El ex cantante de Los Caballeros de la Quema, Ivan Noble, transmuta soledad por melodía en su nuevo álbum, un trabajo melancólico que esquiva la tragedia. En esta entrevista habla sobre su forma de hacer canciones, sus lecturas, el “aguante” y las relaciones en tiempos de Internet.
Por Facundo García
Por Facundo García
El whisky se deja añejar en barriles de roble. Más tarde, cuando el líquido pasa a las botellas, hay una parte del contenido que ya no está. La explicación científica sostiene que esa fracción es la que se evapora o es absorbida por la madera. Los whiskeros de vuelo poético, en cambio, afirman que ésa es la reserva que reclama el cielo para sí. O La parte de los ángeles, que es también el nombre del nuevo disco de Iván Noble; una placa melancólica que esquiva la tragedia y que tiene en el centro a un hombre en carne viva que transmuta soledad por melodía.
–A pesar de que cada tanto se habla de editar sus discos en otros países, sus canciones siguen sonando muy argentinas...
–Es interesante, porque a mí el nacionalismo me tiene sin cuidado. Igual admito que no me gusta escribir en un español “neutro”. Cuando escucho radios de fórmula –bueno, en realidad, hoy todas las radios comerciales son “de fórmula”–, enseguida noto que se busca “el latinazgo”. No me siento para nada en eso. No sé cómo se trasladará a la música mi opinión, porque escuché mucho rock argentino, pero sin dejar de lado lo de afuera. Digamos que busco que mis canciones transmitan las coordenadas de tiempo y de lugar en que nacieron. No me sale ni puedo ser Larralde. Eso sí: reconozco mi identidad y no la niego, ni la disfrazo.
–¿Siempre tuvieron ese registro medio lunfardesco sus canciones?
–Qué sé yo. Mis primeros poemas eran horrorosos.
–¿Hablaban de amor?
–Maso. Ya en la época de Caballeros, de cada diez letras, a lo mejor había una sola sobre amor. Hablábamos más de temas sociales, no sólo por la época del país, sino por mi momento personal. Después de los 40, tengo la impresión de que uno se pone más introvertido y hace canciones que son como autopsias. Tal vez en las bandas de rock es diferente, uno tiende a ser fotográfico y hace pequeños retratos de lo que se da en un barrio o en un grupo. Yo, a la larga, sentí ganas de referirme a lo que mejor conozco, que es de la piel para adentro. Puede llegar a ser difícil, porque atreverte a ser “hombre rana” de vos mismo te puede llevar a encontrar bastante dolor allá abajo, en el fondo.
–¿Y por qué lo hace? ¿Para perdonarse por algo?
–No sé si para perdonarme. Como exorcismo, para ahuyentar demonios.
–No obstante, el disco se llama La parte de los ángeles.
–Sí. Pero no olvidemos que los demonios no son más que ángeles caídos...
–Otra de las marcas de su obra es la búsqueda del relato, algo no muy corriente en una era de escuchas distraídas. “El chico de los mandados”, por ejemplo, se inicia con una escena casi fílmica.
–Me inspiré en las road movies. Esto no es sencillo de contar: no es fácil que te salga “Pedro Navaja” así porque sí. De todos modos, es lo que hacen mis ídolos. Bob Dylan, Tom Waits y Tom Petty saben narrar y componer climas. Uno los sigue como mejor le sale y cuando encuentra un poquito de eso, trata de sostenerlo.
–En el disco menciona a Tolstoi y a autores no tan célebres, como el mendocino Antonio Di Benedetto. ¿Es la lectura otra de sus fuentes creativas?
–Leo mucho. Bah, en comparación con (el escritor) Fabián Casas, no leo nada. Pero leo. Mantengo el hábito, e incluso me he propuesto retomar los clásicos, esos libros largos y buenos de no sé cuántas páginas, para ver si todavía me les animo.
–¿Con qué está ahora?
–Ana Karenina, de Tolstoi. Estuve calculando cuántos años más tendré de vida útil para leer. Pongamos que me queden treinta. Si es así, tengo que seleccionar muy bien mis libros, porque no serán tantos. Lo lindo es que, por otra parte, tengo muchos amigos y casi ninguno lee.
–Lógico. En sus canciones hay un cruce entre la palabra conversada y la escrita.
–No soy un ratón de biblioteca. Estudié Sociología cuatro años y salí corriendo. No obstante, hay grandes tradiciones en esto de juntar el mundo letrado con el otro. Una es el tango, que dio origen a la lírica más grande del cancionero argentino. Abordás a Homero Manzi, por ejemplo, y encontrás a un poeta que conocía bien a Shakespeare y a la vez era boxeador. La mezcla de la calle con el liceo, ¿no? Hay que tener esa apertura. El error está en creer que la formación debe pasar exclusivamente por Boedo o por Florida.
–O por “el aguante”, ese valor tan preciado en el rock posterior a los ’90.
–Una vez le preguntaron a David Viñas, un tipo a quien admiro mucho, para quién escribía. El respondió que no sabía exactamente para quién, pero sí para quién no. “No escribo para los bien pensantes ni para los populistas”, contestó. Me parece rescatable eso, porque si te quedás en la intelligentzia, cualquier acto que signifique embarrarse las manos te va a espantar. Y si seguís a cierto linaje que le hizo mucho mal al rock, si sólo confiás en el instinto, en la cosa callejera y en el poder simbólico de la esquina y el aguante, despreciando a lo letrado, te vas a perder la mitad. El rock argentino no era así. Moris, Spinetta y Charly son tipos curiosos, que ven películas, leyeron a Artaud...
–Esa visión meramente “callejera” de la esquina es irreal. Porque hay filósofos y hay borrachos, pero en cualquier cordón se encuentran borrachos que simultáneamente son filósofos...
–Es lo que interpretaron Arthur Miller, Bukowski y otro de mis preferidos, Chuck Palahniuk.
–Cuesta asociar a cualquiera de esos tres con las rutinas de hoy. Incluso el más contemporáneo, Palahniuk, apela al cuerpo como refugio de lo real frente a un mercado donde pululan las emociones de diseño. ¿Cómo afecta a los artistas esta época de redes sociales y conexión full time?
–Vivimos épocas de cobardías virtuales. Esa mezcla de anonimato, resentimiento, horas libres y mala leche conduce a una forma de comunicarse que puede ser muy agresiva. La red, además, ha reemplazado al matón de pizzería por el barderito con mouse. Siempre me acuerdo de una anécdota que contaban sobre Humphrey Bogart. Porque todo el mundo quiere relatar a sus amigos “aquello que le dije una noche a alguien que era más o menos conocido”. Resulta que estaba Bogart en un bar y se le apareció un tipo que le empezó a gritar: “¿Así que vos sos el duro de las películas? ¡Pero si sos un enano!”. Bogart lo miraba, callado. Y el chabón dale que dale. Hasta que Bogart –que estaba tomando un trago en la barra– agarró su vaso, le pegó un mordiscón al vidrio y se puso a masticar los pedazos en silencio. Con la boca sangrando, le pasó lo que quedaba del vaso al otro, al provocador. “Es tu turno”, le dijo. Con Internet, esa situación no se habría resuelto así.
–¿Cómo se habría resuelto?
–Ni idea. Cada vez creo más en que los seres humanos se dividen entre los que hacen y los que no. Sinceramente, a veces escucho viejos discos míos y hay cosas que no me gustan. Me dedico a esto porque me salió, medio de carambola, y a esta altura es lo que sé hacer. Pero sigo intentando más allá de la mirada ajena. Aparte hay otra novedad, mucho más positiva que la del bardeo tecnológico. Cuando yo empecé a cantar en Caballeros, los pibes y las pibas te daban cartitas de papel para agradecerte canciones. Ahora, con Twitter o Facebook, recibís ese aliento todos los días. En general opto por no responder, como mecanismo para no tomarme demasiado en serio –es mi antídoto contra las miserias de esta profesión, donde hay artistas convencidos de estar afeitándole los sobacos a Dios–; pero leo esos mensajes y me conmueven.
–¿Cómo ve la creciente politización de los músicos?
–Los referentes tienen que intervenir. Sus palabras, obviamente, no deben ser palabra santa ni ubicarlos en el rol de opinólogos. Por otro lado, hay que tener formación para meterse al debate, porque de lo contrario te comen crudo. Te agarra un tipo que detestás ideológicamente, pero es vivo y te da vuelta como una media. A casi cualquier músico de rock le ponés a Jorge Asís enfrente y Asís lo destruye en medio segundo.
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–A pesar de que cada tanto se habla de editar sus discos en otros países, sus canciones siguen sonando muy argentinas...
–Es interesante, porque a mí el nacionalismo me tiene sin cuidado. Igual admito que no me gusta escribir en un español “neutro”. Cuando escucho radios de fórmula –bueno, en realidad, hoy todas las radios comerciales son “de fórmula”–, enseguida noto que se busca “el latinazgo”. No me siento para nada en eso. No sé cómo se trasladará a la música mi opinión, porque escuché mucho rock argentino, pero sin dejar de lado lo de afuera. Digamos que busco que mis canciones transmitan las coordenadas de tiempo y de lugar en que nacieron. No me sale ni puedo ser Larralde. Eso sí: reconozco mi identidad y no la niego, ni la disfrazo.
–¿Siempre tuvieron ese registro medio lunfardesco sus canciones?
–Qué sé yo. Mis primeros poemas eran horrorosos.
–¿Hablaban de amor?
–Maso. Ya en la época de Caballeros, de cada diez letras, a lo mejor había una sola sobre amor. Hablábamos más de temas sociales, no sólo por la época del país, sino por mi momento personal. Después de los 40, tengo la impresión de que uno se pone más introvertido y hace canciones que son como autopsias. Tal vez en las bandas de rock es diferente, uno tiende a ser fotográfico y hace pequeños retratos de lo que se da en un barrio o en un grupo. Yo, a la larga, sentí ganas de referirme a lo que mejor conozco, que es de la piel para adentro. Puede llegar a ser difícil, porque atreverte a ser “hombre rana” de vos mismo te puede llevar a encontrar bastante dolor allá abajo, en el fondo.
–¿Y por qué lo hace? ¿Para perdonarse por algo?
–No sé si para perdonarme. Como exorcismo, para ahuyentar demonios.
–No obstante, el disco se llama La parte de los ángeles.
–Sí. Pero no olvidemos que los demonios no son más que ángeles caídos...
–Otra de las marcas de su obra es la búsqueda del relato, algo no muy corriente en una era de escuchas distraídas. “El chico de los mandados”, por ejemplo, se inicia con una escena casi fílmica.
–Me inspiré en las road movies. Esto no es sencillo de contar: no es fácil que te salga “Pedro Navaja” así porque sí. De todos modos, es lo que hacen mis ídolos. Bob Dylan, Tom Waits y Tom Petty saben narrar y componer climas. Uno los sigue como mejor le sale y cuando encuentra un poquito de eso, trata de sostenerlo.
–En el disco menciona a Tolstoi y a autores no tan célebres, como el mendocino Antonio Di Benedetto. ¿Es la lectura otra de sus fuentes creativas?
–Leo mucho. Bah, en comparación con (el escritor) Fabián Casas, no leo nada. Pero leo. Mantengo el hábito, e incluso me he propuesto retomar los clásicos, esos libros largos y buenos de no sé cuántas páginas, para ver si todavía me les animo.
–¿Con qué está ahora?
–Ana Karenina, de Tolstoi. Estuve calculando cuántos años más tendré de vida útil para leer. Pongamos que me queden treinta. Si es así, tengo que seleccionar muy bien mis libros, porque no serán tantos. Lo lindo es que, por otra parte, tengo muchos amigos y casi ninguno lee.
–Lógico. En sus canciones hay un cruce entre la palabra conversada y la escrita.
–No soy un ratón de biblioteca. Estudié Sociología cuatro años y salí corriendo. No obstante, hay grandes tradiciones en esto de juntar el mundo letrado con el otro. Una es el tango, que dio origen a la lírica más grande del cancionero argentino. Abordás a Homero Manzi, por ejemplo, y encontrás a un poeta que conocía bien a Shakespeare y a la vez era boxeador. La mezcla de la calle con el liceo, ¿no? Hay que tener esa apertura. El error está en creer que la formación debe pasar exclusivamente por Boedo o por Florida.
–O por “el aguante”, ese valor tan preciado en el rock posterior a los ’90.
–Una vez le preguntaron a David Viñas, un tipo a quien admiro mucho, para quién escribía. El respondió que no sabía exactamente para quién, pero sí para quién no. “No escribo para los bien pensantes ni para los populistas”, contestó. Me parece rescatable eso, porque si te quedás en la intelligentzia, cualquier acto que signifique embarrarse las manos te va a espantar. Y si seguís a cierto linaje que le hizo mucho mal al rock, si sólo confiás en el instinto, en la cosa callejera y en el poder simbólico de la esquina y el aguante, despreciando a lo letrado, te vas a perder la mitad. El rock argentino no era así. Moris, Spinetta y Charly son tipos curiosos, que ven películas, leyeron a Artaud...
–Esa visión meramente “callejera” de la esquina es irreal. Porque hay filósofos y hay borrachos, pero en cualquier cordón se encuentran borrachos que simultáneamente son filósofos...
–Es lo que interpretaron Arthur Miller, Bukowski y otro de mis preferidos, Chuck Palahniuk.
–Cuesta asociar a cualquiera de esos tres con las rutinas de hoy. Incluso el más contemporáneo, Palahniuk, apela al cuerpo como refugio de lo real frente a un mercado donde pululan las emociones de diseño. ¿Cómo afecta a los artistas esta época de redes sociales y conexión full time?
–Vivimos épocas de cobardías virtuales. Esa mezcla de anonimato, resentimiento, horas libres y mala leche conduce a una forma de comunicarse que puede ser muy agresiva. La red, además, ha reemplazado al matón de pizzería por el barderito con mouse. Siempre me acuerdo de una anécdota que contaban sobre Humphrey Bogart. Porque todo el mundo quiere relatar a sus amigos “aquello que le dije una noche a alguien que era más o menos conocido”. Resulta que estaba Bogart en un bar y se le apareció un tipo que le empezó a gritar: “¿Así que vos sos el duro de las películas? ¡Pero si sos un enano!”. Bogart lo miraba, callado. Y el chabón dale que dale. Hasta que Bogart –que estaba tomando un trago en la barra– agarró su vaso, le pegó un mordiscón al vidrio y se puso a masticar los pedazos en silencio. Con la boca sangrando, le pasó lo que quedaba del vaso al otro, al provocador. “Es tu turno”, le dijo. Con Internet, esa situación no se habría resuelto así.
–¿Cómo se habría resuelto?
–Ni idea. Cada vez creo más en que los seres humanos se dividen entre los que hacen y los que no. Sinceramente, a veces escucho viejos discos míos y hay cosas que no me gustan. Me dedico a esto porque me salió, medio de carambola, y a esta altura es lo que sé hacer. Pero sigo intentando más allá de la mirada ajena. Aparte hay otra novedad, mucho más positiva que la del bardeo tecnológico. Cuando yo empecé a cantar en Caballeros, los pibes y las pibas te daban cartitas de papel para agradecerte canciones. Ahora, con Twitter o Facebook, recibís ese aliento todos los días. En general opto por no responder, como mecanismo para no tomarme demasiado en serio –es mi antídoto contra las miserias de esta profesión, donde hay artistas convencidos de estar afeitándole los sobacos a Dios–; pero leo esos mensajes y me conmueven.
–¿Cómo ve la creciente politización de los músicos?
–Los referentes tienen que intervenir. Sus palabras, obviamente, no deben ser palabra santa ni ubicarlos en el rol de opinólogos. Por otro lado, hay que tener formación para meterse al debate, porque de lo contrario te comen crudo. Te agarra un tipo que detestás ideológicamente, pero es vivo y te da vuelta como una media. A casi cualquier músico de rock le ponés a Jorge Asís enfrente y Asís lo destruye en medio segundo.
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