y hombres que llegaron con sus bártulos, sus hijos y mascotas, hasta el umbral del entonces abandonado Giribone 850. “Como quien baja a tierra de los barcos por una rampa finita”, metieron las manos en la obra para hacerse la casita propia. Si cada hora tiene un color que se borra para siempre, en este mediodía de enero, los rayos del sol subrayan los contrastes entre los volúmenes iluminados y ensombrecidos de esta cuadra del barrio de Colegiales. La fachada del edificio –los seis pisos– y el óxido de los balcones y algunas plantas que asoman con timidez estallan en una variedad inconmensurable de grises, marrones y verde musgo. “Estar acá me hizo un crac en la cabeza.” La frase sale de la boca de la imponente Silvia Jurovietzky, limpia de todo resentimiento, cuando recibe a Página/12. El mechón blanco que corona su cabeza se agita, despacio, al compás de los recuerdos de esta docente de la Universidad de Buenos Aires y del Centro Cultural Ricardo Rojas. “Okupa” o “usurpa” son palabras llenas de vocales cerradas y cargadas de prejuicios expansivos. Las escuchó y escucha desde aquel 8 de octubre de 1986, cuando aterrizó en el tercero “D” con sus hijos: Malena y Leonardo. Acá –veinte años después– escribió el poemario Giribone 850 (Bajo la Luna), que obtuvo el tercer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2008. Acá –dirá– se forjó la poeta.


Las paredes de la planta baja ya no están cubiertas de graffitis, como se revela en uno de los poemas. Una mano de reciente pintura blanca tapó lo que ahora perdura en las páginas de Giribone 850: “Sos boleta tucu”, “Te quiero Cintia mi amor”. El cartel –la foto que aparece al final del libro– sigue ahí: “Mejor vivir”, programa de Recuperación de la traza de la ex AU 3. Cada uno de los habitantes se choca con las letras de una promesa incumplida cuando sale a trabajar o a hacer las compras. En el tramo comprendido entre las calles Donado, Holmberg, avenida Congreso y avenida de los Incas (aunque en los hechos se extendió más allá de las coordenadas), la última dictadura militar proyectó la creación de una vía rápida que atravesaría toda la ciudad. Se expropiaron más de 800 viviendas. El proyecto quedó en la nada. Las casas y edificios vacíos fueron, poco a poco, habitados. “Venimos de la Capital / a la Capital para hacernos / la vivienda”, se planta la voz de la poeta al comienzo del poemario. El acento de Jurovietzky es aterciopelado, como si intentara suavizar la experiencia almacenada. “Ese es un verso que me importa –admite–, porque siempre se dice que son los inmigrantes los que vienen a la Capital, ¿no? Y se invisibiliza un problema de vivienda que afecta no sólo a las personas que vienen de las provincias, o de los países limítrofes, sino a los que nacimos en la Capital y tampoco tenemos vivienda.”


Durante siete años, entre fines de los ’70 y mediados de los ’80, alquiló una casita en Villa Pueyrredón, el barrio de su infancia. “Pero nos costaba muchísimo pagarla con quien era mi pareja en ese momento –recuerda–. Teníamos esa idea de que hay que tener la casa propia, estábamos viendo cómo entrar en un plan de vivienda. Un concejal radical nos dijo a un grupo de personas que andábamos dando vueltas que estaba este edificio vacío. Nos propuso entrar, trabajar y terminarlo, como una cooperativa de vivienda, con la promesa de que después nos adjudicarían los departamentos.”


–¿Cómo era este lugar cuando llegó?


–No había nada. Ni agua. Ni luz. Ni gas. Estaban las paredes, el concreto, la losa. No había puertas, ni ventanas. Al principio se trabajó muchísimo, todo el mundo hacía algo. Había familias uruguayas, bolivianas, paraguayas, y muchas personas del interior. Las puertas fueron lo primero que pusimos, porque cuando nos hacían juicios de desalojo nos decían que acá había “promiscuidad”.


La risa de la poeta destila tristeza después de pronunciar esa palabra que perfora el cuerpo. “Nosotros iniciamos juicio a la municipalidad para pedir pagar –explica–. Mucha gente dice: ‘Están, pero no pagan’. Cuando vos pedís pagar, te dicen que no podés porque no hay final de obra. Para que haya final de obra tiene que haber ascensores, tiene que estar todo en regla.” Las gestiones de Aníbal Ibarra y de Jorge Telerman en el Gobierno de la Ciudad trajeron un poco de alivio a los giribonenses, asediados por las amenazas de desalojos de los años ’90, cuando se formó el Instituto de la Vivienda (IVC). “Hubo un plan de autoconstrucción –repasa–. Te podías quedar en la misma vivienda, te daban la plata si querías volverte a tu provincia de origen, o tenías la opción de una cantidad de terrenos con un plan de autoconstrucción. La gente que tenía muchos hijos y el departamento le quedó chico, optó por irse. Cuando empezó, funcionaba bien. Ahora, desde la gestión de Macri, el IVC es un vacío absoluto.” El crédito que sistemáticamente otorga el gobierno nacional al IVC para concluir el edificio –revela–, se pierde en la burocracia de un organismo porteño que dejó de funcionar hace rato.


–¿Por qué vivir acá le hizo un crac en la cabeza?


–Yo entré con una cosa muy idealista a la cooperativa de vivienda para luchar por la casa propia. Sufrí mucho; pero al mismo tiempo se me desarmó la cabeza. Vengo de una familia de clase media empobrecida. Mi papá es ingeniero y trabajó en ferrocarriles del Estado. En mi familia siempre alquilaron hasta que heredaron un dinero de mi abuelo y mis padres se compraron la casa. Giribone me armó y desarmó. De hecho, mi pareja de entonces no quiso vivir más acá y huyó... En un momento nos quedamos muchas mujeres solas con los hijos. Siempre tuve claro que este departamento lo hice yo, que nosotros lo construimos, que es mío y de nadie más; es una sensación de arraigo, de que éste es mi lugar. Creo que así tendría que ser: que cada uno se construya su propia vivienda. Pero mi flanco débil es que tuve que desarmar cuestiones de clase que arrastraba.


–¿Cómo fue esa experiencia?


–Acá aprendí todo lo que no había aprendido antes. Volví a tener una conciencia de clase que no tenía, sin idealizar, en el sentido de que no es lo mismo la militancia en un partido político o en la facultad que militar en una cooperativa. Uno está acostumbrado a que se llega a la casa a descansar, a desconectarse, pero al principio no era así. Las puertas se abrían todo el tiempo: hay que hacer la célula, ir a lo del abogado... vivía en estado de urgencia. Después me fui dando cuenta de que esto era la vida –mi vida–, y que me hacía más fuerte. Me planté acá, me arraigué.


–En uno de los poemas se despliega esa fortaleza que fue adquiriendo cuando habla de “arrollarse en el centro de una misma pobreza”, aunque no se fuera “negrita ni cabeza”. ¿Qué tipo de identidad construyó acá?


–Hay una cuestión de fuerza, de centrarme y lograr una nueva identidad en este lugar, que no sé si se puede ver en la escritura. Yo tenía todas las marcas y los vicios de Filosofía y Letras, los fui desandando, con ayuda, por el camino. Giribone 850 es una escritura distinta a la lírica que yo manejaba. Necesité encontrar una voz más popular; hay un dialoguismo mayor donde entra más la cosa de la rima, de la música, del tango. Tardé mucho en poder escribir el libro, pero cuando encontré el tono se escribió de un tirón, en menos de un año. Tenía que dar con una voz que no tuviera piedad de mí misma, que no me pusiera en el lugar de pobrecita. Porque escucho todo el tiempo eso: “Ay, pobrecita, ¿cómo hacés para vivir ahí?”. Yo acá crecí... ¡pobrecitos son los que no tienen nada! Yo tengo muchas herramientas simbólicas; de hecho, el libro se convirtió en mi propiedad porque es la propiedad de la lengua que yo tengo. Hay muchas propiedades que uno quiere tener, ¿no? Hubo un momento muy duro, cuando estaba sola con los chicos, en que me di cuenta de que era pobre –reconoce–. Me quedaba plantada frente a las etiquetas de los productos en el supermercado, agarraba algo y decía: “No, esto no”. Me faltaba plata y daba clases desde las ocho menos veinte de la mañana hasta las ocho de la noche, de corrido. Nunca me faltó para comer, pero quería hacer los pisos del departamento y no podía. No era el momento; tenía que juntar la plata.


–El libro está atravesado por una voz un tanto arrabalera e irónica que se niega a asumir el papel de “okupa”, “usurpa”, que los otros le asignan.


–“Okupa” y “usurpa” son palabras que no las digo referidas a mí misma. Es como si estuviera tomando la voz de los demás, esos rótulos que rápidamente te ponen. Pero también es un gesto de pelea. Bueno, está bien, yo soy “okupa”. Entonces veo la cara de quien tengo enfrente que me mira asombrado porque no lo puede creer. Cuando no te consideran ese “otro”, pero te ponés el rótulo, hay un momento de desconcierto. Yo no me siento una “okupa” porque esto no era de nadie y hay gente que no tiene dónde vivir.


–Ese desconcierto se percibe en uno de los poemas, cuando aparece la pregunta que le deben seguir haciendo: “¿Cómo fue que vos entraste acá?”.


–Mis compañeras de la facultad me preguntaban eso; entonces les pedía que me contaran dónde vivían y cómo llegaron a esos lugares. “Mi papá me compró el departamento”, “Mi mamá me regaló la casa”, me decían. Con el sueldo docente yo no llegaba a comprarme una casa. El problema de la vivienda en la clase media se disimula o no se lo quiere ver. Es sorprendente el modo en que se olvida tan rápido de dónde venimos algunos. La mayoría somos hijos de inmigrantes que vivieron en conventillos, hacinados y apretados. Uno puede decir que tiene que haber una política planificada y que no se puede tener una vivienda en cualquier lugar; pero no sé qué pensaron mis padres con lo que pasó en Soldati.


–¿En serio no lo sabe?


–Delante de mí no se animan a hablar del tema, así que no sé sinceramente qué piensan, a pesar de que tienen una hija que les puede contar cómo fue toda esta historia. Ellos la vivieron. Me asombra cómo se niega este problema. Hay una idea muy arraigada: el que trabaja, tiene casa, que supongo vendrá de otra época en donde era cierto. Pero dejó de ser cierto hace mucho. Después de lo que pasó en Soldati, me sorprendió que no se discutiera la ley de alquileres. En Capital hay un uso de las viviendas como inversión; hay un boom de la construcción, pero muchísimos departamentos vacíos que la clase media los tiene como inversión. Pero nadie se mete con la ley de alquileres.


–Las tomas en Soldati y Lugano pusieron el tema en los medios; pero ahora que pasó el “impacto de la novedad”, el problema sigue estando, aunque se lo niegue. ¿Cómo explica esa negación?


–Tiene que ver con la idiosincrasia del porteño, porque en el Conurbano esto pasa todo el tiempo y no sale en los diarios. Ya que estamos discutiendo el país, y yo creo que hay un proyecto nacional distinto en este momento, me parece oportuno pensar otro tipo de ciudades y de polos industriales para que no haya tanta concentración. En la Argentina, desde el siglo XIX, hay un uso irracional de la tierra. Hace un par de años estuve en La Paz (Bolivia) y me contaron de un sistema de alquiler, que ahora no recuerdo cómo se llama. Se paga dos años por adelantado, se deposita en una cuenta, en un banco. Si a los dos años el inquilino se va, el dueño le tiene que devolver la plata depositada. Y es así porque el inquilino le dio un capital para que el dueño trabajara dos años. Si pudo usar bien ese capital, el dueño ganó dinero. Acá resulta inconcebible porque no hay propiedad más sagrada que la de la tierra. Es como si parte de la identidad de los argentinos pasara por la propiedad: “Nosotros somos nuestras casas”.


–En el libro se menciona la palabra “erudita” o “letrada” en un tono irónico hacia su persona. Pero, ¿por qué no aparece nunca la palabra “poeta”?


–Es cierto (piensa). Si hay una identidad que tardé en construir es la de la escritura. Hubo momentos en que Giribone casa se tragó todo lo otro; era tan fuerte que no había lugar para nada más. En la facultad era Silvia, la que escribe. Ahora soy Silvia, la poeta. El libro junto con la casa me ensambló. El trabajo de la escritura fue ensamblar los saberes de la alta cultura que traigo, para que no suenen pedantes –como si Giribone hubiera disuelto “civilización y barbarie”–, con algo de la oreja que no sabía que tenía. Pensé que mi oreja estaba puesta en otro lado y cuando empecé a escribir el poema con el que abro el libro, que parece como un juego de truco, apareció una voz popular que me venía no sé de dónde. Sentí que la lengua tenía un lugar mucho más antiguo que mi propia vida, como un barro que está ahí. Y empezó a darme cosas. No tengo ninguna duda de que soy mejor gente desde que vivo acá. Y que escribo mejor. Quizá me puedo llamar poeta después de Giribone. Si hay un deseo fuerte en este momento es el de la escritura; es como un umbral que estoy atravesando y que siempre está abierto. Como las puertas de Giribone.


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