No empezó en París pero allí tuvo su centro y su principal derrota. La rebelión juvenil mundial de 1968 dejó una marca en la cultura. Fue una revolución contra el autoritarismo y las costumbres, con objetivos distintos y con diversos resultados: en países como Polonia, por ejemplo, significó el comienzo de movimientos que produjeron luego la caída de los soviets. En su conjunto, situó de nuevo al hombre frente a los desafíos que enfrenta su libertad. Sobre este fenómeno escriben aquí el ex líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit, el filósofo Slavoj Zizek y los escritores Paul Auster, Juan Villoro, Horacio Tarcus y Nicolás Casullo, entre otros.
Por: Josep Ramoneda
El 68 fue en diversos lugares del mundo un año de "efervescencia revolucionaria". La expresión es de Claude Lefort y me parece que define mucho mejor la realidad de los hechos que la palabra revolución. Ni en Berkeley ni en Tokio ni en Roma ni en Berlín ni en París ni en Varsovia ni en México, por citar los principales escenarios de aquella movida, estuvo en juego el poder político ni su ocupación entraba realmente en las expectativas de quienes llenaban las calles con sus protestas. La única excepción fue Praga, pero no se trataba de un proyecto revolucionario sino de un proceso de cambio desde el poder. Y fue la contrarrevolución –la ocupación del país por los tanques del Pacto de Varsovia, dirigida desde el Kremlin– la que echó a los que pretendían que el socialismo evolucionara hacia formas democráticas, en sintonía con los ciudadanos.
A lo sumo podría hablarse de revolución cultural, como hizo Fernand Braudel, en la medida en que los tres ámbitos principales de la cultura –la familia, los media y la enseñanza– sufrieron una sacudida que les cambiaría profundamente. La gran movida fue breve y en la mayoría de los lugares se impuso el retorno al orden, la reacción restauradora. De forma brutal en Polonia y en Checoslovaquia, de forma democrática en Occidente: basta recordar que en junio el general De Gaulle arrasó en las urnas y, en noviembre, Nixon gana las elecciones en Estados Unidos. La revuelta por tanto se saldó con un fracaso. Pero se había puesto en marcha un proceso, lento pero imparable, de cambio de costumbres y modos de vida, cuyos efectos políticos y legales se fueron concretando lentamente.
Hoy todavía se está dando cuerpo jurídico (en España en la pasada legislatura, por ejemplo) a derechos y libertades que tienen su origen en aquel impulso. El año 1968 fue el inicio de la transición liberal que culminaría en el año 1989 con la caída de los regímenes de tipo soviético. Después vino la revolución conservadora que ha hecho de la supuesta herencia de mayo el enemigo a batir. Con la cristalización de una nueva hegemonía autoritaria se cierra, a los cuarenta años de su inicio, el paradigma que entonces se abrió.
La dimensión universal
Aquella efervescencia revolucionaria mundial tenía obviamente peculiaridades específicas en cada lugar. En plena Guerra Fría, con el mundo dividido en dos bloques, la gran contestación se enfrentaba a dos formas de poder, el imperialismo americano y el imperialismo soviético. De modo que distintas eran las formas de opresión contra las que se movilizaban unos y otros y distintas eran las condiciones en que la agitación se producía.
El periodista polaco Adam Michnick, en una entrevista en Le Monde, lo explicaba así: "Los eslóganes que se gritaban en La Sorbona o en Berlín oeste estaban dirigidos contra el capitalismo, la sociedad de consumo, la democracia burguesa y también contra Estados Unidos y la guerra de Vietnam. Para nosotros era una lucha por la libertad en la cultura, en las ciencias, en la memoria histórica, por la democracia parlamentaria y, en fin, especialmente visible en Checoslovaquia, contra el imperialismo soviético, no el americano".
Muchas de aquellas movidas tuvieron su origen en el mundo universitario. Así fue en Berlín, donde desde el año anterior se habían producido múltiples acciones estudiantiles por la reforma de la Universidad, contra la gran coalición que gobernaba Alemania y contra la guerra de Vietnam. Un grave incidente, la muerte de Benno Ohnesorg a tiros de un policía, durante una manifestación, el 2 de junio de 1967, radicalizó el proceso. Los estudiantes lanzaron una dura campaña contra los medios de comunicación del grupo Springer a los que acusaron de manipular los hechos: la prensa entraba en el campo de visión de los contestatarios. Un año más tarde, en abril de 1968, el principal líder del movimiento, Rudi Dutschke, sufrió un atentado perpetrado por un joven ultraderechista, Josef Bachman.
En México, también fueron los estudiantes con voluntad de liberalizar el mundo universitario los que protagonizaron las movilizaciones que acabarían trágicamente el 2 de octubre del 68 con la matanza de la plaza de Tlatelolco, en vigilias de los Juegos Olímpicos. Nunca se ha sabido el número de personas que murieron allí, cuando un Batallón Olimpia progubernamental empezó a disparar contra la multitud. También ,en Estados Unidos, los estudiantes del campus de Berkeley tuvieron un protagonismo destacado en una movida de carácter contracultural. Pero la guerra de Vietnam y la cuestión de los derechos civiles desbordaron en mucho el ámbito universitario. En 1964, bajo la presidencia de Lyndon Johnson, se aprobó la Civil Rights Act, que reconocía a los negros los derechos de los que estaban desposeídos.
Fueron años en que las organizaciones pro derechos civiles adquirieron mucha fuerza en la lucha por los derechos de las minorías. Pero el 4 de abril de 1968, Martin Luther King fue asesinado por James Earl Ray en Memphis, un atentado que nunca ha quedado plenamente esclarecido. El 17 de octubre, en los Juegos Olímpicos de México, los atletas americanos Tommie Smith y John Carlos, medallas de oro y bronce en doscientos metros lisos, al subir al podio levantaron el puño con un guante negro, mientras sonaba el himno americano, para manifestar su pertinencia al Black Power.
Por supuesto, en París fue la Universidad, Nanterre, concretamente, el motor de la movida por cuestiones que tenían que ver con la liberalización de las costumbres. Las primeras protestas fueron contra la separación de sexos en las habitaciones de la residencia de estudiantes. El 22 de marzo la ocupación de la Universidad acabó con una acción disciplinaria contra algunos líderes estudiantiles. Ante un tribunal universitario, según ha relatado Alain Touraine, que ejerció de defensor, se dio este diálogo entre el presidente y Daniel Cohn- Bendit:
-¿Estaba usted el 22 de marzo en la Facultad?
-No, no estaba en la Facultad.
-¿Dónde estaba entonces?
-En mi casa.
-¿Y qué hacía usted en su casa a las tres de la tarde?
-Hacía el amor, señor presidente, algo que a usted seguramente no le ha ocurrido nunca.
Después, el movimiento iría creciendo, ocupó La Sorbona, se hizo fuerte en las calles y callejuelas del Barrio Latino, consiguió la alianza con los trabajadores que dio lugar a una huelga general sorpresa y a la gran manifestación del 13 de mayo.
Incluso en Polonia, el origen de las movilizaciones estuvo en los estudiantes y los intelectuales. Fue la suspensión de la representación teatral de una obra de Adam Mickiewicz, el más reconocido de los autores polacos, en el Teatro Nacional de Varsovia, la que desencadenó un movimiento contra la dictadura comunista que fue liquidado en tres semanas con una fuerte represión.
Pero, con todas sus peculiaridades y diferencias, había un doble factor común a casi todas estas contestaciones, que es el que permite hablar de una gran contestación liberal: la crítica al autoritarismo y el antisovietismo. Y una doble novedad: el protagonismo de los jóvenes y el carácter civil –alejado de las estructuras de poder– de la revuelta.
El nuevo sujeto político
Por primera vez, los jóvenes, en diversos lugares del mundo asumían el papel de sujetos del cambio social. Sin duda, tiene ello que ver con el bienestar de los años de posguerra, con la demografía ¿que consolidaba la juventud como un periodo singularizado de la vida? y con la extensión social de la enseñanza superior. Casi todas las movidas del 68 tienen en las universidades su punto de partida. Casi todas ellas eran la reacción frente a formas cristalizadas de autoritarismo.
Hay cierta tradición filosófica que explica la sociedad como un compuesto de tres partes: el ámbito familiar (la vida privada); el espacio intermedio en que los individuos tejen relaciones e intercambian mercancías e ideas (lo que se acostumbra a denominar como sociedad civil) y el ámbito del poder político (el espacio público por antonomasia). La contestación del 68 fue un intento, desde este espacio civil intermedio, de romper la presión asfixiante de un espacio familiar y un espacio político claramente retardatarios, que empezaban a ser un obstáculo para el desarrollo de las sociedades modernas. Estados Unidos y Europa vivían momentos de expansión económica. Una generación de jóvenes se encontraba ante la posibilidad de pensar en algo más que los problemas de subsistencia, pero chocaba con una cultura y unas costumbres muy rígidas a derecha e izquierda (la moral de la cultura comunista, incluso en Europa occidental, no era menos restrictiva que la moral de la cultura conservadora).
Las universidades crecían y se masificaban y el choque entre los estudiantes y el viejo orden académico era inevitable. La sociedad cambiaba pero el mundo familiar y el mundo político se regían por normas cada vez más obsoletas. Los estudiantes buscaban crear espacios libres donde romper los esquemas de la moral dominante. El Barrio Latino parisino se convertía así en una metáfora topológica: un lugar común en el que cada cual pudiera actuar con plena autonomía. La contestación terminó mal en todas partes, pero la liberalización de las costumbres, la desjerarquización de las relaciones sociales y la consolidación de los movimientos en defensa de los derechos civiles no dejaron de hacer camino desde aquel momento.
Es verdad que en las movidas europeas había un importante componente anticapitalista en el discurso y una empanada ideológica en la que coincidían los acentos libertarios con diversas familias de extrema izquierda, desde el trotskismo hasta el maoísmo, con discursos situacionistas y con muchas dosis de espontaneísmo crítico. Pero el principal elemento común era el antiautoritarismo, en todos los ámbitos: familiar, social y político. Lo que se traducía en una desconfianza en las instituciones, empezando por el Estado. Naturalmente, en los países comunistas el antiautoritarismo apuntaba directamente a los regímenes de tipo soviético y el marco de la contestación era la respuesta desesperada a la opresión totalitaria. Pero en Europa occidental, donde la revolución, como dijo Raymond Aron, tenía algo de quermés, el antisovietismo acompañaba al discurso anticapitalista, especialmente en aquellos países en que los partidos comunistas eran muy fuertes –como Italia y Francia– y se les consideraba parte del mismo establishment retardatario contra el que iban las movilizaciones. En ambos países, los partidos comunistas jugaron un papel fundamental en la restauración del orden.
Las derrotas
La contestación terminó mal en todas partes. Si de una revolución convencional se hubiese tratado, habría que decir que la derrota fue total y absoluta. Puesto que distintas eran las circunstancias, distintas fueron las derrotas y sus consecuencias.
En los países del Este se impuso la represión. Pero en Varsovia –aunque el movimiento fue desmantelado en sólo tres semanas– aquellas movilizaciones están en el inicio de lo que después sería el sindicalismo cristiano tan decisivo en la caída del régimen comunista. En Checoslovaquia, el retroceso fue extraordinario. La sustitución de Dubcek por el colaboracionista Husak un año después de la entrada de los tanques impuso una brutal normalización que hundió al país en una especie de purgatorio. Pero Checoslovaquia era realmente diferente de los demás porque allí sí que lo que estaba en juego era el poder, el intento de transformar el socialismo iniciado por un grupo de dirigentes comunistas.
En Estados Unidos, la tensión se desplazó a la guerra de Vietnam. 1968 fue el año de la matanza de My Lai. La tremenda herida, todavía hoy no suturada, del desastre de Vietnam marcó un par de generaciones americanas. La movilización universitaria perdió fuerza y los movimientos de derechos civiles también. La victoria electoral de Nixon cerró las esperanzas de una década que había empezado con el optimismo kennedyano. Los setenta fueron años muy amargos en los EE. UU.
Los acuerdos entre el gobierno y los sindicatos dinamitaron Mayo del 68 en Francia al sacar a los trabajadores de la movida. La derecha ganó arrolladoramente las elecciones, después de una masiva manifestación de apelación al orden en cuya primera fila resulta todavía hoy llamativa la presencia de un rebelde convertido al gaullismo como André Malraux. De Gaulle, herido de muerte, se fue un año más tarde. Y con él quizás el símbolo más imponente de la vieja cultura social y política. Una parte de los jóvenes de Mayo alimentó a los partidos de extrema izquierda, que todavía hoy tienen presencia electoral en Francia. Algunos grupúsculos desaparecieron pronto, como los encuadrados en el delirio maoísta, pero nos dejaron la imagen de Sartre inculpado por vender La Cause du Peuple y una frase memorable del general De Gaulle: "No se puede condenar a Voltaire". Otros buscaron la ruptura con la sociedad en el mundo rural, donde todavía quedan restos de las comunas de la época. La violencia política no cuajó. Action Directe, el grupúsculo terrorista más importante, tuvo vida efímera.
Donde el día después resultó más doloroso fue en Alemania y, especialmente, en Italia. En Alemania, la Baader-Meinhoff puso el terrorismo en escena, aunque fue un fenómeno limitado a un número pequeño de personas. Italia viviría la experiencia de los años de plomo, en que la violencia de extrema izquierda y de extrema derecha hizo estragos en una espiral que degradó profundamente la vida civil y alcanzó las tripas del Estado italiano, ya por sí muy corrupto.
La matanza de la plaza de las Tres Culturas de México fue en cierto modo el anuncio de una enorme contracción autoritaria en América latina.
La gran contestación del 68 fue una sorpresa. Había una cierta sensación de estancamiento, de inmovilismo, en la Europa de las treinta gloriosas, un balneario protegido por el paraguas nuclear de la Guerra Fría. De maneras distintas, Daniel Bell y Herbert Marcuse advirtieron sobre la capacidad del sistema de integrar sus contradicciones. El desenlace de la efervescencia revolucionaria del 68 confirmó sus hipótesis. El sistema fue perfectamente capaz de asumir, trillar y triturar aquella negatividad que por unos meses alimentó el sueño del gran cambio. Y el proceso de liberalización que se puso entonces en marcha siguió caminos a veces contradictorios y, a menudo, lejanos de aquel impulso inicial. El discurso del 68 tenía mucho de libertario y de crítico con el Estado, más tarde la crítica del Estado, en manos de los liberales conservadores que pusieron en marcha la revolución de los ochenta y noventa –ésta sí que concernía directamente a la conquista del poder– se convirtió en desprestigio y debilitación del Estado en lo económico y en despliegue del control social en lo político.
La amalgama ideológica era tal que se hace difícil establecer los referentes ideológicos de aquellas movidas. Las apelaciones al marxismo, al trotskismo y al leninismo eran abundantes. Pero fue significativo el énfasis en la relación entre sexo, psicología y política que llevó a nombres como los de Freud o Reich. También el situacionismo tuvo su voz. Y en América cuajó la vía contraculturalista que acompaña a la cultura hippie. Herbert Marcuse por sus análisis de la relación entre economía, tecnología, cultura y subjetividad y por su crítica al marxismo ortodoxo fue considerado uno de los referentes. Raymond Aron habla de Les heritiers , de Pierre Bourdieu, como libro de cabecera de la movida francesa. También de la noción de grupo de fusión de la Crítica de la razón dialéctic a, de Sartre. En cualquier caso, los filósofos de la sospecha, el trío Marx- Freud-Nietzsche, articularon, especialmente en Francia, buena parte del pensamiento de la época.
Aquella experiencia marcó a la generación de los que en el año 68 rondábamos los veinte. Por un lado, pesó sobre nosotros –digo, porque es mi generación– el habernos autoungido como la generación moderna por excelencia. Costó entender que el tiempo pasa para todos y que la patente de modernidad no tiene dueño. Por otra parte, la pulsión antiautoritaria –tal vez la mejor herencia de aquellos años– también generó monstruos.
He dicho, a veces, que fuimos mucho mejores hijos –en la medida en que supimos plantar cara a nuestros padres– que padres –en la medida en que no hemos osado plantar cara a nuestros hijos–. Con nuestra actitud –y la potencia integradora de las contradicciones que el capitalismo tiene– les hemos dejado sin espacio para la transgresión. Otros perdedores, víctimas de cierta frivolidad que acompañó a la contestación, de los que nunca se habla, son la generación de la droga, los que pensaron que la fiesta continuaba en la heroína y lo pagaron con la vida.
La restauración
El paradigma que se abrió hace cuarenta años con la contestación de las formas de autoridad dominantes, a uno y otro lado de la Guerra Fría, se ha agotado. La transición liberal culminó con el hundimiento de los sistemas de tipo soviético y con la fantasía de que el triunfo de la democracia liberal significaba el fin de la historia.
Después vino la restauración conservadora que se estrelló en la guerra contra Irak tras imponer el discurso de la seguridad como forma del autoritarismo en la sociedad de la información. Como ha escrito Fred Halliday, "la invasión norteamericana de Irak en 2003 supuso para los ideales y para la legalidad de la intervención humanitaria lo mismo que supuso la invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968 para el comunismo internacional". Un ciclo se cierra.
Para mí, lo mejor de la herencia del 68 es la cultura de la sospecha, la actitud que consiste en poner siempre en cuestión cualquier enunciado que se nos ponga por delante y no dar nunca por definitivas las ideas recibidas; y el acento libertario, la autonomía del individuo frente a todas las promesas comunitaristas, culturales o religiosas. Cuarenta años después estas dos actitudes se echan de menos a la hora de romper las nuevas formas de autoritarismo basadas en el triángulo que forman la seguridad como ideología, la competitividad como principio de vida y el sálvese quien pueda como destino.
A lo sumo podría hablarse de revolución cultural, como hizo Fernand Braudel, en la medida en que los tres ámbitos principales de la cultura –la familia, los media y la enseñanza– sufrieron una sacudida que les cambiaría profundamente. La gran movida fue breve y en la mayoría de los lugares se impuso el retorno al orden, la reacción restauradora. De forma brutal en Polonia y en Checoslovaquia, de forma democrática en Occidente: basta recordar que en junio el general De Gaulle arrasó en las urnas y, en noviembre, Nixon gana las elecciones en Estados Unidos. La revuelta por tanto se saldó con un fracaso. Pero se había puesto en marcha un proceso, lento pero imparable, de cambio de costumbres y modos de vida, cuyos efectos políticos y legales se fueron concretando lentamente.
Hoy todavía se está dando cuerpo jurídico (en España en la pasada legislatura, por ejemplo) a derechos y libertades que tienen su origen en aquel impulso. El año 1968 fue el inicio de la transición liberal que culminaría en el año 1989 con la caída de los regímenes de tipo soviético. Después vino la revolución conservadora que ha hecho de la supuesta herencia de mayo el enemigo a batir. Con la cristalización de una nueva hegemonía autoritaria se cierra, a los cuarenta años de su inicio, el paradigma que entonces se abrió.
La dimensión universal
Aquella efervescencia revolucionaria mundial tenía obviamente peculiaridades específicas en cada lugar. En plena Guerra Fría, con el mundo dividido en dos bloques, la gran contestación se enfrentaba a dos formas de poder, el imperialismo americano y el imperialismo soviético. De modo que distintas eran las formas de opresión contra las que se movilizaban unos y otros y distintas eran las condiciones en que la agitación se producía.
El periodista polaco Adam Michnick, en una entrevista en Le Monde, lo explicaba así: "Los eslóganes que se gritaban en La Sorbona o en Berlín oeste estaban dirigidos contra el capitalismo, la sociedad de consumo, la democracia burguesa y también contra Estados Unidos y la guerra de Vietnam. Para nosotros era una lucha por la libertad en la cultura, en las ciencias, en la memoria histórica, por la democracia parlamentaria y, en fin, especialmente visible en Checoslovaquia, contra el imperialismo soviético, no el americano".
Muchas de aquellas movidas tuvieron su origen en el mundo universitario. Así fue en Berlín, donde desde el año anterior se habían producido múltiples acciones estudiantiles por la reforma de la Universidad, contra la gran coalición que gobernaba Alemania y contra la guerra de Vietnam. Un grave incidente, la muerte de Benno Ohnesorg a tiros de un policía, durante una manifestación, el 2 de junio de 1967, radicalizó el proceso. Los estudiantes lanzaron una dura campaña contra los medios de comunicación del grupo Springer a los que acusaron de manipular los hechos: la prensa entraba en el campo de visión de los contestatarios. Un año más tarde, en abril de 1968, el principal líder del movimiento, Rudi Dutschke, sufrió un atentado perpetrado por un joven ultraderechista, Josef Bachman.
En México, también fueron los estudiantes con voluntad de liberalizar el mundo universitario los que protagonizaron las movilizaciones que acabarían trágicamente el 2 de octubre del 68 con la matanza de la plaza de Tlatelolco, en vigilias de los Juegos Olímpicos. Nunca se ha sabido el número de personas que murieron allí, cuando un Batallón Olimpia progubernamental empezó a disparar contra la multitud. También ,en Estados Unidos, los estudiantes del campus de Berkeley tuvieron un protagonismo destacado en una movida de carácter contracultural. Pero la guerra de Vietnam y la cuestión de los derechos civiles desbordaron en mucho el ámbito universitario. En 1964, bajo la presidencia de Lyndon Johnson, se aprobó la Civil Rights Act, que reconocía a los negros los derechos de los que estaban desposeídos.
Fueron años en que las organizaciones pro derechos civiles adquirieron mucha fuerza en la lucha por los derechos de las minorías. Pero el 4 de abril de 1968, Martin Luther King fue asesinado por James Earl Ray en Memphis, un atentado que nunca ha quedado plenamente esclarecido. El 17 de octubre, en los Juegos Olímpicos de México, los atletas americanos Tommie Smith y John Carlos, medallas de oro y bronce en doscientos metros lisos, al subir al podio levantaron el puño con un guante negro, mientras sonaba el himno americano, para manifestar su pertinencia al Black Power.
Por supuesto, en París fue la Universidad, Nanterre, concretamente, el motor de la movida por cuestiones que tenían que ver con la liberalización de las costumbres. Las primeras protestas fueron contra la separación de sexos en las habitaciones de la residencia de estudiantes. El 22 de marzo la ocupación de la Universidad acabó con una acción disciplinaria contra algunos líderes estudiantiles. Ante un tribunal universitario, según ha relatado Alain Touraine, que ejerció de defensor, se dio este diálogo entre el presidente y Daniel Cohn- Bendit:
-¿Estaba usted el 22 de marzo en la Facultad?
-No, no estaba en la Facultad.
-¿Dónde estaba entonces?
-En mi casa.
-¿Y qué hacía usted en su casa a las tres de la tarde?
-Hacía el amor, señor presidente, algo que a usted seguramente no le ha ocurrido nunca.
Después, el movimiento iría creciendo, ocupó La Sorbona, se hizo fuerte en las calles y callejuelas del Barrio Latino, consiguió la alianza con los trabajadores que dio lugar a una huelga general sorpresa y a la gran manifestación del 13 de mayo.
Incluso en Polonia, el origen de las movilizaciones estuvo en los estudiantes y los intelectuales. Fue la suspensión de la representación teatral de una obra de Adam Mickiewicz, el más reconocido de los autores polacos, en el Teatro Nacional de Varsovia, la que desencadenó un movimiento contra la dictadura comunista que fue liquidado en tres semanas con una fuerte represión.
Pero, con todas sus peculiaridades y diferencias, había un doble factor común a casi todas estas contestaciones, que es el que permite hablar de una gran contestación liberal: la crítica al autoritarismo y el antisovietismo. Y una doble novedad: el protagonismo de los jóvenes y el carácter civil –alejado de las estructuras de poder– de la revuelta.
El nuevo sujeto político
Por primera vez, los jóvenes, en diversos lugares del mundo asumían el papel de sujetos del cambio social. Sin duda, tiene ello que ver con el bienestar de los años de posguerra, con la demografía ¿que consolidaba la juventud como un periodo singularizado de la vida? y con la extensión social de la enseñanza superior. Casi todas las movidas del 68 tienen en las universidades su punto de partida. Casi todas ellas eran la reacción frente a formas cristalizadas de autoritarismo.
Hay cierta tradición filosófica que explica la sociedad como un compuesto de tres partes: el ámbito familiar (la vida privada); el espacio intermedio en que los individuos tejen relaciones e intercambian mercancías e ideas (lo que se acostumbra a denominar como sociedad civil) y el ámbito del poder político (el espacio público por antonomasia). La contestación del 68 fue un intento, desde este espacio civil intermedio, de romper la presión asfixiante de un espacio familiar y un espacio político claramente retardatarios, que empezaban a ser un obstáculo para el desarrollo de las sociedades modernas. Estados Unidos y Europa vivían momentos de expansión económica. Una generación de jóvenes se encontraba ante la posibilidad de pensar en algo más que los problemas de subsistencia, pero chocaba con una cultura y unas costumbres muy rígidas a derecha e izquierda (la moral de la cultura comunista, incluso en Europa occidental, no era menos restrictiva que la moral de la cultura conservadora).
Las universidades crecían y se masificaban y el choque entre los estudiantes y el viejo orden académico era inevitable. La sociedad cambiaba pero el mundo familiar y el mundo político se regían por normas cada vez más obsoletas. Los estudiantes buscaban crear espacios libres donde romper los esquemas de la moral dominante. El Barrio Latino parisino se convertía así en una metáfora topológica: un lugar común en el que cada cual pudiera actuar con plena autonomía. La contestación terminó mal en todas partes, pero la liberalización de las costumbres, la desjerarquización de las relaciones sociales y la consolidación de los movimientos en defensa de los derechos civiles no dejaron de hacer camino desde aquel momento.
Es verdad que en las movidas europeas había un importante componente anticapitalista en el discurso y una empanada ideológica en la que coincidían los acentos libertarios con diversas familias de extrema izquierda, desde el trotskismo hasta el maoísmo, con discursos situacionistas y con muchas dosis de espontaneísmo crítico. Pero el principal elemento común era el antiautoritarismo, en todos los ámbitos: familiar, social y político. Lo que se traducía en una desconfianza en las instituciones, empezando por el Estado. Naturalmente, en los países comunistas el antiautoritarismo apuntaba directamente a los regímenes de tipo soviético y el marco de la contestación era la respuesta desesperada a la opresión totalitaria. Pero en Europa occidental, donde la revolución, como dijo Raymond Aron, tenía algo de quermés, el antisovietismo acompañaba al discurso anticapitalista, especialmente en aquellos países en que los partidos comunistas eran muy fuertes –como Italia y Francia– y se les consideraba parte del mismo establishment retardatario contra el que iban las movilizaciones. En ambos países, los partidos comunistas jugaron un papel fundamental en la restauración del orden.
Las derrotas
La contestación terminó mal en todas partes. Si de una revolución convencional se hubiese tratado, habría que decir que la derrota fue total y absoluta. Puesto que distintas eran las circunstancias, distintas fueron las derrotas y sus consecuencias.
En los países del Este se impuso la represión. Pero en Varsovia –aunque el movimiento fue desmantelado en sólo tres semanas– aquellas movilizaciones están en el inicio de lo que después sería el sindicalismo cristiano tan decisivo en la caída del régimen comunista. En Checoslovaquia, el retroceso fue extraordinario. La sustitución de Dubcek por el colaboracionista Husak un año después de la entrada de los tanques impuso una brutal normalización que hundió al país en una especie de purgatorio. Pero Checoslovaquia era realmente diferente de los demás porque allí sí que lo que estaba en juego era el poder, el intento de transformar el socialismo iniciado por un grupo de dirigentes comunistas.
En Estados Unidos, la tensión se desplazó a la guerra de Vietnam. 1968 fue el año de la matanza de My Lai. La tremenda herida, todavía hoy no suturada, del desastre de Vietnam marcó un par de generaciones americanas. La movilización universitaria perdió fuerza y los movimientos de derechos civiles también. La victoria electoral de Nixon cerró las esperanzas de una década que había empezado con el optimismo kennedyano. Los setenta fueron años muy amargos en los EE. UU.
Los acuerdos entre el gobierno y los sindicatos dinamitaron Mayo del 68 en Francia al sacar a los trabajadores de la movida. La derecha ganó arrolladoramente las elecciones, después de una masiva manifestación de apelación al orden en cuya primera fila resulta todavía hoy llamativa la presencia de un rebelde convertido al gaullismo como André Malraux. De Gaulle, herido de muerte, se fue un año más tarde. Y con él quizás el símbolo más imponente de la vieja cultura social y política. Una parte de los jóvenes de Mayo alimentó a los partidos de extrema izquierda, que todavía hoy tienen presencia electoral en Francia. Algunos grupúsculos desaparecieron pronto, como los encuadrados en el delirio maoísta, pero nos dejaron la imagen de Sartre inculpado por vender La Cause du Peuple y una frase memorable del general De Gaulle: "No se puede condenar a Voltaire". Otros buscaron la ruptura con la sociedad en el mundo rural, donde todavía quedan restos de las comunas de la época. La violencia política no cuajó. Action Directe, el grupúsculo terrorista más importante, tuvo vida efímera.
Donde el día después resultó más doloroso fue en Alemania y, especialmente, en Italia. En Alemania, la Baader-Meinhoff puso el terrorismo en escena, aunque fue un fenómeno limitado a un número pequeño de personas. Italia viviría la experiencia de los años de plomo, en que la violencia de extrema izquierda y de extrema derecha hizo estragos en una espiral que degradó profundamente la vida civil y alcanzó las tripas del Estado italiano, ya por sí muy corrupto.
La matanza de la plaza de las Tres Culturas de México fue en cierto modo el anuncio de una enorme contracción autoritaria en América latina.
La gran contestación del 68 fue una sorpresa. Había una cierta sensación de estancamiento, de inmovilismo, en la Europa de las treinta gloriosas, un balneario protegido por el paraguas nuclear de la Guerra Fría. De maneras distintas, Daniel Bell y Herbert Marcuse advirtieron sobre la capacidad del sistema de integrar sus contradicciones. El desenlace de la efervescencia revolucionaria del 68 confirmó sus hipótesis. El sistema fue perfectamente capaz de asumir, trillar y triturar aquella negatividad que por unos meses alimentó el sueño del gran cambio. Y el proceso de liberalización que se puso entonces en marcha siguió caminos a veces contradictorios y, a menudo, lejanos de aquel impulso inicial. El discurso del 68 tenía mucho de libertario y de crítico con el Estado, más tarde la crítica del Estado, en manos de los liberales conservadores que pusieron en marcha la revolución de los ochenta y noventa –ésta sí que concernía directamente a la conquista del poder– se convirtió en desprestigio y debilitación del Estado en lo económico y en despliegue del control social en lo político.
La amalgama ideológica era tal que se hace difícil establecer los referentes ideológicos de aquellas movidas. Las apelaciones al marxismo, al trotskismo y al leninismo eran abundantes. Pero fue significativo el énfasis en la relación entre sexo, psicología y política que llevó a nombres como los de Freud o Reich. También el situacionismo tuvo su voz. Y en América cuajó la vía contraculturalista que acompaña a la cultura hippie. Herbert Marcuse por sus análisis de la relación entre economía, tecnología, cultura y subjetividad y por su crítica al marxismo ortodoxo fue considerado uno de los referentes. Raymond Aron habla de Les heritiers , de Pierre Bourdieu, como libro de cabecera de la movida francesa. También de la noción de grupo de fusión de la Crítica de la razón dialéctic a, de Sartre. En cualquier caso, los filósofos de la sospecha, el trío Marx- Freud-Nietzsche, articularon, especialmente en Francia, buena parte del pensamiento de la época.
Aquella experiencia marcó a la generación de los que en el año 68 rondábamos los veinte. Por un lado, pesó sobre nosotros –digo, porque es mi generación– el habernos autoungido como la generación moderna por excelencia. Costó entender que el tiempo pasa para todos y que la patente de modernidad no tiene dueño. Por otra parte, la pulsión antiautoritaria –tal vez la mejor herencia de aquellos años– también generó monstruos.
He dicho, a veces, que fuimos mucho mejores hijos –en la medida en que supimos plantar cara a nuestros padres– que padres –en la medida en que no hemos osado plantar cara a nuestros hijos–. Con nuestra actitud –y la potencia integradora de las contradicciones que el capitalismo tiene– les hemos dejado sin espacio para la transgresión. Otros perdedores, víctimas de cierta frivolidad que acompañó a la contestación, de los que nunca se habla, son la generación de la droga, los que pensaron que la fiesta continuaba en la heroína y lo pagaron con la vida.
La restauración
El paradigma que se abrió hace cuarenta años con la contestación de las formas de autoridad dominantes, a uno y otro lado de la Guerra Fría, se ha agotado. La transición liberal culminó con el hundimiento de los sistemas de tipo soviético y con la fantasía de que el triunfo de la democracia liberal significaba el fin de la historia.
Después vino la restauración conservadora que se estrelló en la guerra contra Irak tras imponer el discurso de la seguridad como forma del autoritarismo en la sociedad de la información. Como ha escrito Fred Halliday, "la invasión norteamericana de Irak en 2003 supuso para los ideales y para la legalidad de la intervención humanitaria lo mismo que supuso la invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968 para el comunismo internacional". Un ciclo se cierra.
Para mí, lo mejor de la herencia del 68 es la cultura de la sospecha, la actitud que consiste en poner siempre en cuestión cualquier enunciado que se nos ponga por delante y no dar nunca por definitivas las ideas recibidas; y el acento libertario, la autonomía del individuo frente a todas las promesas comunitaristas, culturales o religiosas. Cuarenta años después estas dos actitudes se echan de menos a la hora de romper las nuevas formas de autoritarismo basadas en el triángulo que forman la seguridad como ideología, la competitividad como principio de vida y el sálvese quien pueda como destino.
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