Los Niños de Dios, Jesus Camp, Spellbound y The Bang! Generation interpelan mediante el retrato descarnado de los modelos familiares, religiosos y educativos pregonados por Estados Unidos. Se verán los domingos de febrero a las 22.
Por Ezequiel Boetti
El retorno de las vacaciones debe ser uno de los estadios emocionales más duros para el hombre. El ocio desenfrenado, la irreverencia al reloj, los placeres terrenales y la desconexión absoluta con el mundo que albergan las vicisitudes diarias durante los más de once meses restantes se evaporan ante la inminencia del más maldito de los lunes. Si a ese reencuentro con la rutina se le suma la visión de los cuatro documentales que componen el ciclo Niños Americanos, que Infinito programa desde hoy y durante todos los domingos de febrero a las 22, aquel baño gélido de realidad deviene en inmersión profunda, traumática. Sin el efecto usualmente tranquilizador que ofrece la televisión argentina, Los Niños de Dios, Jesus Camp, Spellbound y The Bang! Generation interpelan mediante el retrato descarnado de los modelos familiares, religiosos y educativos pregonados por las instituciones del gigante del Norte, hasta hacer implosión en esa entelequia llamada “sueño americano”.
El peregrinar catódico por el submundo estadounidense arranca bien arriba (o abajo) con Los Niños de Dios, suerte de catarsis fílmica que sigue la tendencia autobiográfica iniciada por Andrew Jarecki en 2003 con el implacable retrato de su familia en Capturing the Friendmans. En este caso, el espectador asiste a la terapia fílmica de Noah Thomson, que está lejos de la autoindulgencia o la victimización: el tipo la pasó verdaderamente mal. Miembro del departamento técnico de la serie Mad Men y de la comedia romántica Kate & Leopold, Thomson perteneció hasta los 18 años a la secta Los Niños de Dios, más tarde conocida como The Family. Este “culto religioso” ocuparía el tercer escalón en la virtual lista de las sectas norteamericanas con destino trágico, que lidera con comodidad el Templo del Pueblo y el summum del desquicio y la locura alcanzado con el suicidio colectivo de 909 miembros en Guyana a fines de 1978. En el medio quedarían los davidianos, el enfrentamiento con el FBI, el incendio y el medio centenar de muertos en la Masacre de Waco de 1993.
The Family no tuvo la rimbombancia mediática de aquéllas, más allá de los esporádicos arrestos de sus miembros en el extranjero, acusados de estupro y abuso de menores. La especialidad de la casa, según una somera recorrida por la biografía del ideólogo David Berg, suerte de pastor que se amparaba en su mesianismo –algo falto de puntería: aseguró que en 1973 un cometa destruiría al mundo– para encamarse con cuanto integrante de su séquito pudiera. Y si era menor de edad, mejor. Ni por su sangre tenía miramientos; si hasta abusó de sus dos hijas y nietas, acto confesado por la primogénita, Deborah Davis, en su autobiografía.
Thomson vio a tiempo la perversión subyacente en ese intercambio de familias y en los cuidados intensivos de las “niñeras”, y huyó con varios de sus hermanos. En Los Niños de Dios se dedica a recopilar testimonios de quienes, como él, decidieron dar un paso al costado. También están los que no lo lograron. En 2005, Davidito, hijo adoptivo de Berg, asesinó a una de sus cuidadoras antes de matarse. Pero no todos conservan malos recuerdos; de hecho, hay varios que defienden al Mesías apócrifo aun con la certeza de las vejaciones. Y muchos que todavía practican ese culto; entre ellos, la madre del realizador. Convocada para prestar su testimonio, se excusa tajante: “No creo que eso sea lo que Dios quiera”.
Más cerca de una película de terror que de un documental, Jesus Camp se verá el domingo 13. Nominado al Oscar en 2007 como Mejor Documental, el film dirigido y producido por Heidi Ewing y Rachel Grady tiene como protagonista a la rechoncha ministra pentecostal infantil de Dakota del Norte Becky Fischer. A diferencia de los cientos de pastores norteamericanos, ella apunta sus dardos no tanto a los adultos faltos de respuestas, sino a chicos cuyas edades difícilmente alcancen el par de dígitos. “Un tercio de los siete mil millones de habitantes que hay en el mundo son menores de 15 años. Entonces, ¿dónde debemos poner nuestro esfuerzo? Quiero ver a los niños entregados a la causa de Jesucristo como los musulmanes se entregan a la del Islam”, justifica con un convencimiento escalofriante. Fue así que en 2001 creó el campamento al que hace referencia el título, el Kids On Fire. Y mal no le fue: Levi y Rachel, de 11 y 9 años, respectivamente, están plenamente convencidos de su misión el mundo. El primero, educado en casa por una madre que le niega el calentamiento global y los avances científicos (“la ciencia no creó nada”, le asegura), quiere evangelizar a sus pares; la segunda se encomienda ante cada tiro de bolos y sueña con dedicarse al “cuidado de las uñas” porque “hay mucho tiempo libre con la gente para hablarle de Jesús”.
Jesus Camp recibió innumerables críticas –todas por derecha, claro– debido a la supuesta manipulación de Ewing y Grady al momento de compilar las 220 horas de grabación en poco más de 80 minutos. Más allá de la viabilidad del argumento, el augurio de muerte a Harry Potter en el Antiguo Testamento porque los “brujos son malos”, la gigantografía del por entonces presidente George W. Bush a la que los campistas bendicen con la imposición de manos, las lágrimas emanadas a borbotones en el clímax de cada sermón, entre varios hechos fácticos difícilmente falsificados, están cargados con la potencia inequívoca de lo verdadero. Caldo de cultivo de neomilitantes del Tea Party, el Kids On Fire cerró sus puertas luego del estreno ante el temor del dueño del predio a saqueos y represalias. Fischer, en cambio, aprovechó el entuerto y la publicidad gratuita para divulgar su obra.
El 20 de febrero será el estreno de otra nominada al Oscar como Mejor Documental, en este caso en 2003. Spellbound servirá no sólo como exploración al perturbador mundo de las competencias de deletreo de los sub-13 –televisadas por la cadena ESPN, con comentaristas cuyos análisis, pronósticos y favoritismos portan una desaprensión por los niños digna de una película aparte–, sino que evacuará dudas sobre el panorama audiovisual norteamericano. Es casi inevitable cuestionarse la génesis verídica de las series que retratan supuestas familias tipo, desde clásicos como Los Simpson y South Park hasta las flamantes sitcoms Modern Family y The Middle. Todas ellas se valen, en mayor o menor medida, de criaturas capaces de despertar el odio más furibundo y el amor más reverencial en la misma escena, siempre disparando munición gruesa contra el pacato american way of life conservador. Bueno, helos aquí: existen, son de carne y hueso, y Jeffrey Blitz dio con ellos.
La ópera prima del también director de varios episodios de la serie The Office se centra en ocho de los 249 finalistas del National Spelling Bee, auténtica bizarreada digna de una comedia de Ben Stiller. Por tal motivo, lo primero que destella en el ojo sudamericano es justamente eso: la competencia donde los menores deben deletrear sin equivocarse vocablos inconcebibles como “valetudinarian” o “quinquevere”. Lo segundo, y más interesante por su prestación a múltiples lecturas y matices, es el entorno emocional que supuestamente debería contenerlos. La galería de familias es un muestrario casi antropológico que abarca desde una nena cuyo padre, campesino y mexicano, no habla inglés “porque las vacas no lo hacen”, hasta un adinerado indio que considera que “es imposible no tener éxito en ese país”. Depositarios de los fracasos y proyecciones de los mayores, los chicos soportan estoicos la ceguera de éstos. Poco parece importarles a los padres y docentes la presión y la latencia del fracaso: cada año más de 9 millones de jóvenes norteamericanos van tras los 10 mil dólares y el trofeíto plástico que difícilmente sobreviva a una mudanza.
La patada a la entrepierna llegará a destino el último domingo de febrero con un análisis de la gran pasión deportiva de los norteamericanos. No, no son el básquetbol ni el béisbol, ni el fútbol americano, sino las armas. Dirigida por el británico Osca Humphreys, The Bang! Generation retrata la vida de un grupo de familias cuya actividad dominguera preferencial es disparar. Hasta el retoño de 6 años ya se mueve con solvencia en el arte de la siempre popular y soviética AK-47. La vecinita tiene lo suyo, manejando a los 7 años un fusil especialmente adaptado para su pequeñez física. Y allí están ellos, rodeados por padres que defienden ante la cámara la tenencia personal de armas. El resabio es desolador. No hay “yes, we can” suficiente para extirpar una podredumbre enquistada demasiado profundo en la sociedad norteamericana. Los cuatro documentales son poco alentadores. Y más aún si se emiten los domingos a la noche.
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