El principio de acuerdo al que llegaron demócratas y republicanos apenas unas horas antes del límite legal que hubiera llevado a Estados Unidos a la cesación de pago, tiene varias aristas para resaltar.
Por Dante Palma.
Por un lado, parece sólo un signo más de la crisis profunda por la que atraviesan las grandes potencias capitalistas y que permite imaginar que el nuevo orden mundial liderado por gigantes como China, India y Brasil entre otros, está más cerca de lo que se imaginaba. Máxime si a esto le sumamos, por otro lado, que el conflicto por el límite de la deuda en Estados Unidos, y la implosión del Estado de bienestar en una Europa maniatada a la unidad monetaria, han sido enfrentados con recetas económicas, sociales y políticas que ya han demostrado sus costos y que apenas son capaces de extender la agonía.
¿Pero por qué algunos Estados deben tanto? La pregunta no parece tan tonta en la medida en que muchos economistas, quizás algo simplificadamente, nos dicen que en toda economía debe haber un equilibrio entre lo que ingresa y lo que se gasta.
Si bien las razones y los orígenes de las deudas varían según el peso, la capacidad y el rol que cada Estado ocupa en el mercado global, podría decirse que la dependencia en torno a la deuda en países como el nuestro es heredera de un proceso vertiginoso que comenzó allá por la década del 70 con lo que se conoce como la crisis del petróleo. Se trata del momento en que aparece con fuerza el capitalismo financiero y en el que los petrodólares inyectan liquidez al Mercado. Y cuando la plata sobra, nada mejor que prestarla (y cobrar intereses por ello). En América Latina esto fue acompañado por un plan de aniquilamiento de los procesos populares de gobiernos de izquierda y centroizquierda con el fin de implantar un esquema neoliberal que hiciera frente al desequilibrio en la balanza de pagos y al que, consideraban, un Estado maximalistamente bobo. El fin del cuento en 2001, después de una trama repetida de visitas periódicas de organismos de crédito internacional con sugerencias de recortes y recortes y recortes, ya lo conocemos todos.
También sabemos desde mucho tiempo atrás, que las colonizaciones contemporáneas ya no se hacen con las intervenciones militares de otrora sino a través de la dependencia económica con potencias estatales que se encuentran a merced de los requerimientos de los capitales transnacionales que obviamente se encuentran detrás de los organismos crediticios y de este último maravilloso invento: las calificadoras de riesgo, esto es, la forma travestida por la que el propio prestamista impone un interés antes de prestarnos dinero.
Ahora bien, existe, un intento de tener una mirada general de este proceso más allá de lo estrictamente económico y que gira en torno a la noción de “deuda”.
En esta línea, el filósofo francés Gilles Deleuze, en 1990, afirmaba que “los sujetos ya no están encerrados sino endeudados”, pero ¿qué quería significar con esto? Sin duda, se trata de mostrar el paso de una “sociedad disciplinaria” a lo que él llama una “sociedad de control”. En otras palabras, el siglo XVIII, XIX y en parte el XX se caracterizaron por la proliferación de instituciones que buscaban disciplinar al individuo. La escuela, la fábrica, el hospital, la cárcel, son construcciones para nada neutrales, sino al servicio de un sistema que busca generar cuerpos dóciles con espacios donde se restringe el movimiento y con horarios que cumplir. El obrero entra y sale a tal horario, tiene asignada una tarea en la máquina X que se encuentran en el pabellón Y. El niño tiene divididas las horas de clase, tiene un aula, un asiento y un espacio recreativo que debe cumplir so pena de castigo. Lo mismo sucede en el hospital y por sobre todo, en aquella institución emblemática que es la cárcel. ¿Pero acaso han desparecido estas instituciones hoy? Claro que no, pero han cambiado, dice Deleuze, al ritmo de esta nuevas formas de capitalismo que mencionábamos algunas líneas atrás. ¿Y cuál es el principal cambio? Que el control ya no tiene un afuera. En otras palabras, en las sociedades disciplinarias el control comenzaba y terminaba: el estudiante era estudiante durante 8 horas como el obrero era obrero durante lo que durase su jornada. Hoy en día, esos límites se han borrado. El estudiante es eterno, todo el tiempo está aprendiendo bajo el eufemismo de la actualización constante. Ser licenciado hoy no alcanza y la carrera es por tener cada vez más posgrados; incluso ni siquiera hace falta acudir al espacio de aprendizaje. Hoy hay cursos virtuales y chicos que aprenden desde cualquier lugar con una notebook y un programa que hace las veces de profesor aunque no puede evitar que los cálculos de matemática se mezclen con la visita a sitios pornográficos donde a veces 1 más 1 da más que 2. Lo mismo sucede con el hospital pues hoy en día la manipulación genética puede hacer que el tratamiento para determinada enfermedad no necesite de internación o de cuidados médicos constantes; incluso desde hace unos años en Estados Unidos una empresa fabrica microchips diminutos que se implantan debajo de la piel y que a través de un escáner permiten el acceso a la historia clínica del paciente. El caso de la cárcel parece más complejo pero no lo es. En esta línea, Deleuze piensa en las pulseras electrónicas que se le adjudican a un externado de manera tal que desde una central se puedan monitorear sus movimientos. Pero ni siquiera hace falta irse a tal extremo. Al fin de cuentas, todos, voluntariamente, elegimos tener celulares que permiten localizarnos aún cuando esto suponga el riesgo de que nos descubran encima de la esposa del jefe. Este tipo de transformaciones, Deleuze las sintetiza en lo que llama “el paso de la fábrica a la empresa” pues la lógica empresarial lo ha invadido todo: ya no espacios precisos ni tareas específicas como la había en las fábricas; lo que caracteriza a la actualidad es la movilidad vertiginosa, el cambio y no la quietud y la estabilidad del que realizaba mecánicamente la misma tarea. De hecho, el trabajo hoy día no es por franja horaria sino por objetivo y ya no hace falta asistir al espacio del empleador. Puede quedarse uno en la casa con el celular abierto y así tener la libertad de poder ser molestado las 24 horas y de no parar hasta cumplir con la obligación asignada.
Esta lógica empresarial es la que nos devuelve a la clave de la deuda porque el nuevo capitalismo ya no se enfoca en la producción y la adquisición de bienes sino en el ofrecimiento de servicios y lo que identifica a un sujeto es la posibilidad de acceder al crédito para consumir. En esta línea, tomando el modo en que las sociedades de control se reconfiguran en el mundo de la virtualidad de Internet, Paula Sibilia, nos recuerda aquella publicidad en la que un conjunto de personas hacía cola en migraciones y el slogan rezaba algo así como: “Con Mastercard no hace falta Visa”. Más allá del juego de palabras, esto muestra que, de hecho, muchas veces nuestro pasaporte no es importante sino que lo que importa es más bien la posibilidad de demostrar a través de una tarjeta de crédito nuestra capacidad de consumo. Así, nuestra identidad no la define la pertenencia a un Estado-nación sino el límite de consumo, la calificación que ha hecho la empresa y que nos hace disponer de un monto para gastar. De este modo son más importantes las categorías pensadas desde la lógica del consumo de los perfiles de usuario de páginas web, que el lugar de pertenencia máxime en un mundo donde con el número de tarjeta de crédito se puede adquirir un producto en cualquier lugar del mundo. La paradoja es que este mundo de libertad de consumo es el mundo en el cual el control se ejerce más allá de un encierro. Estamos controlados porque nuestro acceso al crédito es nuestro acceso a estar endeudados y a tener que rendir cuentas a nuestro acreedor. En Estados Unidos, la deuda hace que el gobierno de Obama ceda ante las presiones de las grandes corporaciones económicas que, encarnadas en los legisladores republicanos, tienen la desfachatez de defender públicamente que el recorte de los gastos debe hacerse a expensas de los planes sociales y no a través de un aumento en los impuestos de los que más tienen. En Argentina, aquella gran negociación que logró un 75% de quita de deuda y el plan de pagos que hoy hace que el país deba menos del 50% del PBI es lo que permitió una relativa independencia para generar políticas públicas a contramano del ideario de esas grandes corporaciones. A la luz de lo que se ve a lo largo del mundo, no parece poco
¿Pero por qué algunos Estados deben tanto? La pregunta no parece tan tonta en la medida en que muchos economistas, quizás algo simplificadamente, nos dicen que en toda economía debe haber un equilibrio entre lo que ingresa y lo que se gasta.
Si bien las razones y los orígenes de las deudas varían según el peso, la capacidad y el rol que cada Estado ocupa en el mercado global, podría decirse que la dependencia en torno a la deuda en países como el nuestro es heredera de un proceso vertiginoso que comenzó allá por la década del 70 con lo que se conoce como la crisis del petróleo. Se trata del momento en que aparece con fuerza el capitalismo financiero y en el que los petrodólares inyectan liquidez al Mercado. Y cuando la plata sobra, nada mejor que prestarla (y cobrar intereses por ello). En América Latina esto fue acompañado por un plan de aniquilamiento de los procesos populares de gobiernos de izquierda y centroizquierda con el fin de implantar un esquema neoliberal que hiciera frente al desequilibrio en la balanza de pagos y al que, consideraban, un Estado maximalistamente bobo. El fin del cuento en 2001, después de una trama repetida de visitas periódicas de organismos de crédito internacional con sugerencias de recortes y recortes y recortes, ya lo conocemos todos.
También sabemos desde mucho tiempo atrás, que las colonizaciones contemporáneas ya no se hacen con las intervenciones militares de otrora sino a través de la dependencia económica con potencias estatales que se encuentran a merced de los requerimientos de los capitales transnacionales que obviamente se encuentran detrás de los organismos crediticios y de este último maravilloso invento: las calificadoras de riesgo, esto es, la forma travestida por la que el propio prestamista impone un interés antes de prestarnos dinero.
Ahora bien, existe, un intento de tener una mirada general de este proceso más allá de lo estrictamente económico y que gira en torno a la noción de “deuda”.
En esta línea, el filósofo francés Gilles Deleuze, en 1990, afirmaba que “los sujetos ya no están encerrados sino endeudados”, pero ¿qué quería significar con esto? Sin duda, se trata de mostrar el paso de una “sociedad disciplinaria” a lo que él llama una “sociedad de control”. En otras palabras, el siglo XVIII, XIX y en parte el XX se caracterizaron por la proliferación de instituciones que buscaban disciplinar al individuo. La escuela, la fábrica, el hospital, la cárcel, son construcciones para nada neutrales, sino al servicio de un sistema que busca generar cuerpos dóciles con espacios donde se restringe el movimiento y con horarios que cumplir. El obrero entra y sale a tal horario, tiene asignada una tarea en la máquina X que se encuentran en el pabellón Y. El niño tiene divididas las horas de clase, tiene un aula, un asiento y un espacio recreativo que debe cumplir so pena de castigo. Lo mismo sucede en el hospital y por sobre todo, en aquella institución emblemática que es la cárcel. ¿Pero acaso han desparecido estas instituciones hoy? Claro que no, pero han cambiado, dice Deleuze, al ritmo de esta nuevas formas de capitalismo que mencionábamos algunas líneas atrás. ¿Y cuál es el principal cambio? Que el control ya no tiene un afuera. En otras palabras, en las sociedades disciplinarias el control comenzaba y terminaba: el estudiante era estudiante durante 8 horas como el obrero era obrero durante lo que durase su jornada. Hoy en día, esos límites se han borrado. El estudiante es eterno, todo el tiempo está aprendiendo bajo el eufemismo de la actualización constante. Ser licenciado hoy no alcanza y la carrera es por tener cada vez más posgrados; incluso ni siquiera hace falta acudir al espacio de aprendizaje. Hoy hay cursos virtuales y chicos que aprenden desde cualquier lugar con una notebook y un programa que hace las veces de profesor aunque no puede evitar que los cálculos de matemática se mezclen con la visita a sitios pornográficos donde a veces 1 más 1 da más que 2. Lo mismo sucede con el hospital pues hoy en día la manipulación genética puede hacer que el tratamiento para determinada enfermedad no necesite de internación o de cuidados médicos constantes; incluso desde hace unos años en Estados Unidos una empresa fabrica microchips diminutos que se implantan debajo de la piel y que a través de un escáner permiten el acceso a la historia clínica del paciente. El caso de la cárcel parece más complejo pero no lo es. En esta línea, Deleuze piensa en las pulseras electrónicas que se le adjudican a un externado de manera tal que desde una central se puedan monitorear sus movimientos. Pero ni siquiera hace falta irse a tal extremo. Al fin de cuentas, todos, voluntariamente, elegimos tener celulares que permiten localizarnos aún cuando esto suponga el riesgo de que nos descubran encima de la esposa del jefe. Este tipo de transformaciones, Deleuze las sintetiza en lo que llama “el paso de la fábrica a la empresa” pues la lógica empresarial lo ha invadido todo: ya no espacios precisos ni tareas específicas como la había en las fábricas; lo que caracteriza a la actualidad es la movilidad vertiginosa, el cambio y no la quietud y la estabilidad del que realizaba mecánicamente la misma tarea. De hecho, el trabajo hoy día no es por franja horaria sino por objetivo y ya no hace falta asistir al espacio del empleador. Puede quedarse uno en la casa con el celular abierto y así tener la libertad de poder ser molestado las 24 horas y de no parar hasta cumplir con la obligación asignada.
Esta lógica empresarial es la que nos devuelve a la clave de la deuda porque el nuevo capitalismo ya no se enfoca en la producción y la adquisición de bienes sino en el ofrecimiento de servicios y lo que identifica a un sujeto es la posibilidad de acceder al crédito para consumir. En esta línea, tomando el modo en que las sociedades de control se reconfiguran en el mundo de la virtualidad de Internet, Paula Sibilia, nos recuerda aquella publicidad en la que un conjunto de personas hacía cola en migraciones y el slogan rezaba algo así como: “Con Mastercard no hace falta Visa”. Más allá del juego de palabras, esto muestra que, de hecho, muchas veces nuestro pasaporte no es importante sino que lo que importa es más bien la posibilidad de demostrar a través de una tarjeta de crédito nuestra capacidad de consumo. Así, nuestra identidad no la define la pertenencia a un Estado-nación sino el límite de consumo, la calificación que ha hecho la empresa y que nos hace disponer de un monto para gastar. De este modo son más importantes las categorías pensadas desde la lógica del consumo de los perfiles de usuario de páginas web, que el lugar de pertenencia máxime en un mundo donde con el número de tarjeta de crédito se puede adquirir un producto en cualquier lugar del mundo. La paradoja es que este mundo de libertad de consumo es el mundo en el cual el control se ejerce más allá de un encierro. Estamos controlados porque nuestro acceso al crédito es nuestro acceso a estar endeudados y a tener que rendir cuentas a nuestro acreedor. En Estados Unidos, la deuda hace que el gobierno de Obama ceda ante las presiones de las grandes corporaciones económicas que, encarnadas en los legisladores republicanos, tienen la desfachatez de defender públicamente que el recorte de los gastos debe hacerse a expensas de los planes sociales y no a través de un aumento en los impuestos de los que más tienen. En Argentina, aquella gran negociación que logró un 75% de quita de deuda y el plan de pagos que hoy hace que el país deba menos del 50% del PBI es lo que permitió una relativa independencia para generar políticas públicas a contramano del ideario de esas grandes corporaciones. A la luz de lo que se ve a lo largo del mundo, no parece poco
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