Por Juan Sasturain
Hoy, 31 de enero, cumpliría años Thomas Merton, un escritor, una persona extraordinaria. No soy un experto, ni siquiera demasiado conocedor de su obra densa, variada y extensa, pero con lo que leí, sé y vislumbro en los reflejos múltiples que dejó entre quienes lo trataron me alcanza. Más allá del mito inevitable que lo rodea, Merton es alguien que uno hubiera querido conocer. El célebre y (literalmente) amable monje trapense de la abadía de Getsemaní, Kentucky, autor –entre tantos otros textos– del inusitado best seller La montaña de siete círculos, en el que narraba el arduo camino de su revelación espiritual y que disparó multitud de solicitudes de ingreso a la orden fue antes que nada un hombre entero, saludable y valiente. Poeta, amigo y traductor de escritores que admiramos, Merton fue –famosamente– inspirador vocacional de Ernesto Cardenal y admirador, traductor y difusor de la poesía latinoamericana. El volumen de su correspondencia que reúne sus cartas a algunos de los tantos y tan diferentes escritores con los que se cruzó es realmente admirable. De Evelyn Waugh a Henry Miller; de Milosz y Pasternak a William Carlos Williams y Ferlinghetti; de Victoria Ocampo y Nicanor Parra, a un pendejísimo Miguel Grinberg.
Merton no era yanqui ni católico en origen; lo fue por decisiones ulteriores. Se eligió así. Nació en 1915 en Prades, Francia, donde sus padres –él, neocelandés, ella norteamericana–, ambos pintores, estaban ocasionalmente. Cuando nació, se radicaron en EE.UU. Pero perdió a su madre de niño, y a su padre de adolescente. Mientras, vivió y estudió en Francia e Inglaterra, aprendió francés e italiano. A los veinte volvió definitivamente a Nueva York. Estudió y se graduó en Artes en Columbia, en 1939, con una tesis sobre William Blake. Ya vivía intensamente, escribía y publicaba y daba clase.
Pero la vocación religiosa lo llevó a ingresar a fines de 1941 como novicio trapense en el monasterio de Getsemaní, en Kentucky, donde se ordenó sacerdote en 1949. Ahí vivió y escribió –con pequeños intervalos de salidas autorizadas– durante el resto de su vida. Thomas Merton murió en diciembre de 1968 a los 53 años –electrocutado, un tonto accidente con un ventilador– en Bangkok, Tailandia, de paso, mientras iba y venía en misiones de su oficio y vocación: una reunión de los monjes benedictinos y cisterciences asiáticos. En esos días había tenido la posibilidad de cumplir un anhelo muy particular: se había reunido con el Dalai Lama.
En la obra de Merton hay para elegir. Desde mediados de los años cuarenta –La montaña de los siete círculos es de 1948– hasta el fin de la década siguiente, escribe, por impulso propio o por necesidades de la orden, maravillosos textos de meditación espiritual, y algunos más o menos burocráticos de historia religiosa y de reflexión sobre la vida monacal. Semillas de contemplación y Las aguas de Siloé son, entre tantas, obras características de ese momento. En la Argentina los fue publicando Sudamericana en su momento.
Ya en los sesenta, y acaso a partir de Cuestiones discutidas, sin abandonar la reflexión espiritual y religiosa, Merton comienza a involucrarse cada vez más en las cuestiones del “mundo” y de su dramático tiempo, produciendo, sobre todo por afuera o al costado de los canales autorizados de la orden, artículos, cartas, análisis, poemas y manifestaciones sobre los temas clave de la época: la perversa Guerra Fría, la irracionalidad de la amenaza nuclear, la locura de Vietnam, la segregación racial y la lucha por los derechos civiles. Esos son los textos y las actitudes –sabias, reflexivas, firmes pero nunca desmadradas, siempre desde un pacifismo alerta– que lo acercan a los jóvenes radicales sesentistas de todo el mundo, y sobre todo con Latinoamérica. Ese es el Merton que leímos / descubrimos en Eco Contemporáneo, El Corno Emplumado y las revistas de la vanguardia poética del Movimiento Nueva Solidaridad, con su emblemático Mensaje a los poetas, de 1964.
Pero a mí en particular, y pienso que a muchos y cada vez más, el aspecto de la obra de Merton que más nos motiva hoy a la lectura y relectura es aquello que produjo sobre todo en el último tramo de su peregrinación espiritual: su acercamiento a Oriente. Hemos escrito al respecto. Uno de sus últimos libros originales, escrito en los primeros sesenta y publicado por la renovadora editorial norteamericana New Directions en 1965 es The Way of Chuang Tzú, Por el camino de Chuang Tzú, en la versión castellana publicada por la colección Visor de poesía en los setenta y reeditada por Lumen de Argentina hace unos años. Es un texto maravilloso.
Hay que subrayar que se trata de una traducción libre o –mejor dicho– de una recreación abierta –“imitaciones”, dice el autor– de muchos de los escritos y enseñanzas del “más espiritual de los filósofos chinos”, Chuang Tzú (o Tchuang Tsé, el del cuento de la mariposa soñada o soñadora que retoman Borges y otros), un maestro taoísta tan sabio como serenamente burlón que vivió hace casi dos mil quinientos años.
En el prólogo, Merton, que no sabía chino pero que estudió con maestros –como el idóneo Suzuki– que sí lo sabían, y que como Ezra Pound poseyó la sintonía espiritual adecuada para conectarse con el original tan distante, explica qué lo acercó al discípulo de Lao Tsé. Describe las afinidades profundas que lo llevaron a sentirse tan cerca de alguien que, como él y otros, eligieron alguna vez el retiro del mundo, la desconfianza en “una vida sometida por completo a presupuestos seculares arbitrarios, dictados por las convenciones sociales y dedicados a la consecución de satisfacciones temporales, que tal vez no sean más que un espejismo”.
Según Thomas Merton, el “camino” de Chuang Tzú, es decir: la elección del silencio, la simplicidad y la negativa a tomar en serio la agresividad, el empuje y la prepotencia que se supone que uno debe exhibir para funcionar en sociedad, mantiene una vigencia absoluta. El camino de Chuang Tzú –siguiendo el Tao Te Ching– prefiere no llegar a ninguna parte en el mundo, ni siquiera en el terreno de algún logro supuestamente espiritual. Y concluye Merton: “Chuang Tzú habría estado de acuerdo con San Juan de la Cruz en que se entra en este tipo de camino cuando se abandonan todos los caminos y, en cierto modo, uno se pierde”. Una perturbadora y hermosa propuesta de vida.
Por el camino de Chuang Tzú, de algún modo la última síntesis, el pensamiento decantado de Thomas Merton, es uno de esos libros conmovedores en sentido literal, pero no como los terremotos espirituales que producen en la adolescencia y juventud Dostoievski, Camus o Nietzsche. Merton-Chuang Tzú requieren haber vivido un poco más. Lo hemos dicho: uno se acerca a esos textos –poemas, breves cuentos, casi chistes– como si fuera a tomar agua. No tienen contraindicaciones. “El gallo de pelea”, “Medios y fines”, “Lo inútil”, “Las tres de la mañana”, “La importancia de no tener dientes”... se le puede entrar por cualquier parte.
El último texto, por ejemplo, “El funeral de Chuang Tzú”:
“Cuando Chuang Tzú estaba al borde de la muerte, sus discípulos empezaron a planear un espléndido funeral. Pero él dijo: ‘Tendré por ataúd el cielo y la tierra; el Sol y la Luna serán los símbolos de jade que pendan junto a mí; los planetas y las constelaciones brillarán como joyas a mi alrededor, y todos los seres estarán presentes como comitiva fúnebre en mi velatorio. ¿Qué más hace falta? ¡Todo está suficientemente dispuesto!’. Pero ellos dijeron: ‘Tememos que los cuervos y milanos devoren a nuestro Maestro’.
‘Bien’, dijo Chuang Tzú, ‘sobre la tierra seré devorado por cuervos y milanos, debajo de ella por hormigas y gusanos. En cualquier caso, seré devorado. ¿Por qué tanta parcialidad contra las aves?’”.
Las cartas, los testimonios de Ernesto Cardenal en los dos primeros tomos de sus memorias –Vida perdida y Las ínsulas extrañas– y el hermoso texto que le dedicó su amigo y editor, James Laughlin, en Ensayos fortuitos, nos aseguran que el tío Tom Merton no hubiera desentonado junto a aquel burlón maestro chino de la vida.
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