Jorge Watts contó su experiencia de detención en El Vesubio en el libro Memoria del infierno. Qué sintió cuando condenaron a sus torturadores. Cómo vivió en el centro clandestino. Las cartas a su familia. La actualidad y la búsqueda permanente de justicia.
Por Raquel Roberti
El presidente del Tribunal Oral Federal Nº 4, Leopoldo Bruglia, no pudo ocultar su sorpresa cuando el primer testigo en la causa se acercó a su mesa, depositó un libro y le dijo: “Acá tiene la historia que puedo contar de El Vesubio”. El libro es Memoria del infierno (Peña Lillo y Ediciones Continente) y el autor, Jorge Watts, sobreviviente de ese centro clandestino de detención que funcionó en el cruce de Camino de Cintura y la Autopista Riccheri. A pesar de sus dichos, Watts prestó testimonio durante siete horas. “Era una situación propicia porque tenía los represores adelante, no sólo me traía recuerdos sino que me hacía ver una situación contrastante con lo que había pasado”, dice ahora este hombre que fue torturado, vio morir a su lado a otros detenidos y espera El Vesubio 2, juicio que ventilará la suerte de otras cien víctimas. Por ese centro, se estima, pasaron más de dos mil personas, entre ellas Haroldo Conti y Héctor Oesterheld. En su mayoría eran militantes de Montoneros y Vanguardia Comunista, organización en la participaba Watts cuando fue secuestrado. El 14 de julio de este año, el tribunal –integrado por Bruglia, José Gorini y Pablo Bertuzzi– condenó a perpetua al general Héctor Gamen y al coronel Hugo Pascarelli, mientras que a cinco ex miembros del Servicio Penitenciario a entre 18 y 22 años de prisión. El principal acusado, coronel Pedro Durán Sáenz, alias “Delta”, murió el 6 de junio sin haber pasado un solo día en prisión.“Lenta, limitada, parcial, pero la Justicia para algo sirve”, reflexiona Watts. A los 62 años, piensa en una novela alejada de su historia personal que piensa concretar cuando se jubile y vaya a vivir a Madariaga, al campo que regentea su hijo mayor, agrónomo de 40 años. “Una huerta, un lugar para la biblioteca y una piecita”, es todo lo que necesita. Mientras tanto, trabaja con su hijo menor, de 36 años, en una empresa de sistemas de calefacción y disfruta de sus tres nietos. Pero mantiene viva la memoria.–¿Qué sintió cuando escuchó las condenas?–Alivio, porque después de tanto tiempo, son los primeros condenados, pero van a ser juzgados por más casos. En este juicio se habló de 156 víctimas, pero calculamos que pasaron 2.500 compañeros por El Vesubio. Tenemos datos de 300 nada más, hay épocas donde hay tres o cuatro sobrevivientes, los pibes del Pellegrini o del Buenos Aires, y períodos que no sabemos nada porque no hay nadie que cuente.–¿Cómo recuperaron los datos de esos 300?–Investigamos a partir de lo poco que sabíamos, teníamos descripciones o lugares de trabajo. Por ejemplo, había una psicóloga que sabíamos trabajaba en el Hospital Posadas, pero no el nombre. Preguntamos y la identificamos por una foto que nos mandaron del Posadas, María Esther Goulecozián. Es un gran rompecabezas del que tenemos pocas piezas y sabemos que nunca vamos a tenerlas todas.–¿Eso genera impotencia, frustración?–Arrancamos sabiendo que era imposible lograr el total... Creo que toda esta información está en algún lado, nunca abandoné la esperanza de que algún día la vamos a tener. Hace más de treinta años que nos juntamos cada semana para ir haciendo de a poco y lo que podemos.–¿Se preguntó por qué lo dejaron vivo?–Me lo pregunto todos los días, pero no tengo idea, es una decisión de ellos. Tuve la suerte de que nadie contó lo que yo hacía. Como en todos los casos, me delató un compañero que había caído antes... Había sido compañero mío en la Facultad de Ingeniería y no sé por qué, sabía que trabajaba en Bagley. Lo llevaron para que me identificara. Pobre, después me pidió disculpas, pero estaba peor que yo y está desaparecido... Creo que los militares no sabían de mi militancia en Vanguardia Comunista y yo no dije nada, entonces pasé por un dirigente sindical. Había sido secretario de la rama computación de ATE. Pero era todo muy arbitrario y dependía de la época. Me llevaron en el ’78 y ese mismo año levantaron El Vesubio, creo que cuando me blanquearon decidieron matar a la mitad de los detenidos y soltar a la otra mitad.–¿Por qué cree eso?–Salimos unos 40 y éramos casi 80. Pero además, unos días antes de llevarme a la cárcel, me hicieron caminar en una especie de living grande. Me costaba mucho porque estaba encapuchado y uno de los ahora condenados me había sacado un pedazo de rodilla de una patada. El jefe del campo me decía: “Camine para allá, para acá, quédese de ese lado”. Los que quedamos en ese lado nos salvamos; a los del otro, los mataron.–¿Cómo se recuperó de esa experiencia?–No sé si me recuperé. Nunca fui a un psicólogo. Creo que lo más importante fue dar testimonio, trabajé con los organismos de derechos humanos y fundé la Asociación de ex Detenidos Desaparecidos. Di charlas en casi todo el país, explicando lo que me había pasado, un testimonio sentimental y político. Siempre dije que la dictadura fue cívico militar, y que Videla no puso a Martínez de Hoz en economía sino a la inversa.–La palabra fue el instrumento de cura...–Sí, me sirvió hablar y los muchos gestos de solidaridad que tuve en esos años.–¿Por ejemplo?–Cuando me secuestraron participaba de la cooperadora del colegio de mi hijo mayor; al año siguiente se eligieron nuevas autoridades y los padres me reeligieron como secretario a pesar de que estaba preso en La Plata. Esas actitudes solidarias levantan el ánimo. En ningún momento me sentí aislado, mientras estuve desaparecido, estábamos entre nosotros, tal es así que formamos un grupo que, en chiste, bautizamos “la banda de los cuatro”. Juntos salimos de El Vesubio, pasamos por Lanús, Monte Grande, La Plata, el Consejo de Guerra y luego la Justicia Federal. Hoy seguimos siendo amigos. Y en La Plata, que para nosotros era un Sheraton porque comíamos todos los días y teníamos patio, podíamos ver a la familia una vez por semana, eso también ayudó.–¿Por qué incluyó en Memorias... las cartas a su familia, algo tan íntimo ?–Porque hay cosas muy lindas. Hay una de dos o tres días antes de una Navidad en la que le cuento a mi hijo mi interpretación de Jesús y por qué lo mataron... para los milicos resubversiva, pero pasó. Las cartas muestran los límites de la comunicación y qué podíamos hacer bajo censura, tal es así que las primeras tienen dibujitos, pero después los prohibieron, quién sabe por qué.–Dibuja bien...–No, en esa época no tenía nada para hacer y seguramente alguno me enseñaba. Uno se escurre para el lado donde puede pasar. Recuerdo que en Uruguay habían prohibido a los presos recibir dibujos, sobre todo de pajaritos, y uno recibió una carta de su hija con un árbol lleno de redondelitos chiquitos; le preguntó si eran frutas, y la nena le dijo en voz bajita: “No, son los ojos de los pajaritos”. Esas cosas valen la pena.–¿Cuándo se enteró su esposa de su secuestro?–Casi de entrada. Me secuestraron un sábado al mediodía, pero antes habían ido a buscarme a lo de mis suegros y algunos amigos le avisaron a mi esposa, en realidad antes de que me secuestraran. Ella se rajó a la casa de una amiga, estuvo un tiempo sin saber nada. Pero cuando me llevaron a Monte Grande, la Bonaerense me ofreció sacar cartas si les pagaba, así logré avisarle que estaba vivo. No podíamos decir dónde estábamos, pero a los veinte días nos blanquearon. Y en La Plata alguien avisó a las familias porque al día siguiente aparecieron mi madre y mi esposa... ¡Se armó un revuelo! Finalmente me dejaron verlas diez minutos. Pero no eran cosas habituales. En octubre del ’78, cuando llegamos al penal, no había presos posteriores a marzo del ’76. Con nosotros intentaron hacer algo raro, eso de pasarnos por el Consejo de Guerra, acusados de violar la prohibición de actividad política, pero no les salió bien. Era todo tan burdo que se declaró incompetente y nos pasó a la Justicia Federal, que al día siguiente nos dejó en libertad.–Al salir de la cárcel, testimonió en juicios y participó de organismos de derechos humanos, ¿y la militancia política?–Antes era de Vanguardia Comunista, pero al salir decidí no tener más militancia política y sí en derechos humanos. Primero, porque no nos llevaron por pertenecer a un partido. Cada uno creía que tenía la mejor receta, pero los milicos dijeron “estos son todos iguales, todos adentro”. Y me daba lo mismo si eran mis compañeros de militancia o no, porque ahí había radicales, socialistas, peronistas. La única vez que nos sacaron al patio en El Vesubio, dos compañeros de Vanguardia me dijeron: “Vos vas a salir, tratá de contarlo”. No sé qué información tenían, pero traté de hacer lo que me pidieron.–En este momento de una democracia asentada, ¿tampoco le llama la atención?–Sí, pero no encuentro nada que me convenza. Si tuviera que decir algo, hoy soy oficialista, cosa rara porque nunca en mi vida lo fui. Nunca fui peronista ni coincido totalmente con lo que hace la Presidenta, pero me parece que es lo mejor que tuvimos en los últimos años. Es cierto. El ejército represor fue descabezado y con Nilda Garré ubicamos el predio de El Vesubio en el ’83, antes de que asumiera Alfonsín. En esa época ella trabajaba en el CELS y hoy es ministra de Seguridad. Las cosas cambiaron, pero no me atrae ningún partido.–¿Cómo era la vida en el Vesubio, podían hablar?–No teníamos nombre, sólo letra y número. Estábamos en lugares que definían como “cuchas”, cubículos de 1,60 por 80 centímetros, encadenados a unas argollas fijas en la pared. Eran para una persona, pero llegamos a estar de a dos y de a tres, encapuchados todo el tiempo. Después de varios días entendíamos que en algún momento podíamos hablar o levantarnos un poco la capucha. Pero te podían matar a palos, a un compañero lo mataron a patadas al lado mío, era delegado del Banco de Tokio, así que... bueno, en el juicio salieron muchas de estas cosas.–¿Conoció a todos los que estaban en El Vesubio?–Conocí a muchos, de Vanguardia éramos como cincuenta. Tuve oportunidad de hablar bastante con un cordobés, montonero, Marcos Ferreyra, el único que andaba sin capucha porque lo obligaban a limpiar; después lo liquidaron. Hace unos días vino a verme el hijo, que se llama igual y va a ser querellante en El Vesubio 2. Le pude contar muchas cosas del padre, eso me reafirma en que estoy haciendo algo que sirve. También vinieron a verme las hijas de Víctor, un compañero sindicalista desaparecido, y la madre les había dicho que se había ido con otra mina. Ernesto Semán, hijo de Elías, que estaba en la cucha vecina a la mía, sabe todo porque la madre le contó, pero todavía siente que el padre lo abandonó por la política. Al final una parte de la culpa se la llevan las víctimas, pero los próceres no existen, somos una mezcla de bronce y barro que difícilmente se mantenga estable. También tengo la contracara de esa historia: me encontré con las dos hijas de una militante montonera que mataron. Todos sabíamos de qué estábamos hablando, pero ni ellas ni yo queríamos decir que la madre se había quebrado. Al final, la más chica, que nació en El Vesubio y se la dieron a los abuelos, me dijo: “¿Lo que hizo mi mamá, no lo habrá hecho para que yo esté viva?”. Qué sé yo qué pudo pensar, elegir... Yo antes de que traigan a otro y le hagan lo mismo que a mí, prefiero que me maten para no alargar la cadena. Otra cosa que aprendí es que la resistencia no está en la organización en que se milita, está en la cabeza, pero no tengo el dedito para acusar a nadie.
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