Por Jimena Rosli
“Si no querías tener sexo oral o carnal, no te daban la comida.” Valeria Ramírez se enteró que estaba en el pozo de Banfield cuando salió en libertad y su abogado le recomendó irse de la zona si quería seguir viva.
“Si no querías tener sexo oral o carnal, no te daban la comida.” Valeria Ramírez se enteró que estaba en el pozo de Banfield cuando salió en libertad y su abogado le recomendó irse de la zona si quería seguir viva.
La militante trans Valeria Ramírez declaró ante la Secretaría de Derechos Humanos por su detención en el Pozo de Banfield durante la última dictadura
Valeria del Mar Ramírez!” vociferó la secretaria detrás del escritorio de la oficina de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Unos ojos color celeste y un escote esperaban sentados. Al oír su nombre, se incorporó y sonrió. La llamaban a declarar por su nombre: el que eligió, no el que le tocó al nacer. La primera trans en el mundo en declarar en juicios por delitos de lesa humanidad dio su testimonio el miércoles 26 de enero. Durante la última dictadura militar, a Valeria la secuestraron dos veces en el Pozo de Banfield. La violaron, la humillaron y maltrataron. Nunca lo comentó con nadie. En 1999 conoció la Fundación Buenos Aires Sida, donde hoy es la Coordinadora del Área Trans. Una tarde, en el medio de una charla sobre derechos humanos, se habló de los centros clandestinos de detención y de los desaparecidos.–Yo estuve en el Pozo de Banfield –comentó con naturalidad Valeria–.Sus compañeros, incrédulos, giraron el cuello para mirar a la trans de 57 años. Meses después, se animó y contó su relato en los Juicios por la Verdad, Memoria y Justicia. Miradas al Sur la entrevistó en el barrio de Constitución, en una de las sedes de la Fundación.En 1976, Valeria se prostituía. Lo hacía toda la madrugada, hasta las 6 de la mañana. El contacto y el maltrato policial eran diarios: “Nosotras sufríamos detenciones todo el tiempo –explica–. No era raro que nos lleven en un patrullero a la comisaría, que nos pidan sexo”. Dos días era el mínimo de estadía en las comisarías. La manera de escaparse para no caer presas era corriendo hasta una estación de servicio. En invierno, el dueño les dejaba guardar los tapados o quedarse adentro si hacía mucho frío.–¿Cómo empezaste?–Como todas. Me largue a trabajar en la calle a los 21 años, por intermedio de una amiga, La Mono. Le pagué una cantidad de plata y me dieron una plaza, una parada en la rotonda de Llavallol, Camino de Cintura. Era una esquina enfrente del Hotel Colonial. Ahí estábamos solas y tranquilas, la policía de Llavallol no nos molestaba. Pero tuvimos que arreglar con el jefe de calle, le teníamos que pagar cada dos días, por semana o acostarme con él.
El debut. La comisaría de Llavallol quedaba chica. La oficina era pequeña y casi no entraban.–No las podemos poner acá con los presos, así que las vamos a trasladar –dijo uno de los oficiales–.–¿Todas juntas o separadas? –preguntó una–.–Juntas. Van a ir a un lugar muy bonito.Eran las 10 de la noche. En el patrullero que las iba a llevar viajaba un policía adelante. Las tres se sentaron en el asiento de atrás, acompañadas de otro efectivo. El auto viajó y se detuvo frente a un portón de chapa.–¡Agachen la cabeza! –gritó el policía y ellas obedecieron–.–¿Pudiste ver algo?–En ningún momento nos taparon los ojos. Entramos y había un vigilante gordo, asqueroso. “Acá te traigo tres”, le dijo el que nos traía. “Bueno, subilas y mandalas a los buzones”, le contestó el guardia. Subimos dos o tres escaloncitos, después un pasillito, volvimos a bajar. Ahí reconocí una puerta que parecía un ascensor. Cuando íbamos llegando había otro pasillo largo. Todo era oscuro, pero a través de unas rejas vimos que nos miró un preso. Seguimos caminando y llegamos a los buzones y nos dejaron separadas e incomunicadas.–¿Tenías miedo?–No. ¿Miedo a qué? Si no entendíamos. Nos trasladaron, nos ponían la comida ahí, era como una detención común.–¿Sabías que estabas en un centro clandestino de detención?–Nosotras ignorábamos lo que estaba pasando. Éramos pendejas y vivíamos con nuestras familias. Éramos murciélagos: de día dormíamos y de noche íbamos a trabajar. ¿Qué sabíamos? Ni la televisión ni el noticiero mirábamos.–¿De política no sabías nada?–Ahora que estoy en la Fundación me doy cuenta de que éramos militantes. Una, por nuestra camiseta y otra, porque siempre nos reuníamos las siete o diez que éramos y siempre estábamos juntas. Si alguna caía presa, nos preguntábamos qué pasó, si había alguna novedad, si le habían hecho algo, qué juez le tocó. Corría la que vivía más cerca de avisarle a la familia.
Segunda vez. Aquella vez estuvieron cuatro días y las soltaron. Valeria no recuerda bien el tiempo que tardaron en regresar al Pozo de Banfield. Calcula que al mes volvieron a llevar. Ese día, un policía se encargó de prevenirlas: “Chicas, váyanse, no trabajen hoy o vengan a la madrugada, porque va a haber razzia, va a haber operativos”.–¿Qué tuvo de diferente?–La pasamos peor. Estuve siete días, casi ocho. Si vos no querías tener sexo oral o carnal, no comías. O a la comida le ponían mucha sal o picante. Era un plato de lata, ni los perros comían eso.–¿Tenías contacto con otros presos?–Una mañana el guardia me viene a buscar para llevarme a bañarme. “Apurate”, me dijo. Yo me duché, había terminado, había lavado mi ropa interior, estaba parada con el toallón y la ropa. Tenía que esperar que me viniera a remitir al buzón, no podía salir al pasillo sola. Y desde un ventiluz escucho ruidos del buzón pegado al baño: “¡Sí, sí, ya viene, sacala, ponela ahí!”. Pasaron veinte minutos y el guardia no venía a buscarme. Siento un bebé llorar y una voz femenina que gritaba: “¡Dale, andá al baño, higienizate! Y agarrá un balde y limpia toda la mugre de acá”. Entró una chica agarrándose de las paredes y se paró enfrente del piletón. Estaba pálida, los pelos revueltos y sucia con sangre. La quise ayudar, le dije que se quede quieta. Ahí agarré un balde y abrí la canilla. La milica me escuchó y asomó la cabeza: “Puto de mierda, ¿qué haces vos acá?”. Yo le contesté que estaba esperando al guardia. Y se vino encima mío, entró, me agarró de los pelos y me caí de rodillas. Me arrastró por el piso y me gritó “¡cerrá los ojos!”. Me empujó al calabozo y hasta el otro día estuve así, con toda la sangre en las piernas.–¿Qué imaginabas en ese momento?–En ese momento pensé: una presa que estaba embarazada y dio a luz. ¿Qué iba a pensar? Si yo no estaba en nada político. ¿Qué chica travesti en ese entonces iba a estar en un partido político? No Éramos aceptadas. ¿A quién le importaba la vida de nosotras?–¿No te parecía raro que no las soltaran?–Sorprendía que había pasado más de una semana. No salía ninguna, estábamos todas. Mi amiga La Mono le avisó a mi familia. Mi mamá fue a la comisaría de Llavallol y preguntó y le dijeron que estaba incomunicada. Y ella respondió que no podía ser, decía: “Yo de acá no me voy a mover hasta que me entreguen a mi hijo”. Como eran las madres de antes, no reconocían lo que éramos. Para ella era su hijo varón. El abogado hizo un hábeas corpus y la convenció de volver a mi casa. “Quédese tranquila que en un par de horas la tiene en su casa”. Y así fue. Valeria recuerda ese momento:–Ramírez, tenés la libertad –le dijo un guardia abriendo la puerta de su buzón–.–¿Y las chicas?–Vos preocupate por vos. ¿O querés quedarte acá todavía?–¿Cuándo te diste cuenta de que habías estado en un centro clandestino de detención?–Al tiempo. Tuve que llamar al abogado y me dijo “si querés seguir viviendo, andate de la zona”.–¿Por qué crees que las llevaron?–Éramos las tres lindas. Cachorras nos pusieron los milicos. En ese momento dijimos que era por prostitutas. Después nos dimos cuenta de que en el ’76 y en adelante ser travesti era muy duro. Y la camiseta que nosotras nos poníamos era esto: los pechos. Si me las pongo, me visto y bailo en mi casa, no me hubiera pasado. Nosotras salimos al espacio público. Era como ser de un partido político y salir con la camiseta del Che Guevara.
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